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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (34 page)

BOOK: Naves del oeste
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Perdieron una pieza de artillería y seis mulas cuando una serie de cuerdas endurecidas por la escarcha se rompieron al mismo tiempo y la carga cayó por el acantilado al extremo del glaciar, pero al final del quinto día en las montañas propiamente dichas, el ejército se encontraba sobre el lomo del Gelkarak, y el avance continuó.

El glaciar se curvaba como una enorme serpiente de lomo plano a través de las alturas de las montañas circundantes. Parecía una carretera amplia y segura, con su capa de nieve protectora, pero por debajo de aquella nieve estaba lleno de agujeros, fisuras y grietas, y en las noches oscuras y sin viento podían oírlo gimiendo y crujiendo bajo sus pies, de modo que les parecía que estaban arrastrándose como hormigas por la espina dorsal de alguna bestia enorme e inquieta. El glaciar se curvaba hacia el oeste, y de vez en cuando otro glaciar afluente bajaba serpenteando de las montañas para unirse a él. Al cabo de tres días más de viaje, Corfe perdió a quince exploradores que trataban de marcar la ruta para el cuerpo principal. Ni siquiera las tribus se habían adentrado tanto en las Címbricas.

Golophin regresó al fin, apareciendo en la puerta de la tienda del rey durante una noche gélida, y entró tras saludar a Felorin, que permanecía allí cerca golpeando el suelo con los pies. El mago llevaba a su halcón gerifalte posado en su antebrazo, como una escultura gris y helada, y su rostro estaba pálido de fatiga.

Corfe estaba solo, tratando de leer a la luz de las velas el texto antiguo y poco preciso que Albrec había descubierto en Torunn. Un pequeño brasero de carbón ardía en un rincón de la tienda, pero no conseguía calentar el aire del interior. Corfe levantó la vista al entrar Golophin, y frunció el ceño.

—Llegas tarde —dijo escuetamente.

El mago tomó asiento en un taburete de campaña y dejó que su familiar saltara hasta los pies del camastro de Corfe. Se quitó el sombrero de ala ancha, dejando caer una lluvia resplandeciente de nieve sin fundir.

—Mis disculpas.

Corfe le tendió una botella de cuero, y el mago bebió directamente antes de secarse la boca y volver a enroscar el tapón.

—Ah, mucho mejor. Gracias, majestad. Sí, llego tarde. He viajado hasta muy lejos desde la última vez que me visteis, más lejos de lo que pretendía. La Octava Disciplina es un gran don, pero a veces uno se siente tentado a llevar las cosas demasiado lejos, tan fuerte es en el hombre la sed de noticias.

—¿Qué noticias?

—Vuestra hija ha llegado hoy a Aurungabar, y se casará por la mañana. El nuevo sultán de Ostrabar será coronado en la misma ceremonia. En cuanto haya concluido, Nasir se pondrá en marcha con los hombres que os prometió su padre. Quince mil soldados, la mayoría de caballería pesada.

—Bien —dijo Corfe, aunque parecía cualquier cosa menos aliviado.

—El coronel Heyd ha llegado a Gaderion, y los himerianos de allí se están preparando para un segundo asalto. Os traigo saludos del general Aras. Resistirá todo lo que pueda, pero el número de bajas es muy alto, mientras que los himerianos parecen multiplicarse día a día. Han conseguido abrir brecha en la muralla por tres sitios, pero todavía no han podido establecer una base al otro lado. Las comunicaciones con el sur siguen abiertas. Por el momento.

Corfe asintió en silencio. Su rostro estaba demacrado y gris a causa del frío.

—¿Eso es todo?

—No. He dejado la noticia más sorprendente para el final. En Aurungabar volví a hablar con Shahr Baraz el Joven. El sultán y su consorte están en sus tumbas, y la sucesión de Ostrabar está resuelta, pero él sigue siendo un hombre atormentado.

Corfe miró fijamente al anciano mago, pero no dijo nada. Sus ojos centellearon con un resplandor rojizo a la luz del brasero.

—Está convencido (y me costó un gran esfuerzo de persuasión que lo admitiera) de que Aurungzeb no murió a manos de un asesino —Golophin vaciló—, sino por obra de su propia reina.

Corfe se quedó muy quieto.

—No sólo eso, sino que cree que luego ella se clavó a sí misma el cuchillo. Esa dama ramusiana, la madre de sus hijos, su esposa durante diecisiete años. Debió pasarse todo ese tiempo consumida por un odio secreto. Nadie puede decir qué fue lo que finalmente la decidió a actuar. Shahr Baraz la amaba como a una hija. Fue él quien hizo circular la historia de asesinos extranjeros pagados por Himerius, y la corte y el harén lo creyeron. ¿Por qué no iban a hacerlo? Ni siquiera Nasir sospecha la verdad, y tal vez sea mejor así. Pero pensé que os gustaría saberlo.

El rey había apartado el rostro y estaba envuelto en sombras. Golophin lo observó de cerca, sorprendido.

—Majestad, no puedo evitar pensar que había algo entre vos y la reina merduk. Algo… —Golophin se interrumpió.

