Naves del oeste (39 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Naves del oeste
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Los ojos de Aruan se pusieron en blanco, y un gran gruñido surgió de su garganta. Sus ayudantes retrocedieron, pero él los ignoró por completo. Concentró toda su fuerza y lanzó un rayo de poder puro e intenso hacia el este, como una punta de flecha impulsada por un arco de fuerza monstruosa. El fragmento de dweomer, veloz como el relámpago, llevaba el mensaje de la exigencia de su mente.

Bardolin, a mí

Se recobró y habló bruscamente a sus ayudantes sin mirarlos, con los ojos aún fijos en el vasto panorama del humeante campo de batalla debajo de él.

—Soltad a los Perros —dijo.

Las líneas torunianas se abrieron. Mientras avanzaba el grueso de la infantería, los catedralistas viraron hacia el norte para cubrir su flanco abierto, acompañados por los cañones de Rilke. Pero en la brecha abierta por la partida de los jinetes rojos, la reserva del coronel Olba pasó a formación de batalla, mirando al oeste para proteger al ejército de cualquier nuevo ataque de los Militantes supervivientes. Cerca del vértice de las dos líneas, el rey de Torunna, con su estandarte negro y escarlata ondulando encima de él, ocupó su posición rodeado por su guardia personal.

Por el noroeste se aproximaban las largas columnas de infantería pesada, cubiertas de refulgente malla, que constituían las tropas de choque del Segundo Imperio, mientras que desde sus campamentos a lo largo de las orillas del mar de Tor llegaban al trote nuevos contingentes de soldados de Almark, Perigraine y Finnmark. El cielo azul estaba cubierto por las diminutas siluetas móviles de los homúnculos que llevaban los mensajes de sus amos. Aruan había llamado en defensa de Charibon a todos los tercios que quedaban entre las Címbricas y las colinas de Naria. Y las campanas seguían doblando locamente en las iglesias, y los torunianos avanzaban como una ola de hierro negro.

Fue Golophin quien primero percibió su llegada. Se irguió en la silla de la mula de campaña que era su montura preferida, y casi pareció olfatear el aire.

—¡Corfe! —gritó—. Los Perros.

El rey lo miró, y asintió. Se volvió hacia Astan, su corneta.

—Señal de detenerse.

La llamada del cuerno sonó clara y fría por encima del fragor de la batalla. Tan pronto como sus notas se hubieron apagado, los cornetas de las demás compañías y formaciones la repitieron y, en cuestión de segundos, toda la línea de batalla dejó de moverse y los Huérfanos levantaron sus picas. Las más de dos millas de hombres armados y caballos inquietos hicieron una pausa expectante, y el campo quedó casi en silencio a excepción de algunos disparos esporádicos aquí y allá y los relinchos de los corceles impacientes. Al norte, las campanas de Charibon habían callado.

Golophin parecía estar escuchando. Se irguió, tenso y rígido sobre los estribos, mientras su mula se removía inquieta debajo de él. Pronto todos los hombres del ejército pudieron oírlo. El coro enloquecido y cacofónico de una manada de lobos, magnificado de tal modo que se elevó por encima de la hierba pisoteada, ensangrentada y chamuscada del campo de batalla, que parecía surgir del mismo aire en torno a su cabeza. Los torunianos se removieron en sus puestos. Los hombres se miraban de reojo, lamiéndose los labios. Casi podía olerse el miedo proveniente de sus filas.

—¡Arcabuceros, preparados! —gritó Corfe, levantando su espada, y la orden se repitió por todo el ejército, mientras los catedralistas abrían las fundas de sus sillas y sacaban las pistolas de mecha.

—¡Aguantad! ¡Quedaos donde estáis y dejad que vengan ellos!

Y vinieron. Corrían en una enorme manada, centenares, miles de ellos. Salían del centro de Charibon, recorrían sus calles en un torrente de vello y colmillos, con ojos que centelleaban frenéticamente y garras que resonaban y resbalaban sobre los adoquines. Las tropas humanas de Aruan les abrieron paso aterradas, encogiéndose contra las paredes o metiéndose en portales. Pero los Perros las ignoraron. Corriendo a veces sobre cuatro patas y a veces sobre dos, abandonaron las estrechas calles y formaron una nube enorme sobre la llanura frente a Charibon, dirigidos por inceptinos cubiertos con cotas de malla. Había licántropos de todas las formas y variedades imaginables, ladrando, gruñendo y siseando su odio contra las silenciosas hileras de torunianos, una estampa propia de una pesadilla primigenia.

—Dios santo —dijo Corfe, impresionado a su pesar. Las filas de torunianos parecieron agitarse y estremecerse como el pellejo de un caballo que tratase de ahuyentar a una mosca; luego volvieron a quedar inmóviles.

Los almarkianos atrapados entre las dos líneas huyeron al oeste presas del pánico, derribando sus últimas tiendas a su paso, y algunos soltaban las armas al correr. No eran profesionales, sino pastores de las colinas de Naria o pescadores de las costas del mar Hárdico, y no querían verse mezclados en la masacre que se avecinaba.

