Los torunianos llenaron la plaza detrás de su rey. Ante ellos, la retirada enemiga se convirtió en huida. Los himerianos habían luchado contra hebrioneses y astaranos; habían acobardado a los pequeños reinos y principados del norte, y habían puesto su sello sobre dos terceras partes del mundo conocido. Pero al enfrentarse con la élite de los guerreros de Torunna y su rey soldado, se encontraron en condiciones desesperadamente inferiores, y ni siquiera la magia de Aruan pudo hacer que se mantuvieran en sus puestos.
Corfe y sus seguidores avanzaron por la plaza sembrada de cadáveres hasta encontrarse a pocas yardas del triunvirato del Segundo Imperio y sus últimos guardaespaldas, concentrados en los escalones de la biblioteca. Aruan parecía exhausto, pero había una luz mortífera en sus ojos, y su postura era firme y arrogante. Bardolin estaba junto a su hombro, con la armadura cubierta de sangre de otros hombres y una espada corta en el puño. Himerius era una figura encogida vestida de negro, sostenida por un monje con armadura.
La oscuridad del día aumentaba, pues Charibon ardía a su alrededor, y las columnas de humo ocultaban el cielo. La lluvia caía en chorros relucientes, y rebotaba ensangrentada en los adoquines. En la plaza se hizo el silencio, aunque a su alrededor y en la distancia los hombres podían oír la gran batalla que se libraba más allá, como si Charibon estuviera gimiendo en su lecho de muerte.
Corfe apuntó a Aruan con el extremo de su espada.
—Esto termina aquí.
Sorprendentemente, el archimago se echó a reír.
—¿De veras? Gracias por la advertencia, pero me temo, reyezuelo, que estáis mal informado. Golophin, sé un buen chico y díselo. Tú sabes la verdad. La has visto con tus poderes de visión.
Golophin frunció el ceño, y Corfe se volvió hacia él.
—¿A qué se refiere?
—Majestad, los catedralistas y Huérfanos han sido derrotados y se encuentran rodeados en el campo de batalla. Se están preparando para la resistencia final. Las legiones voladoras de este ser han roto sus líneas, y se acercan más tropas por el oeste, un gran ejército de decenas de miles de hombres. La batalla está perdida.
Corfe se volvió de nuevo hacia Aruan y, ante la estupefacción de todos, sonrió.
—Que así sea. Han hecho su trabajo, y ahora yo debo hacer el mío.
Levantó a
Hanoran
, besó su oscura hoja y empezó a marchar hacia adelante.
Sus hombres le acompañaron, y los salvajes entre ellos empezaron a cantar. No un himno de batalla en aquella ocasión, sino el lamento entonado por los cazadores en el lugar de la matanza.
Aruan abrió y cerró la boca. Luego cerró los ojos, su cuerpo resplandeció y pareció volverse transparente. Justo cuando parecía que iba a desaparecer por completo, un relámpago de luz azul pasó entre las cabezas de sus hombres y lo derribó al suelo. Volvió a hacerse sólido en un instante, y permaneció jadeando, apoyado en sus manos y rodillas.
Golophin bajó su puño aún humeante.
—Nadie va a escapar —dijo—. Hoy no.
Una última y encarnizada batalla tuvo lugar en los escalones de la antigua biblioteca de Charibon, donde, tiempo atrás, Albrec había descubierto el documento que había unido a las grandes religiones del mundo. Los himerianos lucharon con una ferocidad desconocida hasta el momento, y los torunianos como terribles máquinas de matar. Los cuerpos rodaban por los escalones y se amontonaban a sus pies, pero durante todo el tiempo Corfe se iba acercando cada vez más a Aruan, Bardolin e Himerius. Mientras los últimos defensores caían, las grandes puertas de la biblioteca se abrieron detrás de ellos, y apareció una nueva oleada de tropas, gritando frenéticamente. Pero no pudieron ahogar el sombrío himno de muerte de las tribus, y también fueron obligados a retroceder por un muro negro de espadas de hierro, hasta que toda la refriega se trasladó a la penumbra de la propia biblioteca. Allí se dispersaron y, a la luz de las lámparas y antorchas, entre las altas estanterías, los montones de libros y los pilares grises del edificio, la batalla continuó, mientras los hombres trataban de conseguir algo de espacio para huir o matar. Pero Corfe y los que le rodeaban se mantuvieron juntos y no perdieron de vista el resplandor de la reluciente armadura de Aruan, persiguiéndole a través de las sombras de la biblioteca. Allí, el anciano Himerius tropezó, cayó y permaneció en el suelo llorando hasta que Felorin se inclinó y le cortó el cuello. El salvaje se irguió, con los ojos llenos de la furia combativa de su pueblo.
—Ahora vuelve a haber un solo pontífice.
Siguieron luchando entre las estanterías, arrollando y pisoteando la sabiduría de muchos siglos, entre manuscritos inapreciables que revoloteaban como pájaros y estanterías derribadas como árboles, mientras la piedra de la biblioteca resonaba con los golpes de muebles y metal y los gritos de hombres desesperados. Los himerianos eran masacrados sin piedad, tanto si luchaban hasta el fin como si soltaban las espadas y suplicaban clemencia. Nadie iba a dar ni recibir cuartel aquel día. Aquello era el final de un mundo.
