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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (27 page)

BOOK: Naves del oeste
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—Señora —dijo en merduk—, os doy la bienvenida a la ciudad de Torunn y al reino de Torunna.

No pudo pronunciar más palabras del florido discurso de bienvenida que había escrito la noche anterior, después de que el rey le informara súbitamente de su misión. Una robusta matrona merduk con ojos negros centelleantes por encima del velo exigió saber quién era él y por qué el rey no estaba allí para saludar en persona a su futura esposa.

—No ha podido evitar retrasarse —dijo suavemente Baraz—. Los preparativos para la guerra…

—¡Sibir Baraz! ¡Te conozco! Serví en casa de tu padre antes de que le destinaran al palacio. Mi valiente muchacho, ¡cómo has crecido! —La matrona merduk rodeó a Baraz con sus enormes brazos y le obligó a bajar la cabeza para depositarla sobre su escote, tembloroso y muy perfumado—. ¿No recuerdas a Haratta, que te sonaba la nariz cuando apenas sabías decir tu nombre?

Con dificultad, Baraz se liberó del suave apretón. Tras él, una oleada de toses se había extendido entre los hombres de la guardia de honor, y los ojos de la esbelta muchacha que había estado en el palanquín relucían.

—Claro que os recuerdo. Ahora, señora… —se lo decía a la chica— tengo instrucciones de guiaros a vos y a vuestro séquito a vuestros aposentos en el palacio, para asegurarme de que todo está a vuestro gusto.

Haratta se volvió y dio unas palmadas. Con un tono completamente distinto, un ladrido áspero, empezó a dar órdenes a doncellas, esclavos y carreteros. Luego se volvió a Baraz, tras crear un caótico torbellino de actividad en lo que había sido quietud y solemnidad un momento antes, y le pellizcó la sofocada mejilla.

—¡Un joven tan guapo! Y que goza del favor del rey Corfe, sin duda. ¡Guíanos, maese Baraz! Lady Aria y yo te seguiríamos a cualquier parte, desde luego. —Le lanzó un guiño con una especie de lujuria traviesa y, cuando Baraz vaciló, lo empujó como si fuera un pollo cloqueando en su camino.

La procesión se pareció un poco a un circo: Baraz iba en cabeza, con Haratta junto a él charlando sin cesar, Aria a continuación, rodeada por sus doncellas, y luego una hilera incongruente de hombres robustos y sudorosos cargados de baúles, cajas, alfombras enrolladas, grandes bolsas e incluso una jaula con un ruiseñor. Pero las sombrías colgaduras que decoraban el palacio pronto acabaron incluso con la locuacidad de Haratta y, cuando llegaron a su destino, eran un grupo silencioso y algo amedrentado.

El senescal de palacio, un intendente anciano y competente llamado Cullen, los estaba esperando rodeado de cortesanos vestidos de negro. El grupo merduk fue instalado en una serie de cavernosas habitaciones de mármol, tradicionalmente reservadas para los dignatarios visitantes, pero que habían sido muy poco usadas desde los tiempos del rey Minantyr, cuarenta años atrás. Incluso los braseros encendidos en todos los rincones parecían servir de muy poco para ahuyentar el frío olvidado allí dentro. Haratta estudió las habitaciones con ojo crítico, pero se mostró cortés, incluso contenida, con Cullen y sus subordinados. Los esclavos merduk depositaron una pequeña montaña de equipaje en cada habitación, y luego fueron conducidos a su propio alojamiento sobre las cocinas, sin duda más cálidos y menos aireados que la gran desolación ocupada por sus amas.

Baraz se volvió para irse, pero Aria le apoyó una mano en el brazo.

—¿Cuándo veré al rey, alférez Baraz?

—No lo sé, señora. Mis órdenes eran instalaros cómodamente y luego informarle, eso es todo.

Ella se apartó y asintió. Sus ojos parecían increíblemente jóvenes y algo asustados bajo los cosméticos pintados a su alrededor. Baraz le sonrió.

