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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (35 page)

BOOK: Naves del oeste
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—Estoy de acuerdo —dijo Shahr Baraz—. El sultán y yo tenemos ciertos asuntos que atender, señora, y la noche avanza.

Mirren entrecerró los ojos, y el tití emitió un siseo en dirección a Shahr Baraz. Sin embargo, la rebeldía desapareció del rostro de la muchacha ante la mirada implacable del visir. Besó a Nasir en la boca y salió de la estancia. Cuando el sultán se volvió con un suspiro, encontró al anciano sonriendo y sacudiendo la cabeza.

—Hacéis una hermosa pareja, moreno y rubia. Vuestros hijos serán realmente agraciados, Nasir. Has encontrado una buena reina, pero es testaruda y obstinada como una mula del ejército. —Cuando Nasir abrió la boca, indignado, Shahr Baraz se echó a reír, inclinándose—. Eso dice Golophin. Porque también habló conmigo, el viejo metomentodo. Es hija de su padre en más de un sentido. Y, a decir verdad, me recuerda un poco a… —y se interrumpió, aunque ambos sabían lo que había estado a punto de decir.

El ejército merduk emprendió la marcha antes del amanecer, cuando las calles estaban tan silenciosas como era posible en la capital. Los soldados formaron en Hor–el Kadhar, donde antaño había estado la severa estatua de Mymius Kuln, y se dirigieron hacia la puerta oeste en largas hileras, por calles decididas de antemano. Era una noche fría y clara. El sol todavía no había empezado a brillar sobre las Jafrar en el este, y el rey Corfe de Torunna, que una vez había huido por aquella misma puerta mientras Aekir ardía a su alrededor, no había llegado aún al pie de las Címbricas. Nasir marchaba al oeste al frente de quince mil jinetes pesadamente armados, en ayuda del reino que una vez había sido el enemigo más encarnizado de su pueblo. Pero era joven, y pensaba poco en semejantes ironías. Además, la mitad de su propia sangre procedía de aquel reino. Igual que su nueva esposa, a la que ya sabía que amaba.

Aquel mismo amanecer encontró a dos barcos veloces como caballos al galope que atravesaban el Levangore oriental. Sus mástiles llevaban prácticamente toda la lona que poseían, y sus cubiertas rebosaban de hombres. Durante toda la tarde y noche anteriores habían navegado con rumbo norte–nordeste, con el viento cada vez más fuerte en las cuadras de estribor, y a babor habían aparecido las siluetas violáceas de las Címbricas meridionales en su avance hacia el mar por el este del río Candelan. Torunna, el último reino libre de Occidente, surgía a la luz del amanecer, con la nieve en los picos de sus montañas reflejando los primeros rayos del sol, de modo que las cumbres se teñían de escarlata y rosado, y semejaban formas incorpóreas que flotaban sobre las colinas oscuras de debajo.

Murad contempló brevemente el amanecer, y volvió a centrarse en su barco. El jabeque había tratado de despistarlos durante la noche, pero la luz de la luna había sido demasiado intensa, y la visión nocturna de los perseguidores demasiado precisa. Estaba a poco más de cuatro cables por delante de ellos, casi a tiro de cañón, y el
Espectro
acortaba distancias rápidamente.

El ser que había sido el señor de Galiapeno miró a popa para ver a un hombre con hábito inceptino frente al palo mayor, sólido e inflexible como una gárgola de piedra pese al movimiento de la goleta. De él parecía emanar una vibración silenciosa que podía sentirse bajo los pies, sobre la madera de la cubierta. Murad sabía que aquel zumbido insonoro era el responsable de la velocidad del barco, o de parte de ella.

Pues Richard Hawkwood era un navegante demasiado astuto para alcanzarle con trucos de navegación convencional. Había sobrevivido a la tormenta enviada para destruirle, y habían estado a punto de perderlo en las grandes extensiones marinas del Levangore, hasta que uno de los homúnculos de Murad lo había divisado por casualidad mientras volaba por delante de su amo en busca de noticias. No habría una segunda tormenta; era obvio que tales tácticas resultaban inadecuadas. No; ante la alegría de Murad, Aruan le había dado permiso para capturar al
Liebre de mar
intacto si lo deseaba, y disponer de su tripulación como creyera conveniente, con la única condición de que la reina de Hebrion encontrara la muerte en el proceso. Sería un auténtico placer volver a reunirse con su viejo camarada, y presenciar su muerte lenta.

Murad sabía mucho sobre la muerte. La noche de la destrucción de la flota, se había perdido entre la niebla durante el trayecto de regreso desde el barco insignia, y había podido observar desde su lancha cómo la gran armada era reducida a astillas a su alrededor. Recordaba haber apartado de las regalas de su bote los dedos de supervivientes desesperados, para evitar que lo volcaran presas del pánico. Había ordenado a sus remeros que se alejaran para ocultarse entre la niebla, y habían permanecido allí, apoyados sobre los remos, contemplando cómo ardían los barcos y escuchando los gritos. Habían escapado a la gran masacre… o eso creía él.

