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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (28 page)

BOOK: Naves del oeste
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—Espléndida, todavía espléndida. ¿Oyes las campanas? Claro que las oyes. He pensado que sería yo quien te lo dijera. La unión que he perseguido durante tanto tiempo ha concluido. Esta mañana, nuestra hija se casará con Corfe de Torunna, y nuestros reinos quedarán indisolublemente unidos para la posteridad. Un día, un nieto mío gobernará Torunna. ¡Ja, ja!

La sangre se agolpó en el rostro de Heria.

—Esto no debía ocurrir tan pronto. Debíamos estar presentes en la ceremonia. Yo… yo tenía que entregarla. Lo habíamos hablado.

Aurungzeb agitó una mano velluda.

—Resultó imposible, finalmente. Y, ¿qué significa una simple ceremonia, después de todo? Acaban de enterrar a su reina. Corfe se marchará a la guerra muy pronto, y será mejor que trate de plantar una semilla en Aria antes de irse.

Heria salió de la bañera chorreando y agarró una bata de manos de una de las petrificadas doncellas, envolviéndose con ella. Sus ojos centelleaban pero estaban vacíos, como si contemplaran alguna crueldad que sólo ella podía ver.

—Yo debía estar allí —repitió en un murmullo—. Yo quería verlos. Yo…

Aurungzeb empezaba a irritarse.

—Sí, sí, ya sabemos todo eso. Los asuntos de estado interfirieron. No podemos tener todo lo que deseamos en este mundo. —Se levantó de la silla y se acercó a ella—. Olvídate de ello. Ya está hecho. —Le levantó la barbilla y estudió su rostro. Ella miraba fijamente hacia delante, como si él no existiera, y el sultán frunció el ceño—. Reina o no, eres mi esposa, y obedecerás mi voluntad. ¿Crees que el mundo se quedará quieto para obedecer a tus caprichos? —Cuando la soltó, sus dedos habían dejado marcas rojas en la mejilla de la reina.

Los ojos de Heria regresaron a la habitación. Al cabo de un momento, sonrió.

—Mi sultán, tenéis razón, como siempre. ¿Qué puedo saber yo de los asuntos de estado? No soy más que una mujer.

Su mano buscó la de Aurungzeb, la levantó y la introdujo por el escote de su bata, para que acariciara uno de sus pechos redondos. La expresión del sultán cambió.

—A veces necesito que me recordéis que soy una mujer —dijo Heria, enarcando una ceja. Aurungzeb se lamió el labio inferior, humedeciéndose el mostacho.

—Dejadnos —dijo a las doncellas con un gruñido—. La reina y yo queremos hablar en privado.

Las doncellas se pusieron en pie y salieron de la habitación con la cabeza inclinada. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ellas, Aurungzeb sonrió. Alargó un brazo y apartó la bata de Heria, que resbaló hasta su cintura.

—Ah, todavía eres hermosa —susurró, sonriendo—. Cariño, siempre supiste cómo…

La mano de Heria, que había estado acariciando la faja en torno a la voluminosa cintura del sultán, se cerró en torno a la empuñadura de marfil del puñal. Lo sacó con un movimiento rápido.

—Pero tú nunca supiste nada —dijo. Y lo acuchilló profundamente en el vientre, retorciendo la hoja y abriendo la carne de modo que sus entrañas asomaron por la herida, y la sangre fluyó con ellas. Aurungzeb cayó de rodillas con un jadeo atónito, tratando en vano de unir su carne lacerada.

—Guardias… —Pero la palabra fue poco más que un susurro estrangulado. Cayó de costado en un charco cada vez mayor de su propia sangre, poniendo los ojos en blanco. Sus piernas se retorcían y pateaban inútilmente—. ¿Por qué…?

Su reina lo miró con desprecio, con el cuchillo ensangrentado todavía apretado en un pequeño puño.

