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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (21 page)

BOOK: Naves del oeste
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Apoyó una mano en la frente de la reina, que abrió los ojos, rozándole la mano con las pestañas.

—Ahora descansad.

El dweomer en Odelia se había convertido en un ascua humeante. Nunca volvería a encenderse, pero era lo único que la mantenía con vida. Aquello, y la voluntad indomable de aquella mujer. Podía haber sido una maga; la promesa estaba allí, pero nunca había tenido acceso al adiestramiento necesario para hacer florecer sus poderes. La rabia se apoderó de Golophin. ¿Cuántos otros, humildes o exaltados en aquel torturado mundo, habían desperdiciado sus dones de modo similar? Bardolin tenía razón. El mundo podía haber sido diferente, todavía podía serlo. Tal vez aún había tiempo.

Hizo dormir a Odelia con un sueño profundo y reparador, y con sus propios poderes avivó aquella última ascua que ardía en su interior, la ayudó a cobrar un último destello de vida. Luego se reclinó en su silla, se sirvió algo más del fragante vino, y meditó sobre el rumbo torcido de un mundo cada vez más oscuro.

Capítulo 11

Aurungzeb se removió perezosamente, con un siseo de seda en torno a las piernas.

—Me gusta esa mujer. Siempre me ha gustado. Directa como un hombre, pero con una mente sutil como la de un asesino.

Dio una vuelta sobre la cama, y la resistente estructura de madera crujió bajo su peso. La muchacha de piel blanca que compartía el lecho con él se apartó ágilmente cuando la enorme silueta del sultán se aquietó al fin con un suspiro de satisfacción.

El anciano visir Akran se apoyaba en un bastón que antaño había sido ceremonial, pero que se había vuelto genuinamente necesario. Estaba al otro lado de la cortina de fina seda que colgaba como una niebla en torno a la enorme cama de cuatro columnas del sultán.

—Es una mujer… notable, mi sultán, hay que admitirlo. ¡Hacer los arreglos para la boda de su esposo, mientras ella, su mujer, continúa con vida! Eso revela una fuerza de voluntad formidable.

—Él accederá, por supuesto. Pero me preocupa, de todos modos. Tal vez enviamos nuestra embajada demasiado pronto. No estoy convencido de que Corfe sea capaz de ver más allá de esta precipitación tan poco apropiada. Es un hombre frío y cruel como un lobo en invierno, pero tiene cierto sentido de la propiedad. Esos ramusianos (bueno, supongo que ya no son ramusianos, sino nuestros hermanos en la fe) ven el matrimonio de un modo muy distinto al nuestro. El Profeta, que Dios lo tenga en su gloria, nunca dijo que un hombre debiera tener una sola esposa, y tratándose de un monarca, bueno… ¿Cómo puede un hombre mantener su dignidad con una sola esposa? ¿Cómo puede estar totalmente seguro de que tendrá un hijo para sucederle? La reina de Torunna puede ser una mujer maravillosa en muchos aspectos, pero eso no impidió que su vientre fuera tan estéril como un campo sembrado de sal. O casi. Un solo embarazo en dieciséis años, y encima una niña. Y el parto la convirtió prácticamente en una inválida, según se dice. Si Corfe tiene algo de sangre en las venas, debería saltar de alegría ante esta oportunidad. Una hermosa joven para compartir su cama y darle hijos. Y es muy hermosa, Akran. Tanto como su madre en su momento.

»No, con precipitación o sin ella, la reina de Torunna y yo somos de la misma opinión en este asunto. Y el fruto de esta nueva unión será mi nieto. ¡Piensa en ello, Akran! ¡Mi nieto en el trono de Torunna!

Akran se inclinó, enderezándose con ayuda de su bastón y ahogando un gemido.

—¿Y qué me decís de esa otra unión, majestad? El príncipe Nasir está impaciente por saber algo más sobre su futura novia.

La sonrisa de Aurungzeb se perdió entre la erizada oscuridad de su barba. Se sentó en la cama, ayudado por la muchacha desnuda que estaba junto a él, y mientras ella se apoyaba en su espalda para mantenerlo erguido, él se acarició la barba con una mano gruesa y velluda, sobre la que relucían los anillos como en una constelación brillante y diminuta.

—Ah, sí. La muchacha. Una buena boda, para equilibrar la balanza. —Bajó la voz y contempló la niebla de gasa gris que le rodeaba—. Dicen que es una bruja, ya sabes. Como su madre.

—Puede que sean chismes de la corte, majestad, nada más.

—No importa; el problema será de Nasir, no mío. —Soltó una carcajada atronadora y repentina, sacudiendo los delgados y tensos hombros de la muchacha que lo sostenía.