El rey no se movió ni habló, y el anciano mago se frotó la barbilla.

—Perdonadme, Corfe. Soy como una vieja con demasiada afición a los chismorreos. Un defecto de los viejos es que, cuando sentimos que hay algo que perseguir, no podemos dejarlo en paz. Mi mente se ha vuelto demasiado sutil con el paso de los años. Veo conexiones y conspiraciones donde no hay ninguna.

—Era mi esposa —dijo Corfe en voz baja.

—¿Qué?

El rey contemplaba sin parpadear las ascuas rojas del corazón del brasero.

—Su nombre era Heria Car–Gwion, hija de un mercader de sedas de Aekir. Y era mi esposa. Creí que había muerto en la caída de la ciudad. Pero sobrevivió. Sobrevivió, Golophin. Fue capturada por el sultán de Ostrabar, que la convirtió en su reina. Me he casado con su propia hija. Y ahora me dices que cuando murió fue por su propia mano. El mismo día en que me casé con la muchacha que por derecho debía haber sido mi hija. Mi hija. Era mi esposa.

Golophin se levantó de golpe, derribando el taburete. Corfe se había vuelto a mirarlo a través de unos ojos relucientes y llenos de fuego, y en aquel momento el mago sintió un terror mortal. Nunca había visto semejante tormento, semejante violencia desnuda en el rostro de otro hombre. Corfe soltó una carcajada.

—Ahora está en paz, muerta al fin. Deseé su muerte varias veces durante estos años, porque no podía olvidarla. También deseé la mía. Pero ni siquiera en la muerte volveremos a estar juntos. Hubo un momento en que la hubiera buscado por todas las ciudades merduk, derribando cada ladrillo para recuperarla. Pero ahora soy rey, y no puedo pensar sólo en mí mismo.

Su sonrisa era terrible, y en aquel momento irradiaba una amenaza más fuerte que cualquier mago o cambiaformas que Golophin hubiera conocido. El aire parecía crepitar a su alrededor.

Corfe se levantó, y Golophin retrocedió. Su familiar voló hasta su hombro con un grito áspero y aterrado. El rey volvió a sonreír, pero con algo más de humanidad en su rostro, y aquella luz terrible abandonó sus ojos.

—No pasa nada. No soy un loco, ni un monstruo. Siéntate, Golophin. Parece que hayas visto a un fantasma.

Golophin hizo lo que se le pedía, tranquilizando a su aterrado familiar con caricias ausentes. No podía dejar de pensar en el increíble descubrimiento que había asaltado su mente.

Había dweomer en aquel hombre.

No, aquello no era exacto. Era otra cosa. Una fuerza diamantina, más poderosa que el arte de los magos, una especie de antidweomer. No podía explicarlo del todo, ni siquiera ante sí mismo, pero comprendió que estaba delante de un hombre cuya voluntad nunca se doblegaría, un hombre a quien los hechizos jamás someterían. Y comprendió algo más: los instintos de Odelia habían sido correctos. En la victoria, aquel hombre podía regocijarse en un tremendo baño de sangre. El destino de su esposa había encendido en él un dolor inextinguible que buscaba su expresión en la violencia. Y Golophin, en su ignorancia, había avivado los fuegos de su tormento.

Durante tres días más, el ejército avanzó lenta y penosamente por el glaciar Gelkarak. Fue azotado por una serie de tormentas de nieve breves y violentas que se cobraron un alto precio en caballos y mulas. Perdieron otra pieza de artillería en una grieta, además de la docena de hombres que estaban atados a ella. Se oyó un estampido como un disparo, y el cañón empezó a hundirse a través de la corteza de nieve, arrastrando a los soldados atados a él hacia sus muertes como una ristra de peces capturados con un hilo de varios anzuelos. Los soldados actuaron con más cautela después de aquello, y su velocidad disminuyó cuando comprendieron que, hasta cierto punto, era simplemente cuestión de suerte que un hombre pusiera o no el pie en el lugar equivocado. Las mulas fueron descargadas y enganchadas a los cañones en lugar de los hombres, pero aquello significó que el ejército tuvo que marchar más cargado que nunca. Recorrían como mucho dos leguas y media al día, y a menudo bastante menos, y Corfe estimaba que sólo habían completado la mitad del viaje.

El aire se volvió débil y penetrante, e incluso los soldados más fuertes tenían que jadear para respirar mientras marchaban. Por fortuna, sin embargo, el tiempo volvió a aclararse y, aunque el intenso frío era una tortura en las noches estrelladas, los días continuaron tranquilos y soleados. Muchos animales quedaron tullidos, con las patas destrozadas por la corteza superficial de la nieve, y los jinetes aprendieron rápidamente a vendar los corvejones de sus monturas. Pero el frío estaba desgastando a animales y hombres. Pronto hubo muchos casos de extremidades congeladas y ceguera debida a la nieve, sobre todo entre los torunianos y, tras una reunión de los oficiales superiores, se decidió dejar atrás a los afectados con una pequeña guardia, para que regresaran hacia el este en cuanto pudieran. Con ellos se quedaron docenas de animales agotados que todavía podrían soportar el peso de un hombre, y una buena cantidad de raciones.

