—¿Y Gaderion? ¿Hasta qué punto quieres presionar a los torunianos allí?
—Quiero presionarlos muy fuerte, Bardolin. Corfe debe convencerse de que su presencia en el paso es esencial para evitar su caída, de modo que el asalto debe ser intenso. Si Gaderion cae, mucho mejor. Pero no hace falta que caiga; su misión consiste en absorber al grueso del ejército toruniano y mantenerlo ocupado.
Bardolin asintió, muy serio.
—Así será.
—¿Qué hay de Golophin? ¿Has vuelto a hablar con él?
—Ha desaparecido. Ha velado su mente y cortado el contacto. Puede que ya ni siquiera esté en Torunna.
—A nuestro amigo Golophin se le está acabando el tiempo —dijo Aruan bruscamente, frotándose el cráneo calvo—. Búscalo, Bardolin.
—Lo haré. Puedes contar con ello.
—Bien. Ahora debo descansar. Necesitaré de todas mis fuerzas en los días venideros. Cuatro de los Cinco Reinos ya son nuestros, Bardolin, pero el quinto será el más difícil. Cuando haya caído, nuestra extensión equivaldrá prácticamente a la de la antigua Hegemonía fimbria.
—¿Y los fimbrios? —preguntó Bardolin—. No hemos tenido noticias desde que su embajada partió de Charibon, y de eso hace semanas.
—Están esperando a ver cómo le va a Torunna. Oh, también tengo planes para Fimbria, entiéndeme bien. Los electores se han mantenido al margen de la política internacional durante demasiado tiempo; creen que su patria es inviolable. Es posible que tenga que demostrarles que se equivocan.
Aruan sonrió ante la visión de una sola autoridad que abarcara todo el continente. Firme pero benigna, en ocasiones dura pero siempre justa.
—Serás presbítero de Torunna cuando ésta haya caído —dijo a Bardolin, sonriendo. Luego entrecerró los ojos y frunció los labios—. Por lo que respecta a Golophin, le daré una última oportunidad. Encuéntralo, habla con él. Dile que si se une a nosotros de todo corazón y con la conciencia clara, podrá gobernar Hebrion en mi nombre. No puedo ser más generoso.
Los ojos de Bardolin centellearon.
—Con eso lo conseguiremos, estoy seguro de ello. Será suficiente para inclinar la balanza a nuestro favor.
—Sí. Tendremos que decepcionar a Murad, por supuesto, pero estoy seguro de que le encontraremos alguna otra cosa que hacer, en cuanto haya acabado con la reina de Hebrion y su navegante. ¡Bien! Las cosas están progresando, amigo mío. Orkh ya se está instalando en Astarac, y nuestros ejércitos están listos para la campaña final. Creo que dormiré un rato antes de regresar a Charibon. Tú debes volver a Gaderion y empezar a golpear de nuevo esas murallas. —Sonrió con aire fatigado, y tomó una mano de Bardolin—. Mi general mago. Consígueme la lealtad de Golophin, y entre los tres arreglaremos este desdichado mundo.
Un fuerte oleaje provocado por un viento inconstante que soplaba del sur–sureste sacudía la inmensa extensión cubierta de espuma e iluminada por la luna que era el Levangore. Sobre él, un cielo limpio de nubes, con estrellas como puntas de alfileres relucientes sobre la bóveda negra, y una luna brillante como una linterna de plata.
Richard Hawkwood fijó la mirada en la estrella del norte y observó a través de los dos diminutos visores de su cuadrante. La cuerda de plomada del instrumento colgaba libre, y el navegante se balanceaba con el barco, compensando sus movimientos sin esfuerzo consciente.
Cuando estuvo satisfecho, tomó la línea de plomada y leyó los números de la escala. El barco estaba a seis grados al sur de la latitud de Abrusio. Aquellos seis grados de latitud conespondían a más de cien leguas. Según su estimación, habían avanzado unas doscientas leguas hacia el este durante los últimos once días. Estaban al sur de Candelaria, no lejos de la latitud de Garmidalan, y habían dejado atrás dos terceras partes de su viaje.
Hawkwood comprobó las muescas en la tabla. Su rumbo era norte–nordeste, y el viento estaba en la cuadra de estribor. Finalmente, había izado las velas redondas en los palos trinquete y mayor, conservando la latina sólo en el de mesana, y el
Liebre de mar
cabalgaba suavemente sobre las olas con las velas mayores y las gavias, a una velocidad de unos cinco nudos. Pese a lo veloz de su avance, cualquier observador experimentado habría observado que gran parte del cordaje había sido anudado y empalmado en varias ocasiones, y que el palo trinquete había sido reforzado con vigas de roble y multitud de riostras para aguantar la grieta que lo recorría de arriba abajo.
Habían adelantado a la tormenta, y habían atravesado el estrecho de Malacar a una velocidad temible, con Hawkwood en cubierta día y noche, y el sondador en las cadenas de proa informando continuamente de la profundidad. El viento había virado después de aquello, convirtiéndose lentamente de nuevo en un fenómeno natural cuando las brisas estacionales del mar Hebrio sustituyeron a la galerna engendrada por el dweomer. Pero ello no había acabado con las duras labores de a bordo. El
Liebre de mar
había sufrido un severo castigo en su carrera contra la tormenta y, aunque no podía detener su viaje ni fondear en ninguna costa, su tripulación emprendió la tarea de volver a ponerlo en buen estado.