—El príncipe ha expresado su deseo de ver a esa chica antes de casarse con ella. En realidad, me ha pedido que os transmita su petición de viajar a Torunn para conocer en persona a esa princesa Mirren. —Akran se lamió los labios nerviosamente.

—Se callará la boca y hará lo que yo le diga —dijo Aurungzeb, con el ceño fruncido—. ¿Qué le importa el aspecto de esa chica? Sólo ha de arar su surco y plantar en ella un hijo, y luego podrá tener un jardín de concubinas para entretenerse. ¡Los jóvenes! Se les ocurren unas ideas totalmente absurdas.

—También le gustaría visitar Torunn para…

—¿Qué? Suéltalo ya.

—Quiere conocer la tierra de su madre.

Las cejas de Aurungzeb ascendieron por su rostro como dos orugas atadas a cuerdas.

—¿Le ocurre algo al muchacho?

Akran tosió delicadamente.

—Creo que la reina le ha estado contando historias sobre el pasado de su pueblo. Os ruego que me disculpéis, mi sultán. Me refiero al pueblo al que antes pertenecía.

—Sé a qué te refieres —gruñó Aurungzeb—. Y era consciente de ello. Le ha estado llenando la cabeza con historias de John Mogen y Kaile Ormann. Más le valdría hablarle de Indun Meruk o Shahr Baraz.

Con un esfuerzo titánico, el sultán se levantó de la cama. Pugnó por atravesar el fino velo que la rodeaba y atarse la bata de seda. Descalzo, se dirigió a una pequeña mesa dorada que centelleaba a la luz de las lámparas colgadas del techo. Las plantas de sus pies resonaron con fuerza sobre el suelo de mármol, pues era un hombre inmenso con el vientre pendular. Levantó suavemente el extremo de su barba de la pechera de la bata y se sirvió una copa de líquido ámbar y olor intenso de una jarra de plata.

Tomó un sorbo, y su rostro cambió. Ya no había rastro de buen humor en él. Sus ojos eran piedras negras.

—¿Qué sabemos de la situación actual en Gaderion? —espetó.

—Se ha luchado a campo abierto entre las dos líneas defensivas, majestad, y los torunianos pueden haber llevado la peor parte. En cualquier caso, nuestros espías dicen que el reclutamiento ha empezado, y que se ha declarado la ley marcial.

—Va a querer tropas, según los términos del tratado —gruñó Aurungzeb—. Supongo que tendré que enviarle algunas. Somos aliados, después de todo, y con esos matrimonios… —Se interrumpió, hundiendo la barbilla en el pecho—. Hay ocasiones, Akran, en que me pregunto si todo esto no habrá sido más que un sueño. Todo lo que ha ocurrido desde Armagedir. Aquí estamos, dos países cuya religión es la misma en todo excepto en nombre, a punto de unirse gracias a los lazos dinásticos; unos lazos tan fuertes que, si hay descendencia, las dos líneas reales se convertirán en una sola. Y, sin embargo, hace veinte años, cada uno se esforzaba por aniquilar al otro en la guerra más salvaje que la historia haya visto. A las viejas costumbres no les ha costado morir; se han desvanecido como la niebla matutina al salir el sol. Trato de convencerme a mí mismo de que todo esto es beneficioso para nuestros pueblos, pero hay algo en mi interior que continúa estupefacto, y que sigue esperando a que la guerra vuelva a empezar.

»Y luego este Segundo Imperio, surgido de la nada y decidido a dominar el mundo con su vacua teología… —Sacudió la cabeza como un viejo oso desconcertado—. Tiempos extraños, sin duda.

Meditó un rato más.

—Te diré algo. Nasir irá a Torunn. Dirigirá el contingente de refuerzos que el tratado nos obliga a enviar, y verá el rostro de su futura esposa. Pero también hará un informe de primera mano sobre el estado de las fuerzas militares torunianas y la situación actual en el paso. Su entusiasmo puede sernos de más utilidad que las intrigas entre las sombras de nuestros espías.

—Es muy joven, majestad…

—Bah, a su edad yo ya había luchado en media docena de batallas. Esta generación joven no tiene ni idea… —Aurungzeb se detuvo, interrumpido por el sonido de las puertas de la estancia al ser abiertas por un par de eunucos de cráneo rasurado.

Una mujer alta, vestida de seda azul cobalto, atravesó a grandes zancadas la ornamentada puerta. Un velo cubría su rostro, pero por encima de él sus ojos grises centelleaban bajo las cejas, oscurecidas con antimonio. Tras ella se había congregado un grupo de mujeres veladas y nerviosas, que cayeron de rodillas al ver la mirada airada del sultán. En la cama, la esbelta muchacha se cubrió la cabeza con las sábanas.

