El marinero de agua dulce en cuestión era Bleyn. El muchacho consiguió avanzar por el combés hasta el alcázar, y se plantó chorreando frente a Hawkwood, con el rostro resplandeciente y enrojecido por el viento.
—¡Mejor que un buen caballo! —gritó por encima del viento, y Hawkwood se encontró sonriendo al muchacho. Era valiente, por lo menos.
—Ve abajo, Bleyn, y cambiate de ropa. Y cuida de tu madre. Está indispuesta.
—¡Sí, señor! —Hawkwood lo observó alejarse con un inexplicable dolor en el corazón.
—Parece un buen muchacho. Me extraña que no fuera presentado en la corte —dijo Isolla. Hawkwood se había olvidado momentáneamente de ella.
—También será mejor que vos vayáis abajo, señora. La cubierta puede ponerse un poco difícil.
—No me importa. Parece que me he acostumbrado al fin al movimiento del barco, y el aire es un verdadero tónico.
Sus ojos relucían. No era una belleza, pero había en ella una fuerza, una entereza que daba vida a sus rasgos y que de algún modo invitaba a responderle con la misma franqueza. Sólo desentonaba la cicatriz morada en un lado de su cara. A ojos de Hawkwood, aquella cicatriz no la hacía más fea, pero le obligaba a recordar su deuda con ella cada vez que la veía.
«¿En qué me he convertido? ¿En una especie de adolescente enamorado?», pensó. Había algo en él que respondía a sus tres pasajeros de modo muy distinto, pero habría preferido saltar por la borda a intentar profundizar en aquellas sensaciones. Dio gracias a Dios por el incesante trajín del barco, que le mantenía la mente ocupada.
Recordaba la carta de su camarote tan fácilmente como algunos hombres podían recordar un pasaje de un libro leído con frecuencia. Si continuaba con aquel rumbo pasaría a unas diez o quince leguas del extremo suroeste de Gabrion. Aquello estaba muy bien, pero si el viento del sur empezaba a soplar frente a Calmar, apenas tendría margen a sotavento para maniobrar. Y conseguir más espacio significaría consumir más tiempo. Tal vez dos días.
Las cifras y ángulos se combinaron en su cabeza. Sintió que Isolla le observaba con curiosidad, pero la ignoró. La tripulación no se acercó a él. Sabían lo que estaba haciendo, y también que necesitaba tranquilidad para tomar la decisión en su mente.
—Mantened el rumbo —dijo finalmente a Arhuz. Las palabras de Bleyn habían inclinado la balanza. No podían desperdiciar el tiempo. Tendría que correr el riesgo de aprovechar el viento del sur, y conseguir margen de maniobra haciendo todos los cambios menores que pudiera. La decisión dejó su mente clara, y la tensión abandonó la cubierta. Estudió la inclinación de las velas. Las latinas de los palos trinquete y mayor aguantaban bien por el momento. Las dejaría como estaban hasta que el viento empezara a virar, si es que lo hacía. No era necesario llamar a todos los hombres. El turno de abajo podía seguir roncando tranquilamente en sus hamacas.
—¡Contramaestre! —vociferó—. No vamos a izar las velas redondas. Mantendremos las latinas, por el momento. Que bajen esos aparejos.
Permaneció en el alcázar mientras la tripulación se dirigía a los obenques de mesana y empezaba a luchar por cada puñado de vela, atándola a un briol de la verga. El movimiento del
Liebre de mar
se volvió algo menos violento, pero cuando Hawkwood contempló el mar y las nubes más de cerca, se dio cuenta de que el tiempo iba a empeorar. Se acercaba un chubasco por el oeste; podía ver la línea blanca de su furia azotando un oleaje ya endurecido, mientras que por encima del agua las nubes se hincharon, se oscurecieron y empezaron a acercarse como un titán, con la parte inferior resplandeciendo a la luz de los relámpagos.
Él y Arhuz se miraron. Había algo inquietante en la implacable velocidad de aquella línea de aguas perturbadas.
—¿De dónde diablos ha salido eso? —preguntó Arhuz, extrañado.
—¡Todos los hombres! —vociferó Hawkwood—. ¡Todos los hombres a cubierta! Arhuz, recoged el trinquete y la vela mayor, deprisa.
Los hombres que no estaban de servicio ascendieron por las escotillas, echaron una ojeada a la tempestad que se aproximaba y empezaron a trepar por los obenques, bostezando y tratando de liberarse de la sensación de sueño.
—¿Ocurre algo, capitán? —preguntó Isolla.
—Id abajo, señora. —El tono de Hawkwood no admitía réplica, y ella obedeció sin más palabras.
La vela de mesana estaba cargada y la mayor atada, pero los hombres todavía luchaban por controlar la inquieta lona del trinquete cuando les alcanzó el chubasco.