Las reparaciones habían durado casi una semana, e incluso después de terminadas continuaba entrando más agua de lo que a Hawkwood le habría gustado, y las bombas tenían que funcionar durante medio reloj de arena en cada guardia. Pero seguían a flote, y parecían haber dado esquinazo a sus perseguidores, gracias a una mezcla de suerte, buena navegación y la velocidad de su barco. Los marineros eran un grupo de fantasmas pálidos, que se dormían de agotamiento en cuanto podían levantar los pies, pero estaban vivos. Lo peor había pasado.
Hawkwood guardó la tabla de rumbos en el pañol de bitácora, anotó la posición del barco en la carta de navegación que era su mente, y lanzó un gran bostezo. El cinturón le colgaba en torno a la cintura; tendría que hacerle pronto otro agujero. Pero al menos volvía a tener cabello en la cabeza, unos mechones entre rojizos y canosos que se erguían sobre su cráneo como las cerdas de un cepillo.
Ordio, uno de los cabos más competentes, estaba a cargo de la guardia. Estudiaba el brillante cielo nocturno con fingida despreocupación, en pie junto a la barandilla de babor. Habían girado dos relojes de la primera guardia, y amanecería al cabo de una hora. Hawkwood se prometió a sí mismo que, cuando al fin desembarcaran, dormiría doce horas seguidas. Llevaba semanas sin disfrutar de más de una o dos horas de descanso ininterrumpido.
—Avísame si cambia el viento —dijo automáticamente a Ordio, y se dirigió abajo, tambaleándose un poco a causa de su omnipresente agotamiento. Las mantas de su hamaca estaban húmedas y olían a moho, pero no podía haberle importado menos. Se despojó de su ropa empapada y se arrebujó bajo ellas, durmiéndose al momento.
Despertó poco tiempo después, instantáneamente alerta. El sol había salido pese a la oscuridad del camarote, y el
Liebre de mar
se mantenía en su rumbo aunque, a juzgar por el sonido del agua junto al casco, había ganado uno o dos nudos. Pero no era aquello lo que le había despertado. Había alguien más en el camarote.
Se incorporó, arrojando a un lado las mantas en la sofocante oscuridad, pero dos manos sobre los hombros le impidieron levantarse. Se estremeció cuando un par de labios fríos se posaron sobre su boca, y una cálida lengua empezó a explorar entre sus dientes. Sus manos ascendieron para tocar la cara de la mujer que le besaba, y notó bajo sus dedos el tejido cicatrizado en una mejilla por lo demás suave.
—Isolla.
Pero ella no dijo una palabra, y se limitó a tumbarlo en la hamaca. Se oyeron crujidos y el cliqueo de botones, y la mujer se acostó junto a él, estremeciéndose al contacto de las sucias mantas sobre su piel. Su cabello suelto cubrió los rostros de ambos con una caricia de pluma cuando se encontraron en la oscuridad. La hamaca se balanceó, y las sogas que la soportaban crujieron y gimieron al compás con los sonidos ahogados de la pareja. Cuando terminaron, Isolla tenía la piel cálida y húmeda bajo las manos de Hawkwood, y sus cuerpos estaban unidos por el sudor. Quiso decir algo, pero la mano de Isolla le tapó la boca para besarle en silencio. La mujer se levantó de la hamaca, y Hawkwood pudo oír sus pies descalzos sobre la madera del suelo mientras se vestía. Se incorporó sobre un codo y pudo atisbar la esbelta silueta gracias a las rendijas de luz que se filtraban por debajo de la puerta del camarote.
—¿Por qué? —preguntó.
Isolla dejó de recogerse el cabello, permitiendo que cayera una vez más sobre sus hombros.
—Incluso las reinas necesitan algo de consuelo de vez en cuando.
—¿También lo necesitarías si no fueras la reina de un reino perdido?
—Si no fuera reina, capitán, no estaría aquí. Ni tú tampoco.
—Si no fueras reina, me casaría contigo y serías feliz.
Ella vaciló, y luego contestó en voz baja:
—Lo sé.
Luego recogió sus cosas y salió, tan silenciosamente como debía de haber entrado.
Transcurrieron dos días más sobre el brillante azul primaveral del mar, y la rutina del barco se convirtió en una forma de vida para todos ellos, gobernada por las campanadas y marcada por las insulsas comidas. A medida que el
Liebre de mar
continuaba su viaje, se convirtió en todo su mundo, ordenado y completo. Tenían vientos favorables, un cielo inmaculado a excepción de alguna nubecilla alta, y no avistaron ningún otro barco, aunque los vigías permanecían día y noche en el calcés. A Hawkwood le pareció extraño. El Levangore, especialmente en su parte occidental, era atravesado por las rutas marítimas más concurridas del mundo y, sin embargo, no habían avistado una sola vela en todo el tiempo que duró su travesía.