—Es un buen hombre —dijo amablemente. Luego saludó antes de retirarse—. Un par de doncellas han sido asignadas a esta ala para asegurarse de que tenéis todo lo necesario. Adiós, señora. —Y se marchó.

Los criados de Aria pasaron el resto del día convirtiendo las antiguas habitaciones en algo más adecuado a una princesa merduk, y cuando cayó la noche (y con ella un gélido chaparrón primaveral procedente de las Címbricas) habían transformado la austera suite en una aproximación a las suntuosos espacios a los que estaban acostumbrados. Cubrieron el suelo desnudo de mármol con alfombras ricas y coloridas, colgaron tapices en las paredes, encendieron lámparas de plata y cobre, quemaron incienso, e incluso el ruiseñor empezó a cantar con toda la fuerza de su corazoncito desde los confines de su jaula dorada.

Aria y Haratta estaban en el dormitorio, sacando vestidos y chales de seda de uno de los baúles más grandes, mientras Haratta comentaba los méritos y defectos de cada prenda, cuando una de las doncellas de grandes ojos entró y cayó de rodillas ante ellas.

—¡Señora, señora! El rey de Torunna está aquí.

—¿Cómo? —espetó Haratta—. ¿Sin una palabra de aviso? Te equivocas.

—No, es él, sin más compañía que un soldado tatuado que espera en el corredor. ¡Quiere hablar con la princesa!

Haratta dejó caer la costosa prenda de seda que estaba examinando.

—¡Bárbaros! ¡Dile que se vaya! No, no, no podemos hacer eso. Cariño, tienes que recibirle. Es el rey, después de todo, aunque ahora me creo todas esas historias sobre su origen campesino. Esto es inaudito; aparecer aquí sin anunciarse, pillándonos desprevenidas. ¡Vélate, muchacha! Hablaré con él y aclararé las cosas. —Haratta se levantó y, cubriéndose el rostro enfurruñado con su propio velo, salió de la habitación a grandes zancadas entre un siseo de seda.

En la antesala principal había un hombre de estatura media calentándose las manos sobre el carbón de un brasero encendido. Vestía de negro, y su ceñida túnica revelaba un cuerpo musculoso como el de un muchacho. Pero cuando se volvió, Haratta vio que su cabello era prácticamente gris, y que sus ojos estaban hundidos, aunque relucían intensamente a la luz de la lámpara. Llevaba una simple diadema en torno a las sienes, y ningún otro ornamento o decoración. Rey o no, Haratta tenía intención de reprenderle de modo educado pero frío por su presunción, pero algo en sus ojos la detuvo. Hizo una reverencia al estilo normanio.

—¿Hablas normanio? —preguntó el hombre.

—Un poco, majestad. No muy bien.

—Te llamas Haratta, según me han dicho.

—Sí, majestad.

—Yo soy Corfe. He venido a ver a lady Aria. Me disculpo por mi ausencia a vuestra llegada, pero me entretuvieron los asuntos de estado. —Hizo una pausa y, viendo la expresión de alarma y desconcierto en el rostro de la mujer, sus ojos se suavizaron. Añadió en merduk—: Sólo deseo hablar un momento con tu señora. Esperaré, si es necesario.

El rostro de Haratta se aclaró.

—Le pediré que venga al instante.

Había algo en la mirada de aquel hombre, algo que incluso en un primer encuentro inspiraba deseos de obedecerle.

Cuando Aria entró en la habitación pocos momentos después, iba cubierta de varias capas de seda color medianoche, el mejor vestido que poseía, y llevaba los párpados pintados de kohl, con las pestañas remarcadas en las comisuras de los ojos con antimonio negro. Haratta la siguió y tomó asiento discretamente en un rincón sombrío, mientras su señora caminaba con decisión hacia su futuro esposo, un hombre lo bastante mayor para ser su padre.