—Mi nombre es Heria Car–Gwion de la ciudad de Aekir, y mi verdadero esposo es, y siempre lo ha sido, Corfe Cear–Inaf, antiguo oficial de la guarnición de Aekir y ahora rey de Torunna. —Sus ojos se clavaron en el rostro moribundo y horrorizado de Aurungzeb—. ¿Lo entiendes?

El sultán de Ostrabar emitió un gorgoteo. Sus ojos aterrados parecieron relucir con un pensamiento horrible. Una mano se apartó de la enorme herida y trató de alcanzar a Heria como una garra. Ella se apartó, dejando huellas descalzas en su sangre, y lo observó en silencio mientras sus movimientos se volvían cada vez más débiles. Aurungzeb intentó gritar de nuevo, pero la sangre le llenó la boca y se derramó por su rostro. Ella dejó caer su bata sobre el rostro convulso del sultán, y permaneció desnuda, observando sus esfuerzos infructuosos bajo la tela. Finalmente, Aurungzeb quedó inmóvil. Las lágrimas corrían por el rostro de Heria, pero sus rasgos estaban impasibles como los de una cariátide.

Parpadeó, y pareció darse cuenta del arma que llevaba en la mano. Tenía el brazo escarlata hasta el codo. Hubo una llamada a la puerta, suave pero insistente.

Heria miró a su alrededor a través de una neblina de lágrimas, y sonrió. Luego hundió profundamente la afilada hoja en su propio pecho.

Capítulo 15

La enorme cama dominaba como una fortaleza el dormitorio real, un lugar muy poco acogedor. Parecía haber sido construida para cobijar obligaciones y no placeres. Corfe había dormido solo en ella durante catorce años.

Estaba frente a una chimenea lo bastante amplia para asar un cerdo entero, calentándose las manos innecesariamente sobre las altas llamas. La misma habitación, el mismo anillo en su dedo, pero pronto habría una mujer diferente calentando el lecho. Tomó la copa de vino que relucía discretamente sobre la alta repisa, y bebió la mitad de un solo trago. Por el sabor que notó, podía haber sido agua.

Desde luego, había sido una ceremonia discreta. Sólo Formio, Comillan y Haratta habían estado presentes como testigos, y Albrec había sido breve y directo, gracias a Dios. Aria se había quitado el velo y la capucha, pues era ya una mujer toruniana, y había inclinado la cabeza cuando el pontífice depositó la delicada filigrana de la corona de reina sobre sus trenzas oscuras.

Corfe se frotó el pecho con aire ausente. Desde aquella mañana, sentía en su interior un dolor que no podía explicar. Había empezado durante la ceremonia de boda, y era como el latido apagado de un golpe.

—Adelante —dijo, cuando hubo una llamada a la puerta, tan suave que resultó apenas audible.

Una pequeña procesión penetró en la alcoba. En primer lugar aparecieron un par de doncellas merduk portando velas encendidas; luego Aria, con el cabello negro suelto y una capa oscura sobre los hombros, y finalmente Haratta, con otra vela. Corfe observó desconcertado mientras las tres mujeres rodeaban a Aria como si quisieran protegerla. La capa cayó junto a la cama, y Corfe sólo entrevio una forma blanca que se deslizó bajo el edredón antes de que Haratta y las doncellas se volvieran. Las doncellas salieron de la habitación como si estuvieran en trance, sin parpadear siquiera cuando la cera de sus velas les goteaba sobre el dorso de las manos, pero Haratta se detuvo.

—Os la hemos entregado intacta, majestad, y hemos cumplido con nuestro deber. Esperamos que os complazca. —La mirada en los ojos de Haratta parecía desearle todo lo contrario—. Estaré fuera, si necesitáis algo.

—Nada de eso —espetó Corfe—. Regresaréis a vuestra habitación de inmediato. ¿Está claro? —Haratta se inclinó sin hablar y salió de la habitación.