El viento continuó virando hasta soplar del este–sureste, y para conservar una parte de su velocidad, Hawkwood cambió el rumbo a norte–nordeste para recibirlo de través. Podían ver a babor las siluetas azules de las montañas de Malvennor, que formaban la espina dorsal de Astarac, lugar de nacimiento de Isolla. Ella se pasaba horas en la barandilla de sotavento, observando el paso de la tierra de su niñez. Los vigías mantenían la vista fija en el mar abierto, por lo que fue ella quien se acercó a Hawkwood durante la guardia de la tarde y señaló hacia el horizonte del suroeste.
—¿Qué opinas de aquello, capitán?
Cuando Hawkwood miró, distinguió una mancha sombría en el aire contra las sombras azules de las montañas, una especie de columna negra que se elevaba hacia el cielo.
—Humo —dijo—. Es un gran incendio, lejos de aquí.
—Es Garmidalan —susurró Isolla—. Lo sé. Están quemando la ciudad.
Permaneció todo el día en cubierta, contemplando el humo distante desde la cuadra de babor. Cuando la luz empezó a menguar, todos pudieron ver un resplandor rojo en el horizonte occidental que no tenía nada que ver con la puesta de sol.
Bleyn apareció en cubierta al anochecer, tras dedicar todo el día a su madre enferma, y se unió a Isolla en la barandilla. Entre los dos había surgido una improbable amistad y, cuando Hawkwood los vio juntos en su barco, con el movimiento del mar a sus espaldas, sintió en el corazón un dolor casi físico, sin saber por qué.
—¡Vela a la vista! —gritó el vigía desde el calcés.
—¿Dónde?
—Frente a la cuadra de babor, capitán. El casco todavía no es visible, y no lleva mucha vela, pero creo que tiene aparejos de barco grande.
Hawkwood corrió a los obenques de estribor y trepó por las ligazones hasta la cofa. El vigía estaba en la cruceta, justo encima de él. Estudió su estela, levemente fosforescente a la incipiente luz de las estrellas, y distinguió una silueta sobre el resplandor rojo y amarillo del horizonte. Trató de aclararse los ojos, que empezaban a lagrimear, pero no pudo ver nada más. El barco desconocido, si realmente era un barco, mantenía casi el mismo rumbo que ellos, pero debía haber tomado rizos en las velas mayores, o Hawkwood habría distinguido su palidez contra el cielo. No tenía prisa, entonces.
De todas formas, aquello no le gustó, y empezó a gritar órdenes desde la cofa.
—¡Todos los hombres! ¡Todos los hombres a izar vela! Arhuz, izad juanetes y velas de estay mayor y de mesana.
—Sí, señor. ¡Vamos, moveos, holgazanes! Subid a los aparejos antes de que me prepare un cabo de azotar.
En cuestión de minutos, los aparejos se habían llenado de hombres, y un grupo de ellos trepó junto a Hawkwood, dirigiéndose a soltar los juanetes. Cuando hubieron fijado la lona extra y braceado las vergas, Hawkwood sintió que el barco se estremecía, y la inclinación de su popa se hizo más pronunciada. La estela empezó a relucir todavía más a causa de las turbulencias, y el capitán percibió la tensión y los crujidos de los mástiles. El
Liebre de mar
adquirió velocidad como un pura sangre espoleado. Hawkwood volvió a mirar a popa.
Allí; las sombras pálidas de velas al desplegarse. Pese a la velocidad extra del
Liebre de mar
, el casco del barco extraño era ya visible. Debía de ser realmente veloz, y llevar una tripulación muy numerosa para ser capaz de soltar tanta vela en tan poco tiempo. Velas de cuchillo en los palos mayor y de mesana; de modo que era una goleta. Dios todopoderoso, era muy rápida. Hawkwood sintió un escalofrío momentáneo en el estómago.
Echó un vistazo a la cubierta. Estaban encendiendo las linternas de popa en el coronamiento.
—¡Alto! ¡Apagad esas luces!
El humor del barco cambió instantáneamente. Hawkwood vio caras pálidas que miraban hacia arriba, y luego hacia la popa, donde el barco desconocido podía verse ya desde el alcázar, tanta era su velocidad.
Hawkwood tragó saliva, maldiciendo la repentina sequedad de su boca. Una hilera de luces apareció a lo largo de los costados de la goleta. Estaba abriendo las portas de sus cañones. Dejó caer la cabeza un instante, y luego gritó ásperamente:
—Maestro de armas, llama al acuartelamiento. Preparaos para la batalla.
Descendió lentamente de la cofa mientras la cubierta estallaba en una actividad frenética por debajo de él. El enemigo había vuelto a alcanzarlos.
La última carreta había sido abandonada, y los hombres del ejército se inclinaban bajo el peso de sus mochilas, mientras en la retaguardia de la inmensa columna los muleros maldecían a sus cargadas bestias, que avanzaban bramando y traqueteando. Habían dejado atrás la última carretera pavimentada, y ascendían por un pedregoso camino de montaña. Por encima de ellos, se elevaban los picos de las Címbricas, con la nieve revoloteando en torno a sus cumbres como estandartes humeantes.