En el espacio de cuatro minutos el cielo se oscureció, sumiéndolos en una penumbra móvil y azotada por la lluvia, donde el viento aullaba y los relámpagos estallaban en torno a su cabeza. El chubasco golpeó al
Liebre de mar
por la cuadra de estribor, e inmediatamente lo desvió un punto de su rumbo. Hawkwood ayudó a los dos timoneles a combatir los tirones de la rueda, y mientras la lluvia, densa y cálida, caía sobre su mejilla derecha, observaron la brújula de la bitácora y, por la pura fuerza de sus brazos, obligaron al barco a virar un punto, luego dos y luego tres hasta que el saltillo señaló al este–nordeste y el barco empezó a navegar con el viento en la popa.
Sólo entonces pudo Hawkwood levantar la vista. Vio que el trinquete había escapado de las manos de los hombres de las vergas, y estaba volando en grandes jirones inquietos. La pesada lona estaba sembrando el caos en los estayes, partiendo sogas y astillando el maderamen hasta el botalón de foque. Mientras observaba, los marineros consiguieron cortar el grátil de la verga, y la vela despegó como un enorme pájaro pálido, perdiéndose en la espumeante oscuridad de delante.
El castillo de proa del
Liebre de mar
estaba llenándose de agua verde, que inundó el combés al elevarse la proa, derribando a los hombres, entrando por las escotillas e inundando los camarotes principales. Hawkwood se encontró contemplando un furioso cielo gris pizarra por encima del bauprés y, al elevarse la popa del barco, las olas se irguieron como fantasmas oscuros y cubiertos de espuma para chocar de nuevo contra la proa.
Arhuz estaba instalando cuerdas de salvamento y asegurando los guarnes de los botes en los botalones. Hawkwood gritó al oído del timonel jefe:
—¡Así, muy bien, así!
La respuesta se perdió entre el rugido de las olas y el viento, pero el marinero asintió con la cabeza. Hawkwood se dirigió al combés con el cuidado propio de un hombre escalando un acantilado en una galerna. Las cubiertas en forma de caparazón se libraban del agua admirablemente, pero las olas habían superado los alféizares que protegían las entradas a las escalas, y Hawkwood podía notar el peso extra del agua en el barco, volviéndolo más rígido y por tanto más propenso a hundir el bauprés. El mar les seguía, y Hawkwood agradeció a Dios que el jabeque no tuviera la popa cuadrada como la mayor parte de los barcos en los que había navegado, con lo que las olas que el viento les arrojaba se deslizaban bajo la bovedilla sin mayor problema. Hawkwood se encontró admirando su grácil barco y su contagioso entusiasmo por cabalgar sobre el monstruoso oleaje.
—¡Navega muy bien! —gritó al oído de Arhuz. El merduk sonrió, con un centelleo de dientes blancos sobre su rostro moreno.
—Sí, señor, siempre fue un barco obediente.
—Pero necesitaremos hombres en las bombas, y las lonas de las escotillas se están soltando. Que el carpintero suba a cubierta a clavarlas de nuevo.
—Sí, señor. —Ahruz se marchó, ayudándose con las cuerdas de salvamento recién instaladas.
Hawkwood comprendió que lo que más les ayudaba era la falta de cañones pesados. El peso de un par de docenas de culebrinas en cubierta levantaba el centro de gravedad de un barco y lo hacía mucho menos navegable. Era la diferencia entre un hombre corriendo con un paquete a la espalda y otro corriendo sin carga. El jabeque avanzaba ante el viento sólo con el impulso de la vela de mesana braceada, pero su velocidad era notable. Tal vez demasiado notable. Una visión de la carta todavía clavada a su mesa acudió a su mente. Se dirigían directamente a la costa oeste de Gabrion, y allí no había ningún punto de desembarco seguro en muchas leguas en cualquier dirección; los promontorios de aquella tierra se cernían sobre el mar como los implacables revellines de una fortaleza. Debían cambiar de rumbo si no querían ser arrojados contra la costa y convertirse en astillas. Hawkwood cerró los ojos mientras el agua espumeaba en torno a sus pies. Poner rumbo al norte sería la apuesta más segura. En cuanto hubieran rodeado la gran península rocosa llamada la Queja, encontrarían fondeaderos en abundancia en la costa norte de Gabrion, mucho más llana. Pero ello significaría abandonar la ruta del sur; tendrían que pasar por el estrecho de Malacar, lo que se había esforzado tanto por evitar.
Abrió los ojos y volvió a estudiar el cielo bajo. Los chubascos repentinos como aquél eran poco habituales, pero en ningún modo desconocidos en el mar Hebrio. En su mayor parte, pasaban rápidamente, un torbellino breve y caótico muy peligroso en los primeros minutos. Pero todos los horizontes se habían oscurecido, y el sol había desaparecido. El chubasco continuaría durante un día o dos, por lo menos. La ruta del sur era demasiado arriesgada. Maldijo en silencio. Tendrían que poner rumbo al norte en cuanto el barco pudiera soportarlo.
Parpadeó para sacudirse el agua de los ojos. Por un momento…
Y entonces estuvo seguro. Había visto algo allí arriba, contra las oscuras nubes, una sombra o grupo de sombras moviéndose con el viento. Se le heló la sangre. Permaneció observando, con los ojos muy abiertos, pero no vio nada más que las nubes galopantes, el parpadeo de los relámpagos y la cortina plateada de la lluvia.