Corfe estudió las hordas de cambiaformas que gruñían y escupían por millares frente a sus hombres, pero que obedecían las órdenes de sus jefes inceptinos y permanecían en sus puestos. Se protegió los ojos y miró hacia los altos edificios de la propia Charibon, a menos de una milla de distancia, y se preguntó si alguna de las figuras que podía distinguir sería el arquitecto de aquellas monstruosidades. Aquel pequeño grupo de hombres que observaba desde la torre junto a la catedral; uno de ellos debía de ser Aruan. Mientras Corfe miraba, el aire pareció resplandecer en torno a ellos y, antes de apartar la vista, frotándose los fatigados ojos, hubiera podido jurar que había aparecido una persona más.

En aquel momento, los Perros de Dios se pusieron en movimiento, cruzando a saltos el arruinado campamento de almarkianos. Desde lejos parecían una marea de ratas, y los rugidos, aullidos y gruñidos que emitían en su avance provocaron que los caballos se encabritaran y lucharan contra sus bridas, aterrados. Corfe no dio ninguna orden, pues sus hombres sabían lo que debían hacer. Los Perros corrían directamente hacia su línea en una masa hirviente, y con ellos llegaba un hedor horrible e intenso, espeso como el humo.

Cuando sólo faltaban cuarenta yardas, los Huérfanos volvieron a bajar sus picas, y todas las armas de fuego del ejército dispararon una andanada larga y estentórea que pareció durar eternamente. La vanguardia del ejército quedó oculta por una sólida pared de humo, y un instante después, cientos y cientos de hombres lobo y cambiaformas de todo tipo surgieron de ella, lanzándose contra la primera línea toruniana.

El ejército pareció estremecerse ante el impacto, y se encontró de repente enfrascado en un combate cuerpo a cuerpo por toda su longitud. Corfe pudo ver soldados derribados y arrojados por los aires. Las formaciones de torunianos, Huérfanos y salvajes quedaron comprimidas y sus líneas entremezcladas, perdiendo el orden ante aquel asalto sobrenatural.

Junto a Corfe, el alférez Roche había regresado de entregar su mensaje y rezaba en voz alta sin cesar, totalmente inconsciente de ello, contemplando con los ojos muy abiertos el horror desencadenado frente a él.

Era difícil ver qué estaba ocurriendo en la primera línea. Los arcabuces habían callado; no había tiempo ni espacio para recargarlos en aquel caos siniestro. El humo de aquella primera andanada flotaba pesadamente cerca del suelo, y en su interior los hombres combatían contra siluetas de pesadilla.

Pero la posición del ejército no era tan precaria como parecía. Cada vez que un cambiaformas golpeaba a uno de los hombres de Corfe, su carne entraba en contacto con los pinchos de metal de su armadura. Pronto, a los pies de los Huérfanos y torunianos de la primera línea, empezó a crecer un parapeto horrible, una barricada de cuerpos desnudos. Pues cuando los cambiaformas eran rozados por el hierro de la armadura toruniana, el dweomer los abandonaba, y sus cuerpos bestiales desaparecían.

Cuando el humo de la andanada inicial se disipó, desplazándose en fragmentos hacia el mar, fue posible percibir la carnicería causada por los arcabuceros. Miles de cadáveres desnudos cubrían la llanura, en algunos lugares apilados en montones de tres o cuatro seres. La hierba estaba oscura y resbaladiza con su sangre. Y las formaciones torunianas se estaban recuperando. Volvieron a avanzar al recobrar el coraje, reformando sus filas y golpeando frenéticamente a los licántropos que seguían combatiendo entre ellos. Eran bestias que destruir, animales con una tara fatídica.

El ataque de los Perros flaqueó. Incluso a través de la rabia que les impulsaba, comprendieron finalmente su error, y empezaron a alejarse de aquella línea mortífera de hombres vestidos de hierro. Retrocedieron por centenares, pisoteando a sus oficiales inceptinos, o gruñendo y apartándolos a golpes.

Pero no iban a tener ninguna oportunidad, ni siquiera en la retirada. En cuanto se separaron, los arcabuces del ejército volvieron a descender, y Corfe oyó las voces de sus oficiales gritando órdenes. Otra andanada, y otra más. Cada proyectil disparado por sus hombres estaba hecho no de plomo, sino de puro hierro, y las balas cortaban, gemían y derribaban a través del campo de batalla, de tal modo que los Perros supervivientes cayeron por centenares mientras escapaban. Cuando el humo se disipó al fin de nuevo, no había restos de vida en la llanura, y los cadáveres de las tropas más temidas de Aruan la cubrían como una lluvia siniestra. Habían sido totalmente destruidas. Un silencio sobrecogedor cayó sobre el campo de batalla, como si todos los hombres hubieran quedado atónitos ante la visión.

Corfe se volvió hacia Astan, su corneta, y se limitó a asentir con la cabeza. El salvaje se llevó el cuerno a los labios y sopló. El avance toruniano empezó de nuevo.