Los torunianos se desplegaron por los sombríos espacios de la biblioteca, dividiéndose para la cacería. Grupos de hombres se abrieron paso combatiendo a través de las filas enemigas, hasta que el edificio se llenó de combates separados y se perdió toda apariencia de orden, cada refriega convertida en una pelea entre individuos.
Hostigaron a Aruan hasta que al fin éste se encontró acorralado con pocos hombres a su alrededor, en un ala oscura del antiguo edificio perdida entre las sombras, con los ojos resplandecientes de odio y una especie de locura, y el hedor de la bestia elevándose a su alrededor. Corfe estaba ante él, y en su rostro se veía la sonrisa tranquila de un hombre a punto de acabar su trabajo de la jornada.
Bardolin se adelantó entonces y cruzó espadas con el propio Corfe, pero el rey de Torunna parecía haber crecido en las sombras del antiguo edificio hasta parecer un guerrero gigantesco y legendario. Derribó a Bardolin de un puñetazo de su guantelete, y continuó avanzando con los ojos fijos en Aruan.
La bestia surgió del archimago, incontrolable y aullante. Su armadura cayó al suelo, con las correas partidas, y el ser se convirtió en una inmensa oscuridad monolítica, en cuyo interior centelleaban unos ojos amarillos, mientras los largos colmillos chocaban en su hocico cubierto de babas. Saltó hacia adelante, chocando contra una alta estantería llena de libros y derribándola. La pesada madera golpeó a Corfe en el costado izquierdo, haciéndole caer. Su espada resbaló por el suelo de piedra. El lobo Aruan se irguió sobre él, y luego se inclinó para morderle la garganta.
Pero otras dos siluetas se adelantaron, empuñando las espadas por encima de su rey derribado. Felorin y Baraz, cargando como campeones contra el enorme cambiaformas, gritaron su desafío. El lobo saltó hacia atrás con velocidad sobrenatural y arrancó un pesado estante de la pared. Lo blandió en un gran arco que alcanzó a Baraz en un lado de la cabeza y le rompió el cuello. Volvió a levantar el pesado madero, pero Felorin se agachó esquivando el golpe y lanzó una estocada hacia arriba. Falló, pero el lobo retrocedió velozmente, sosteniendo el estante delante de él como un escudo. Entonces Felorin abrió la boca y dejó caer su espada al suelo con gran estrépito. Trató de volverse, pero algo volvió a golpearle, y cayó de rodillas.
Bardolin liberó su espada y retrocedió mientras Felorin se derrumbaba contra el suelo. Su silueta estaba algo borrosa, como si poseyera más de una sombra y, de hecho, cuando se volvió hacia el rey, éste pudo ver que una segunda sombra se separaba de él y partía para perderse en la penumbra de la biblioteca. Avanzó, seguido por el gran lobo.
Corfe tenía el brazo roto, y las costillas de aquel costado quebradas y desplazadas. Notaba sabor a sangre en la boca, y un áspero jadeo de dolor abandonó sus labios mientras luchaba por ponerse en pie y recuperar su espada. Su corneta y portaestandarte estaban muertos detrás de él, no sabía por obra de quién, y aunque por toda la biblioteca podía oírse el fragor del combate, se encontraba solo en el momento final.
Inclinó un momento la cabeza, mirando primero el rostro muerto y sorprendido de Felorin, y luego al joven Baraz, cuyo abuelo había capturado Aekir. Una sola lágrima centelleó bajo su rostro, pero su expresión era firme y severa como la de un antiguo guerrero en su sarcófago. La canción mortífera de las tribus parecía resonar en su mente, todavía más fuerte que los sonidos del combate que se escuchaban en la biblioteca. Una canción oscura y hermosa para terminar.
No iba a pedir ayuda. Aquel día no.
Bardolin se le enfrentó mientras el lobo se mantenía a un lado, rodeándolos. Corfe se tambaleaba, y
Hanoran
parecía imposiblemente pesada en su puño bueno. Apoyó la espada en el suelo como un bastón para mantenerse erguido, y observó al hombre que había sido el protegido de Golophin, su aprendiz, su amigo. Como había dicho el mago, su rostro era el de un soldado y, al mirarlo, Corfe supo que en otro tiempo o en otro mundo habrían sido amigos. Sonrió. Aquel otro mundo le estaba esperando, y no se encontraba muy lejos.