El rey de Torunna hizo una profunda reverencia, y ella inclinó la cabeza en respuesta. No parecía tan viejo como había temido; de hecho, tenía el porte de un hombre mucho más joven. Tampoco era mal parecido, y los primeros miedos que había albergado, absurdos e infantiles, se desvanecieron. Después de todo, no tendría que compartir la cama con un libertino barrigón y calvo.

Intercambiaron banalidades corteses, mientras cada uno observaba todos los detalles del otro. Su merduk era adecuado, aunque no fluido, como si lo hubiera aprendido recientemente y a toda prisa. Pasaron al normanio a petición de ella, que dominaba ambas lenguas gracias a su madre. El rostro del rey parecía severo, pero cuando ella consiguió que sonriera pudo ver a un hombre mucho más joven bajo la solemnidad real, un atisbo de otra persona. Se encontró apreciando su gravedad, y la sonrisa repentina e inesperada que la hacía desaparecer. Sus ojos eran casi del mismo tono que los de ella.

Le preguntó por su madre, mientras se volvía para avivar con un atizador el fuego del brasero. Aria le contestó con ligereza que se encontraba muy bien, y que enviaba sus saludos a su futuro yerno. Había añadido la última frase como una cortesía sin importancia, pero en cuanto la pronunció, el atizador quedó inmóvil sobre el rojo ardiente de las brasas. El rey permaneció en silencio, y Aria se preguntó qué habría dicho para ofenderle. Finalmente se volvió y Aria vio el sudor en su frente. Sus ojos parecían haberse hundido en su cabeza, y la luz de las llamas no despertaba ningún destello en ellos.

—¿Puedo verte la cara? —preguntó.

Ella quedó desconcertada, sin saber cómo responder a una petición tan osada. Miró a Haratta entre las sombras y estuvo a punto de llamar a la otra mujer, pero lo pensó mejor. ¿Por qué no? Iba a casarse con ella, después de todo. Se apartó el velo y retiró la capucha de seda sin decir nada.

Oyó que Haratta jadeaba de indignación detrás de ella, pero Aria sólo tenía ojos para el rostro del rey. El color había desaparecido de su cara. Corfe pareció sobresaltarse, pero se dominó enseguida. Su mano ascendió como si fuera a acariciarle la mejilla, y luego volvió a caer sin tocarla.

—Eres la viva imagen de tu madre —dijo el rey con voz ronca.

—Eso me han dicho, mi señor. —Sus ojos se encontraron y algo indefinible pasó entre ellos. Había un gran vacío en el interior de aquel hombre, un anhelo sufriente que la conmovió en lo más profundo. Aria tomó su mano encallecida entre las de ella, y notó que él temblaba al sentir el contacto.

Haratta había llegado hasta ellos.

—Mi señor, ésta no es forma de comportarse. Estoy aquí para vigilar a la princesa, y me parece que os habéis excedido. Aria, ¿en qué estás pensando? Cúbrete, muchacha. Un hombre no debe ver el rostro de su esposa hasta la noche de bodas. ¡Qué vergüenza!

Los ojos de Corfe no se apartaron de Aria ni un instante.

—Las cosas se hacen de modo distinto en Torunna —dijo en voz baja—. Y, además, nos casaremos por la mañana.

El corazón de Aria dio un vuelco.

—¿Tan pronto? Pero yo…

—Ya he hablado con tu padre. Ha accedido. Tu dote llegará con tu hermano Nasir y los refuerzos que está conduciendo hasta aquí.

Haratta parecía a punto de asfixiarse. Se secó los ojos.

—Oh, mi querida niña, mi pobre doncella. ¿Acaso os avergonzáis de ella, majestad, para precipitar las cosas como… como un ladrón en la noche?

La mirada fría de Corfe la hizo callar.

—Estamos en guerra, mujer, y este país ha enterrado a su reina esta mañana. Mi esposa. Esto no es lo que ninguno de nosotros hubiera querido, pero las circunstancias dictan nuestras acciones. Deberé partir hacia el frente muy pronto. Perdóname, Aria. No tengo intención de faltarte al respeto; tu propio padre lo ha aceptado.