—Golophin nos ha traicionado, señor —dijo Himerius, con la voz temblorosa por la ira y las dificultades para respirar propias de un anciano—. Ha revelado a los torunianos cómo matarnos.

Los últimos restos de dweomer se estaban desvaneciendo en torno a Bardolin. Sus ropas olían ligeramente a quemado, y su rostro estaba demacrado por la fatiga.

—Cualquier bruja de pueblo les podía haber dicho lo mismo.

—Ya no queda ninguna en Torunna, Bardolin. —Aruan estaba entre ellos, con una expresión pensativa en su rostro aguileño y los ojos resplandecientes—. No, fue tu amigo Golophin. Ha escogido su bando definitivamente. Una lástima. Pensé que recuperaría el sentido común al final.

Los ojos de Aruan parecían ligeramente desenfocados, como si no pudieran acabar de asimilar la enormidad del espectáculo que tenían delante.

—Su infantería está entrando en la ciudad —gritó Himerius—. Bardolin, en nombre de Dios, ¿qué clase de hombres son éstos? ¿Es que nada los detendrá? —Las papadas le temblaban bajo la barbilla, y apretaba su puño manchado de amarillo, levantándolo con impotencia.

El mago hebrionés no respondió a su pregunta.

—Los Perros nos han fallado. Podremos recurrir a otros cuando llegue el momento. Pero por ahora debemos enfrentarnos al enemigo espada contra espada. Hay refuerzos en camino, desde el norte y el sur. Corfe ha luchado bien, pero no puede ganar, no contra la cantidad de hombres que lanzaremos contra él.

Aruan le dio una palmada en el hombro.

—Eso es lo que me gusta oír. Me alegro de que vinieras, Bardolin. Necesito tu sentido común. Un hombre debería ser de piedra para no perder un poco los nervios en un momento como éste.

—Entonces será mejor que te dé mis noticias antes de que los pierdas todavía más. Ayer un ejército de torunianos y merduk al mando de Formio derrotó a nuestras fuerzas en una batalla cerca de la ciudad de Staed, al sur de Torunna. La invasión ha fracasado.

—Fracasado —repitió Himerius. Parecía devastado por la notica.

Aruan no se movió ni habló, pero bajo la piel de su mandíbula había un músculo que se tensaba y contraía como un gusano inquieto.

—¿Eso es todo?

—No. Nuestros espías me han informado de que, después de la batalla, Formio recibió a un joven en su cuartel general que afirma ser el heredero al trono de Hebrion, el hijo ilegítimo de Abeleyn y una antigua amante. El chico dijo al regente fimbrio que la reina Isolla había muerto. Murad la mató en el Levangore, antes de que lo mataran también a él.

—Jemilla —gruñó Himerius—. Todavía ambiciosa, tras todos estos años. Oí hablar de ella hace años, cuando era prelado en Abrusio. Realmente, fue la amante del rey. De modo que la línea de los Hibrusidas ha sobrevivido después de todo.

Bardolin bajó la vista, y su voz cambió.

—Richard Hawkwood también ha muerto.

Aruan asintió.

—Bueno, supongo que debemos estar agradecidos por lo que tenemos. Nuestros planes han fracasado, amigos míos, pero el retroceso es sólo temporal. Tenemos nuevas tropas en camino que desequilibrarán la balanza, como has dicho. —Sonrió, y la peligrosa luz lobuna ardió en sus ojos, regocijándose en algún conocimiento secreto.

Un inceptino que estaba apoyado en el parapeto de la torre con sus compañeros se apartó la capucha y señaló al sur. Le temblaba la voz.

—Señor, los torunianos están avanzando por las mismas calles. ¡Se están acercando a la catedral!

—Que se acerquen —dijo Aruan. Apoyó las manos en los hombros de Himerius y Bardolin, y apretó su carne—. Dejemos que los condenados tengan su minuto de gloria.

El campo de batalla había crecido, de modo que la propia ciudad monasterio había sido engullida por él. Corfe había trasladado a los Huérfanos al oeste una vez más, de modo que su flanco derecho estaba apoyado en el complejo de edificios de madera que formaban los suburbios del sur de Charibon. Los arcabuceros que habían tomado posiciones en las orillas del mar de Tor avanzaron hacia el norte y empezaron a presionar en dirección a la gran plaza en el corazón de la ciudad, mientras los catedralistas formaban al sur de los Huérfanos para proteger su propio flanco abierto, y la reserva de Olba empezaba a moverse a la carrera hacia el norte para tomar parte en la captura de la ciudad. Ya había edificios en llamas aquí y allá, y las tropas himerianas que trataban de oponerse al avance toruniano estaban confusas y sin dirección. Los endurecidos profesionales torunianos los conducían como a ovejas, avanzando tercio a tercio, de modo que los habitualmente tranquilos claustros de Charibon resonaban con el atronar de las armas de fuego y los gritos de hombres desesperados. Los invasores vestidos de hierro no dieron cuartel, matando a cada hombre, mujer y clérigo de hábito negro que encontraban a su paso, hasta que la sangre corrió a raudales por las cunetas.

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