La alcoba pareció muy oscura al desaparecer las velas, iluminada sólo por el resplandor rojo del fuego. Corfe bebió el resto de su vino. En la enorme cama, el rostro de Aria era como el de una muñeca olvidada. El rey se quitó la casaca y se sentó a un lado de la cama para despojarse de sus botas, deseando no haber bebido tanto vino. O haber bebido más.

Las botas volaron a través de la habitación, seguidas por las calzas. La diadema de Kaile Ormann fue depositada con más respeto sobre la mesa baja junto a la cama. Corfe se frotó el rostro con los dedos, pensando en lo absurdo de todo aquello, en los giros del destino que habían hecho que él acabara en la misma cama que aquella muchacha. Mejor no darle vueltas.

Se deslizó bajo las sábanas, sintiéndose cansado, algo ebrio y viejo. Aria dio un salto cuando él la rozó. Estaba fría.

—Ven aquí —le dijo—. Pareces un carámbano.

La rodeó con sus brazos. Él estaba caliente por el fuego, pero ella estaba helada y temblorosa. Parecía muy delgada y frágil entre sus brazos. Corfe acercó el rostro a su cabello, y se quedó sin aliento.

—Ese perfume que llevas. ¿De dónde lo has sacado?

—Fue un regalo de despedida de mi madre.

Corfe permaneció en silencio. Hubiera podido echarse a reír. Había comprado aquel perfume cuando era joven, para su joven esposa. Al parecer, todavía se vendía en los bazares de Aekir.

Se apartó de la temblorosa muchacha y contempló la luz de las llamas que danzaba en el alto techo.

—Mi señor, ¿os he ofendido? —preguntó ella.

—Ahora eres mi esposa, Aria. Llámame Corfe. —La atrajo hacia sí. La muchacha había entrado en calor, y se quedó tumbada sobre el hueco de su brazo, apoyándole la cabeza en el hombro. Cuando él no se movió, ella empezó a recorrer un montículo de tejido cicatrizado en su clavícula.

—¿Qué te hizo esto?

—Un
tuluiar
merduk.

—¿Y esto?

—Esto fue… Diablos, no me acuerdo.

—Tienes muchas cicatrices, Corfe.

—He sido un soldado toda mi vida.

Aria quedó en silencio. Corfe sintió que le invadía el sueño; sus ojos estaban a punto de cerrarse. Era muy agradable estar tumbado de aquel modo. Apoyó una mano en la suave cadera de Aria y recorrió la curva de su muslo. En aquel momento, algo se encendió en su interior. Se situó sobre ella, soportando su peso con los codos, y tomó el rostro de la muchacha con las manos. Aria abrió la boca, sorprendida.

Aquel rostro entre sus manos, aquel cabello oscuro desplegado junto a él. Los recuerdos inundaron su mente. Inclinó la cabeza y la besó en los labios. Ella respondió tímidamente, pero luego pareció contagiarse de la urgencia de Corfe y algo más ansiosa o, al menos, ansiosa de complacer.

Trató de no hacerle daño, pero ella emitió un grito pequeño y agudo, y le clavó las uñas en la espalda. No tardó mucho. Cuando hubo concluido, Corfe se tumbó junto a ella y volvió a contemplar el techo, pensando «ya está». Le escocían los ojos, y en las tinieblas se encontró parpadeando, como si estuviera frente al resplandor implacable del sol.

—¿Siempre duele tanto? —preguntó Aria en voz baja.

—¿La primera vez? Sí, no… Supongo que sí.

—Debo darte un hijo. Me lo ordenó mi padre —continuó ella. Le tomó la mano bajo el edredón—. No ha sido tan malo como pensaba.

—¿No? —Corfe sonrió irónicamente. No podía verle la cara, pero se sintió agradecido por su calor, el contacto de su mano y su suave voz. La volvió a tomar en brazos, y Aria continuaba hablando cuando Corfe se hundió en un sueño profundo y reparador.