Pero habían superado el punto más alto de su pasaje, y habían dejado atrás la gran carretera del glaciar. Había un paso estrecho que avanzaba en dirección oeste–suroeste, y aquélla fue la dirección que tomaron, siguiendo la antigua ruta descrita en el texto de Corfe. Era un camino más difícil que el del glaciar, sembrado de piedras y fragmentos de roca, pero era menos traicionero, y el ánimo de los hombres mejoró.

Y finalmente llegó una tarde, veinticuatro días después de salir de Torunn, en que el ejército se detuvo frente a un gran bosque entre dos salientes de roca, y al mirar abajo distinguió la gran extensión de las llanuras de Tor en el ocaso y, algo más cerca, prácticamente a sus pies, el mar de Tor, que relucía rojo como la sangre.

El ejército había perdido más de mil hombres y varios cientos de mulas y caballos, pero había conseguido cruzar las Címbricas, y sólo había treinta leguas de camino fácil entre los soldados y Charibon.

Capítulo 19

Aurungabar había presenciado los funerales de un sultán y su reina, además de la boda y la coronación de un nuevo sultán y la suya, todo ello en el mismo mes. La ciudad estaba aún inquieta e irritable, pero la presencia en el interior de las murallas de una gran hueste de soldados totalmente leales al sultán Nasir tuvo un fuerte efecto tranquilizador. El harén había sido purgado de los elementos que habían fomentado las intrigas durante el breve interregno, y el gobernante absoluto de Ostrabar había demostrado su autoridad, actuando rápidamente y sin misericordia. Podía ser joven, pero tenía un visir competente en Shahr Baraz el Joven, y se rumoreaba que su nueva esposa ramusiana había sido una gran ayuda para él a la hora de consolidar su posición. Tenía fama de ser una hechicera muy poderosa, superando incluso a su madre bruja. De modo que la díscola Aurungabar fue sometida rápidamente, y por la ciudad se comentaba que el sultán ya se sentía lo bastante fuerte en su posición para desear partir inmediatamente hacia las guerras del oeste.

Nasir estaba reunido con su nuevo visir en una de las estancias más pequeñas frente al dormitorio real. Sentado en su escritorio, revisaba un montón de papeles, mientras que Shahr Baraz, en pie y mirando por encima de su hombro, hacía alguna observación de vez en cuando. La lluvia primaveral azotaba las ventanas, y la luz del fuego relucía amarillenta en la chimenea lateral. Había media armadura merduk sobre un soporte de madera junto a la puerta, y un
tulwar
envainado sobre la repisa de la chimenea.

Finalmente, Nasir se frotó los ojos y se apartó del escritorio con un poderoso bostezo. Era delgado y moreno, con la piel olivácea y los ojos grises, y llevaba una túnica de seda negra que resplandecía a la luz de las llamas.

—Todo eso puede esperar, Baraz. Nombramientos oficiales, exenciones de impuestos… No son más que frivolidades.

—No es así, Nasir —dijo con vehemencia el otro hombre—. Con esos pequeños incentivos compras la lealtad de tus hombres.

—Si hay que comprarla, es que no vale la pena.

Shahr Baraz esbozó una sonrisa torcida.

—Hablas como tu madre.

Nasir inclinó la cabeza, y sus ojos claros se oscurecieron.

—Sí. Nunca pensé que llegaríamos a esto, Baraz. No de este modo.

El visir le apoyó una mano en el hombro.

—Lo sé, mi sultán. Pero ahora la carga está sobre tus hombros. Te acostumbrarás con el tiempo. Y has empezado bastante bien.

El rostro de Nasir se iluminó de nuevo, y el muchacho se volvió.

—¿Sólo bastante?

Ambos se echaron a reír.

Hubo una llamada a la puerta, y la reina entró sin más ceremonias, vestida también de seda negra. Llevaba suelto el cabello dorado, y su tití parloteaba suavemente sobre su hombro, con los ojos relucientes como joyas.

—¿Nasir, vas a venir a la cama? La medianoche ha pasado hace horas… —Vio a Shahr Baraz y cruzó los brazos.

Nasir se levantó y se dirigió a ella. El visir observó cómo se miraban uno al otro, todavía con algo de timidez pero con los ojos brillantes de entusiasmo. Aquello, al menos, había salido bien, pensó. Había que estar agradecido por los pequeños favores. Y aquél no era tan pequeño.

—Me encuentro empantanado entre pequeñeces —dijo Nasir a su esposa—, cuando lo que deseo es ponerme en marcha con el ejército.

—¿Estáis seguro de que eso es todo lo que deseáis, mi señor? —Se sonrieron como niños traviesos; en realidad, ninguno de los dos había cumplido los dieciocho años.

—El ejército partirá por la mañana, mi reina —dijo Shahr Baraz, y su voz anciana y profunda los devolvió a la realidad.

—Ya lo sabía —dijo Mirren, y la sonrisa desapareció de su rostro—. Golophin habló conmigo. Se ha pasado varios días yendo y viniendo. Si Nasir debe levantarse antes del amanecer, tendrá que dormir al menos un poco.

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