Luego había aparecido el mago entre una furiosa tormenta de llamas negras que incineraron en un instante a los compañeros de Murad y parecieron a punto de hacer lo mismo con él. Pero había ocurrido algo curioso.

—Yo te conozco —había dicho una voz. Murad yacía en el fondo humeante de la lancha, con las olas agitándose en torno a su cuerpo chamuscado, y el ser se había cernido sobre él como un gran murciélago. Se sintió como si lo inspeccionaran desde todos los ángulos, aunque nadie le había tocado.

—Mátale —dijo otra voz, una voz familiar. Pero la primera se echó a reír.

—Creo que no. Puede resultar útil.

—¡Mátale!

—No. Debes dejar atrás tus odios y prejuicios del pasado. Tú y él sois más parecidos de lo que crees. Es mío.

Y Murad de Galiapeno entró al servicio del Segundo Imperio.

Y estaba dispuesto a servir. Toda su vida había odiado a los magos, brujas y practicantes de dweomer, pero más fuerte que aquel sentimiento era su furia por verse subordinado a hombres que consideraba inferiores a él, incluyendo al último rey de Hebrion. A partir de entonces, obedecería las órdenes de alguien a quien podía reconocer como su superior, y había una extraña tranquilidad en ello. Se alegraba de poder limitarse a hacer lo que se le decía, y si las órdenes recibidas coincidían con sus propias inclinaciones, tanto mejor. Y respecto al dweomer, se había reconciliado con él, pues, ¿acaso no formaba ya parte de su persona?

Más aún, sería el gobernante de Hebrion cuando la mujer a la que perseguía hubiera muerto. Era una promesa, y Aruan siempre cumplía sus promesas.

—Preparad los cañones de persecución de proa —dijo, y la tripulación se apresuró a obedecer. Unos pocos hombres eran mercenarios comunes, marineros de muchas armadas, pero la mayor parte eran guerreros zantu, altos y con la piel negra y reluciente. Se habían despojado de sus caparazones de cuerno y, en grupos sudorosos, tiraron de las trincas de los cañones delanteros del barco, preparándolos para cuando la popa de su presa estuviera a tiro.

—¡Usunei!

—Sí, señor.

—Veamos si podemos arañarle la pintura. Disparad en cuanto estéis listos.

Las dotaciones de los cañones hicieron girar las dos culebrinas con espeques, mientras los jefes de pieza miraban por encima de los barriles de bronce, con las mechas lentas humeantes apretadas en el puño. Finalmente, se dieron por satisfechos y levantaron las manos libres. Cuando la proa del barco ascendió, aplicaron la mecha a los oídos de las piezas, saltando a un lado con agilidad de panteras mientras las culebrinas disparaban al unísono y retrocedían bruscamente, chillando sobre sus cureñas. Muy concentrado, Murad distinguió dos chapoteos justo junto a la popa del
Liebre de mar
.

—¡Buena práctica! Un poco más de elevación, y serán nuestros.

Los siguientes disparos pudieron ser seguidos por los que tenían vista rápida; dos borrones negros que abrieron agujeros en la vela de mesana de la presa y levantaron astillas en alguna parte del combés. Murad se echó a reír y dio una palmada, mientras que los rostros de los artilleros se abrían en grandes sonrisas llenas de colmillos.

Un minuto más tarde, la mutilada vela de mesana de la presa se rasgó de arriba abajo, aleteando locamente en la verga. La espuma alcanzó a Murad en el rostro, y el noble se lamió la sal de los labios, con los ojos centelleantes. El
Liebre de mar
perdió velocidad. El siguiente par de disparos impactó en el cordaje de mesana, y el noble pudo ver una pequeña silueta salir despedida de la verga para caer al mar.

—¡Más velocidad! —gritó Murad—. ¡Tú, dame dos nudos más y serán nuestros antes del desayuno!

El inceptino al que se dirigía no respondió, pero pareció encogerse en su túnica, y el tono de la vibración que llenaba el barco ascendió una octava. El
Espectro
se inclinó profundamente, y el agua ascendió, fría y verde, hasta los cañones de persecución. Los mástiles crujieron y se lamentaron, las burdas empezaban a tensarse en exceso, pero nada se rompió. El brujo del clima no movía el barco, sino el agua sobre la que éste viajaba, y alrededor de todo el casco del barco había una violenta turbulencia de espuma en ebullición que contrastaba con el oleaje natural del mar que les rodeaba. El barco temblaba y se sacudía como si se encontrara atrapado en el puño de un gigante submarino, y varios miembros de la tripulación fueron derribados, pero Murad continuó en el castillo de proa azotado por las olas, agarrado a uno de los obenques del trinquete, y la luz de sus ojos se convirtió en un fuego amarillo. Se acercaron más a su presa. Solamente un cable y medio (trescientas yardas) separaba el extremo del bauprés de la goleta del coronamiento de popa del
Liebre de mar
. Antes de medio reloj estarían a su altura. En el castillo de proa se concentró en torno a Murad un gran grupo de zantu, de nuevo cubiertos con su armadura negra de cuerno y chasqueando las pinzas con impaciencia. La armadura parecía un artefacto natural de cuerno y cuero, pero cuando un hombre se la ponía, pasaba de algún modo a formar parte de él y aumentaba su fuerza además de proteger su cuerpo. Los zantu eran guerreros temibles por derecho propio, pero cuando llevaban su arnés negro eran prácticamente invencibles.