Un martilleo en la puerta hizo que se incorporara de golpe, totalmente despierto al instante. El fuego era un destello volcánico en la chimenea. Los trozos de cielo visibles tras los postigos eran negros como el carbón; aún no había amanecido.

—Majestad —dijo una voz al otro lado de la puerta—, noticias de Ostrabar. Noticias muy urgentes. —Era Felorin.

—Muy bien. Salgo en un momento. —Se vistió y calzó mientras Aria lo observaba con los ojos muy abiertos, tapada hasta la barbilla. Corfe vaciló y la besó en los labios—. Duérmete. Ahora vuelvo. —Le acarició el cabello y le sonrió, volviéndose a continuación.

El palacio estaba todavía a oscuras, con unas pocas lámparas encendidas en las paredes. Felorin llevaba una linterna que, mientras los dos hombres avanzaban por los vacíos corredores, convertía sus sombras en marionetas danzantes sobre los muros.

—Es Golophin, majestad —dijo Felorin a Corfe—. Está en el salón de armas, y se niega a hablar con nadie más que con vos. El alférez Baraz me ha informado de su regreso. Ha estado en Aurungabar mediante algún tipo de magia, y algo ha ocurrido allí. Me he tomado la libertad de despertar también al general Formio, majestad.

—Has hecho bien. Sigue adelante.

El salón de armas era una gran oscuridad cavernosa, a excepción de un extremo, donde se había encendido un fuego en la enorme chimenea y movido una mesa sobre la que ardía una sola lámpara. Golophin estaba de espaldas al fuego, y su rostro era una máscara deforme, imposible de leer. Formio estaba sentado a la mesa, rodeado de pergaminos, plumas y tinta, y el alférez Baraz permanecía en pie entre las sombras.

—¡Golophin! —ladró Corfe. Formio se levantó al verlo entrar—. ¿Qué noticias traes?

El mago miró a Baraz y a Formio con aire inquisitivo.

—No pasa nada. Habla.

El rostro de Golophin no cambió; seguía siendo una máscara terrible, desprovista de expresión.

—He estado en Aurungabar, no importa cómo. Parece que tanto el sultán como su reina han sido asesinados esta mañana.

Nadie habló, aunque incluso Formio parecía estupefacto. Corfe alargó el brazo hacia una silla y se sentó en ella como un anciano.

—¿Estáis seguro? —preguntó Baraz.

—Muy seguro —espetó el anciano mago—. Hay una gran confusión en la ciudad, y multitudes presas del pánico en las calles. Han conseguido mantenerlo en silencio durante un par de horas, pero luego alguien se ha ido de la lengua y ahora es del dominio público. —Vaciló, y había algo parecido al disgusto en su voz cuando añadió—: Todo esto me resulta familiar.

Todos miraron a Corfe, pero el rey permanecía sentado con los codos apoyados en las rodillas y los ojos totalmente inexpresivos.

—¿Aruan? —preguntó Formio al fin.

—Eso sospecho. Debe de haber introducido un agente en el palacio.

Estaba muerta. Heria estaba muerta. Corfe habló al fin.

—¿Esta mañana, has dicho?

—Sí. en torno a tres horas antes del mediodía.

Corfe se frotó el pecho. El dolor había desaparecido, pero algo peor había ocupado inexorablemente su lugar. Se aclaró la garganta, tratando de aclararse también la mente.

—Nasir —dijo—. ¿A qué altura del camino se encuentra?

—Mi familiar está con él ahora. Está a diez leguas al este de Khedi Anwar, al frente de quince mil hombres, el ejército que debía traer aquí.

—¿Lo sabe?

—Se lo he dicho, majestad, sí. Ya ha levantado el campamento y está regresando por donde ha venido.

—Necesitamos a esos hombres —dijo Formio en voz baja.

—Ostrabar necesita un sultán —replicó Golophin.

—Es un muchacho, no ha cumplido los diecisiete.

—El ejército lo apoya. Y es el heredero reconocido de Aurungzeb. No hay otro.

Corfe levantó la cabeza.

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