Aria inclinó la cabeza.

—Lo comprendo.

Seguía sosteniendo los dedos de Corfe, y sintió su presión cuando él los oprimió antes de soltarla.

—Un carruaje cubierto te aguardará por la mañana, y te conducirá a la catedral donde nos casaremos. Puedes traer a Haratta y a otra doncella, pero eso es todo. ¿Alguna pregunta? —Parecía creer que se dirigía a un grupo de soldados. Su voz se había vuelto dura e impersonal, el tono del mando. Aria y Haratta negaron con la cabeza—. Muy bien. Te veré por la mañana, entonces. —Se llevó la mano de Aria a los labios y le besó el nudillo con una caricia seca y ligera como una pluma—. Buenas noches, señoras.

Se volvió sobre sus talones y salió. Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Aria se cubrió el rostro con las manos y trató de ahogar los repentinos sollozos que amenazaban con escapar.

Las campanas la despertaron. Había caído una nevada primaveral pocos días antes, probablemente la última del año, y el bullicio y estrépito habituales de Aurungabar habían quedado sofocados por la blandura blanca de la nieve. Pero aquella mañana en toda la ciudad doblaban las campanas de todas las iglesias ramusianas que habían sobrevivido, y entre ellas destacaba el sonido quejumbroso de las gigantescas campanas de Carcasson. Heria apartó los edredones amontonados y, echándose una pelliza de piel sobre los hombros, corrió a la ventana y abrió los ornamentados postigos.

El aire frío la hizo jadear, y la blancura resultaba cegadora tras las tinieblas de la habitación. El sol todavía estaba saliendo, y era poco más que un resplandor azafrán entrevisto entre gruesas cintas de nube gris. ¿Algún tipo de emergencia? Pero la gente que recorría las calles parecía tranquila. Las carretas que se dirigían al mercado entre grandes nubes de vapor emitido por las bestias de carga traqueteaban con toda normalidad, y sus embozados conductores eran siluetas tranquilas, sin miedo a la guerra, al fuego ni a las invasiones.

Hubo una llamada a la puerta, y sus doncellas entraron inmediatamente, trayendo agua caliente, toallas y sus ropas para el día. Heria cerró los postigos sin decir nada y dejó que la desvistieran; podían haber estado muertas a juzgar por el caso que hacían del tañido de las campanas. Cuando estuvo desnuda, se metió en la bañera amplia y de fondo plano llena de agua humeante, y las doncellas la frotaron suavemente con esponjas perfumadas traídas de las relucientes profundidades del Levangore. Envolvieron su blanco cuerpo en toallas calientes, y ella se dispuso a salir de la bañera y examinar las prendas que le habían traído para que escogiera.

El sultán entró en la habitación sin solemnidades ni ceremonias, frotándose los dedos cargados de anillos.

—¡Ah! ¡Te he atrapado!

Todas las doncellas se arrodillaron, pero Heria continuó en pie.

—Mi señor, estoy haciendo mis abluciones.

—¡Continúa con ellas! —Aurungzeb lucía una blanca sonrisa entre la inmensa oscuridad de su barba. Se sentó sobre una crujiente silla y se arregló la túnica en torno a su panza globular. El puñal curvado que llevaba en la faja de la cintura asomaba como si lo hubieran plantado allí—. No creo que vea nada que no haya visto antes. Sigues siendo mi esposa, después de todo, y una mujer con un cuerpo magnífico. Suelta esas toallas, Ahara; ni siquiera las reinas deben mantener su dignidad todo el tiempo.

Ella obedeció y permaneció en pie como una estatua blanca y desnuda, mientras las doncellas seguían arrodilladas y Aurungzeb la estudiaba apreciativamente, ignorante o inconsciente del odio que centelleaba en los ojos de ella.

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