—¡Recordad! —gritó Murad—. El capitán debe ser capturado con vida, y he de ver el cadáver de la mujer con mis propios ojos. Los demás son vuestros.

Los zantu habían ayunado durante días en preparación para aquella cacería y, en las profundidades de sus máscaras resplandecientes, sus ojos centelleaban de hambre e impaciencia.

Murad pudo identificar a Hawkwood. Estaba en la popa de su barco, junto a un muchacho de cabello oscuro y aspecto curiosamente familiar, gritando órdenes que se perdían entre el viento y el tumulto espumeante de las olas. De repente, el
Liebre de mar
se desvió bruscamente a babor, dejando al descubierto su costado. Seis portas abiertas, y el casco del barco desapareció en un banco de humo. Un segundo después, se oyó el rugido de los disparos. Murad sintió que el viento provocado por uno de los proyectiles pasaba junto a su cabeza, haciéndolo tambalearse. El resto impactó a lo largo del
Espectro
, sembrando el caos a su paso. Motones y trozos de aparejos volaron por los aires, mientras que el grupo de abordaje saltaba en pedazos, de modo que los imbornales se llenaron de sangre, y los fragmentos de hombres destrozados llegaron hasta el alcázar.

El zumbido tembloroso del casco cesó, y al mirar atrás Murad vio que un proyectil había partido en dos a su brujo del clima inceptino. El
Espectro
perdió velocidad, y el agua espumeante de su alrededor empezó a convertirse en una estela más racional.

—¡Devolvedme la velocidad! —gritó al piloto, un gabrionés renegado de rostro pálido que permanecía junto al timón—. ¡Disparad! ¡Atrapadlos! ¡Hundidlos, por el amor de Dios!

El piloto hizo girar el timón y la goleta viró a su vez, revelando una artillería mucho más pesada.

—¡Fuego! —gritó Murad, y los artilleros recobraron la compostura y dispararon una andanada irregular.

Pero los zantu no eran los marineros bien entrenados de la tripulación de Hawkwood. Murad vio que tres proyectiles impactaban en la crujía, y un chorro de astillas de madera saltó por los aires cuando la barandilla de babor del
Liebre de mar
fue demolida, pero la mayor parte fueron disparos demasiado altos, que cortaron algunas sogas de la arboladura pero causaron pocos daños de consideración.

Ambos barcos habían perdido velocidad y estaban virando a estribor, en la dirección del viento. Una bala de arcabuz rozó la oreja de Murad, que se agachó instintivamente. Hawkwood tenía a varios marineros con armas de fuego disparando desde la popa. Hubo una serie de chapoteos en la estela del jabeque; estaban arrojando a los muertos por la borda. En su frustración, Murad golpeó con el puño la barandilla del alcázar, y su homúnculo empezó a saltar chillando sobre su hombro.

—¡Más vela! —gritó al piloto—. Si escapan, me responderás con tu vida, piloto.

La tripulación corrió a los obenques, y empezó a izar hasta el último fragmento de lona que poseía la goleta. Aparecieron las velas de estay y los botalones, y el
Espectro
empezó a acelerar sobre el agua con algo parecido a su velocidad anterior. El jabeque todavía no había izado una nueva vela de mesana, y la goleta volvía a ganar terreno. Murad ignoró las balas de arcabuz que silbaban a su alrededor, y ayudó a los exhaustos artilleros a preparar los cañones una vez más. Dispararon al ascender y, en aquella ocasión, los proyectiles impactaron de lleno contra la popa del
Liebre de mar
, enviando tablones por los aires y arrojando al mar a uno de los arcabuceros. Murad volvió a reír, y llamó a más hombres a la popa.

Otro grupo de zantu se le unió junto a los cañones de persecución. A bordo del
Liebre de mar
había unos cuantos hombres muy atareados en el alcázar, que de vez en cuando les enviaban alguna bala de arcabuz. Apenas cincuenta yardas separaban a los dos barcos. Murad podía ver claramente a Hawkwood; manejaba personalmente el timón, observando la llegada de la goleta. El muchacho moreno lo estaba ayudando, y junto a él estaba la propia Isolla. La reina le estaba apuntando con un arcabuz. Murad, sobresaltado, vio surgir el humo del cañón del arma, y algo le golpeó un costado de la cabeza. Cayó al suelo, y el homúnculo chilló ásperamente. Luchando por ponerse en pie, se dio cuenta de que estaba sordo de un lado y, cuando se llevó una mano al oído, se le mojó de sangre. Isolla le había arrancado media oreja.

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