Bardolin asintió como si Corfe hubiera expresado sus pensamientos en voz alta, pero había algo más en su mirada. Miraba más allá de Corfe, detrás de él…
El lobo atacó. Corfe, advertido por el movimiento de ojos de Bardolin, se volvió, olvidando su dolor. «La que responde» saltó hacia arriba, de nuevo ligera como un pájaro en su mano y, cuando las garras de la gran bestia descendieron, la acuchilló hacia dentro, sintiendo que la punta rompía la carne y se hundía medio palmo, nada más. Las garras de la bestia le arrancaron la carne del rostro antes de retroceder. Hubo una especie de aullido, como el sonido de un animal atrapado en una trampa, y el lobo cayó al suelo, rígido como un árbol talado. Antes de chocar contra las losas había dejado de ser un animal, convirtiéndose en un anciano desnudo. Aruan permaneció allí tumbado, con la sangre rezumando de una herida encima del corazón, y levantó la cabeza, con los ojos ardiendo de odio. Envejeció mientras Corfe lo miraba; su rostro se cubrió de arrugas y se marchitó, sus músculos se fundieron y su piel se oscureció como el cuero viejo. Quedó reducido a huesos cubiertos de tendones, y luego su mirada se perdió en las órbitas gemelas de un cráneo vacío.
Corfe se tambaleó. Su carne colgaba hecha jirones bajo sus ojos, y la sangre caía en una corriente negra sobre su coraza. Bardolin se adelantó, levantando su espada. Su expresión no había cambiado, y su rostro parecía aún una máscara de suave pesar.
Corfe consiguió desviar su primera estocada. La segunda le golpeó la coraza y lo derribó hacia atrás. Cayó contra el ángulo del escritorio de algún escribiente, y bloqueó la tercera.
—¡No!
Hubo un resplandor repentino, y Golophin se interpuso entre ellos con la luz mágica brotando de sus ojos y ardiendo en torno a sus puños. Respiraba pesadamente, e incluso su aliento parecía luminoso. Bardolin retrocedió frente a él, aunque no había temor en sus ojos.
—Apártate, Golophin —dijo con calma.
—¡Esto no es lo que acordamos!
—No importa. Es necesario. Debe morir, o todo habrá sido en vano.
—No permitiré que lo hagas, Bardolin.
—No intentes detenerme. Ahora no, cuando estamos tan cerca. Aruan ha muerto; ése era el trato. Pero él también debe morir.
—No —dijo Golophin con firmeza, y la luz de su interior aumentó.
Las mejillas de Bardolin estaban empapadas de lágrimas.
—Que así sea, maestro.
Soltó la espada, y de él surgió una luz que rivalizó con la de Golophin.
Corfe se cubrió los ojos. Le pareció ver golpes y contragolpes en mitad de una tormenta de resplandores móviles y giratorios. Algunos libros se incendiaron y quedaron convertidos en cenizas, el suelo de piedra se ennegreció, pero Corfe no sentia ningún calor. El suelo temblaba y se sacudía debajo de él.
La luz se apagó y, cuando Corfe consiguió ahuyentar los destellos ante sus ojos a base de parpadear, vio que Golophin estaba en pie junto a un Bardolin postrado pero consciente, cuyo pecho se movía con grandes sacudidas.
—Lo siento, Bardolin —dijo el mago, y cerró un puño, sobre el cual un globo de luz mágica azul resplandecía como una punta de flecha a punto de ser disparada.
Pero entonces una sombra surgió de la penumbra de la destrozada biblioteca y, al acercarse, fue adquiriendo contorno y definición, hasta que Corfe creyó distinguir a una joven con una pesada melena color bronce. Gritó algo a Golophin, pero su voz no era más que un áspero graznido en su garganta. La sombra de la muchacha saltó sobre la espalda del anciano mago, que echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito agudo. Pareció fundirse con su cuerpo, y la luz mágica de Golophin fue absorbida por una oscuridad creciente cerca de su corazón. Por un instante, el mago se transformó en un pilar grotesco y retorcido de rostros y extremidades que giraban locamente; luego hubo un último resplandor cegador, y el pilar se desplomó sobre el suelo como un montón de harapos torturados.
El único sonido era el jadeo interrumpido de la respiración de Corfe. El aire apestaba a lobo y algo más, como el hedor de un antiguo incendio. Corfe agarró la espada y se arrastró con una sola mano hasta el cuerpo de Golophin, pero allí no había nada más que una túnica desgarrada. El combate en la biblioteca parecía haber terminado y, aunque se oían voces de hombres en algún lugar al otro extremo de las estanterías, le pareció que sólo había muertos a su alrededor.
Continuó arrastrándose hasta encontrar el cuerpo de Bardolin en la penumbra, y allí se detuvo, totalmente exhausto. Estaba hecho. Todo había terminado.
Pero Bardolin se movió junto a él. Levantó la cabeza, y Corfe vio que sus ojos centelleaban en la oscuridad, aunque no movió ninguna otra parte del cuerpo.
—¿Golophin?
—Ha muerto.
Bardolin volvió a dejar caer la cabeza, y Corfe le oyó llorar. Movido por un sentimiento que no podía explicar, soltó la espada y tomó la mano del mago.
—No pudo hacerlo, al final —susurró Bardolin—. No pudo traicionarte.
Corfe no dijo nada, y los dedos de Bardolin se cerraron en torno a los del rey.
—Tenía que haber un modo mejor —dijo, en el mismo susurro roto. Sus ojos volvieron a encontrarse con los de Corfe—. Tiene que haber un modo mejor. No puede ser siempre así.