Al menos había un pie de agua en su camarote, balanceándose adelante y atrás con el movimiento del barco. Una linterna cubierta y fijada en un cardán todavía ardía débilmente, y Hawkwood abrió un poco más la ranura para obtener más luz, se inclinó sobre la carta y tomó el compás. Navegar a ciegas, con una costa rocosa a sotavento y el barco corriendo a toda velocidad hacia ella con el viento en popa. La pesadilla de un navegante. Se limpió el agua salada de los ojos, y se obligó a concentrarse, calculando la velocidad del barco y trazando su rumbo. Los resultados de sus cálculos le hicieron silbar en silencio, y arrojó a un lado el compás con algo parecido a la furia. Aquel chubasco no había tenido nada de natural, de ello estaba seguro. Había surgido de un cielo claro en el momento apropiado, y pretendía estrellarlos contra las rocas de Gabrion. Seguiría soplando hasta haber cumplido su misión.
—Bastardos.
Tomó una botella de brandy y bebió directamente, sintiendo que el licor le encendía las entrañas, preguntándose si el jabeque soportaría un cambio de rumbo hacia el norte. Recibiría el viento justo de través por babor, con riesgo de zozobrar. Hawkwood tenía que tomar pronto una decisión. A cada minuto que pasaba perdían espacio de maniobra, acercándose cada vez más a aquella costa mortífera.
Una llamada a la puerta del camarote. Estaba abierta, balanceándose adelante y atrás por la presión del agua que se agitaba en el suelo. Hawkwood no se volvió, y tampoco se sorprendió al oír la voz de Isolla, algo ronca.
—Capitán, ¿puedo hablar con vos?
—Desde luego. —Volvió a tomar un trago de la botella de brandy como si pudiera encontrar allí la inspiración.
—¿Cuánto tiempo pensáis que durará esta tormenta? Los marineros parecen muy preocupados.
—Estoy seguro de que lo están, señora —sonrió Hawkwood. El movimiento del barco envió a Isolla contra el umbral de la puerta. Hawkwood la sujetó con una mano. Su capa estaba empapada y fría. Isolla estaba tan mojada como él.
—Creo que los himerianos nos han encontrado —dijo finalmente Hawkwood—. Son ellos los que han conjurado este chubasco. No es lo bastante violento para amenazar al barco (todavía no), pero nos obliga a ir Adónde no queremos ir. —Señaló la carta, que se estaba arrugando por la humedad—. Si no puedo cambiar pronto de rumbo, nos estrellaremos a toda velocidad contra las rocas de Gabrion. Han calculado muy bien el momento del chubasco.
Isolla pareció sobresaltarse.
—¿Cómo pueden enviar un hechizo desde una distancia tan grande? Hebrion está a cientos de millas de nosotros.
—Lo sé. Creo que debe de haber otro barco por ahí, en algún lugar fuera del alcance de la tormenta. Los brujos del clima sólo pueden mantener un hechizo cada vez. Creo que han usado la magia para acelerar su propio barco hasta tenernos a su alcance, y luego han cambiado el foco y desatado esta tormenta, que creen que acabará por destruir el barco.
—¿Y lo destruirá?
—Incluso una tormenta sobrenatural puede capearse como cualquier otra, con una navegación competente y algo de suerte. ¡Todavía no nos han vencido! —Sonrió. Tal vez se debía al brandy, o a la tormenta, pero se sentía como si todo estuviera permitido—. Estáis empapada. Debéis intentar manteneros fuera del agua. Recogeos en vuestra litera bajo una manta si es necesario.
Ella se encogió de hombros y sonrió con sarcasmo.
—El agua entra por la puerta y por el techo. Creo que no hay un solo lugar seco en todo el barco.
Hawkwood se inclinó hacia ella, llevado por un impulso, y le besó los fríos labios.
Isolla se apartó, estupefacta. Se llevó una mano a la boca.
—¡Capitán, olvidáis vuestra posición! Recordad quién soy.
—Nunca lo he olvidado —dijo Hawkwood, indiferente—, desde aquel día en la carretera, hace muchos años, cuando vuestro caballo perdió una herradura, y vos me servisteis vino en la torre de Golophin.
—¡Soy la reina de Hebrion!
—Hebrion ya no existe, Isolla, y dentro de un día o dos podemos estar todos muertos. —Trató de abrazarla, pero ella retrocedió. Hawkwood la acorraló junto a la puerta, y apoyó las manos en el mamparo a cada lado de ella, con la botella aún agarrada en un puño. A su alrededor, el barco se movía y gemía, y el agua fría se revolvía en torno a sus pies, mientras el viento aullaba en cubierta como un ser vivo, una amenaza consciente. Hawkwood inclinó la cabeza y la volvió a besar, enviando al diablo toda precaución. En aquella ocasión ella no se apartó, pero fue como besar una estatua de mármol, con un toque de sal sobre la piedra.
Apoyó la frente en el hombro mojado de Isolla con un gemido.
—Lo siento.
El momento durante el cual todo había parecido posible se desvaneció como el espejismo que había sido, esfumándose como los vapores del brandy en su cabeza.