—Mi reina… —empezó a decir Aurungzeb con voz de trueno, pero la mujer lo interrumpió.

—¿Qué es eso que he oído sobre un matrimonio entre Aria y el rey de Torunna? ¿Es cierto?

El visir retrocedió discretamente e indicó a los eunucos que volvieran a cerrar la puerta. Ellos obedecieron, y el golpe pasó desapercibido mientras Aurungzeb y su reina se miraban furiosamente.

—Tu presencia en el harén es al mismo tiempo incómoda e insultante —vociferó Aurungzeb—. Una reina merduk…

—¿Es cierto?

Algo pareció abandonar a Aurungzeb, una especie de justa ira. Se volvió, y estudió su olvidada copa de vino, como si quisiera evitar el fuego en los ojos de ella.

—Sí, es cierto. Ha habido negociaciones, y las dos partes están a favor del enlace. Deduzco que tienes alguna objeción.

Ante la sorpresa de Aurungzeb, la reina no dijo nada. El sultán se volvió a mirarla, intrigado, y la encontró rígida como un poste, con las manos apretadas y los hermosos ojos encendidos por encima del velo, llenos de lágrimas que se negaban a caer.

—¿Ahara? —le preguntó sobresaltado.

Ella bajó la cabeza.

—¿A quién se le ocurrió la idea? La esposa del rey aún no ha muerto.

—De hecho, fue ella quien lo sugirió, a través de nuestros correos diplomáticos habituales. Se está muriendo, al parecer, y desea asegurar la sucesión de su esposo. Torunna necesita un heredero varón. ¿Y qué mejor manera de reforzar la alianza entre nuestros dos países? Nasir se casará con la hija de Corfe al mismo tiempo. Será muy conmovedor, estoy seguro. —Aurungzeb hizo una pausa—. Ahara, ¿qué sucede?

Las lágrimas se deslizaban por el interior del velo.

—Por favor, no lo hagas. No obligues a Aria a hacerlo. —Su voz era baja y temblorosa.

—¿Por qué no? —El rostro de Aurungzeb era la viva imagen de la exasperación y la perplejidad.

—Ella es… es tan joven…

Aurungzeb esbozó una sonrisa indulgente y tomó a Ahara entre sus brazos.

—Ya sé que es duro para una madre. Pero estas cosas son necesarias en los asuntos de estado. Te harás a la idea con el tiempo, igual que ella. Ese Corfe no es un mal tipo. Un poco austero, tal vez, pero será bueno con ella. Le conviene serlo; es mi hija, después de todo. Con estas bodas, nuestras casas quedarán unidas para siempre. Nuestros pueblos estarán aún más cerca.

Aurungzeb trató de abrazarla con más fuerza. Era como abrazar un pilar de piedra. Por encima del hombro, dirigió a Akran una mirada significativa. El visir golpeó las puertas de la estancia.

—La reina se marcha. Abrid paso.

Aurungzeb la soltó. Le levantó la barbilla y la besó a través del velo. Sus ojos estaban vacíos, inexpresivos, con las lágrimas secas.

—Eso me gusta más. Así debe portarse una reina merduk. Ahora creo que necesitas descansar, cariño. Akran, que la reina regrese a sus aposentos. Y, Akran, encárgate de que Serrim le dé algo para calmar los nervios. —Otra mirada significativa.

Ahara, o Heria, como se había llamado antes, salió sin más palabras. Aurungzeb permaneció con las manos en las caderas y el ceño fruncido. Era la madre de Nasir, y por lo tanto de un futuro sultán. Y él la había convertido en su reina; ya llevaba casi diecisiete años siendo su esposa. Pero había una parte de ella que siempre mantenía oculta. ¡Mujeres! Muchas veces, eran más difíciles de manejar que los hombres. Creía que Ahara confiaba en el viejo Shahr Baraz, pero en nadie más. Y él… Cualquiera habría dicho que era su padre, por su modo de protegerla.

Se oyó un ronroneo sobre la cama.

—¿Mi sultán? Aquí hace mucho frío. Necesito que me calienten.

Aurungzeb se frotó la barbilla. Ya que Nasir iba a poder ver a su nueva esposa, ¿por qué no tener la misma cortesía con Corfe? Sí, Aria también iría, adecuadamente vigilada por alguien del harén. Su belleza derretiría la severidad altanera de Corfe, que acabaría por ver las ventajas de la idea. Excelente. ¿Y dónde celebrar aquella gloriosa doble boda? Idealmente, en Aurungabar. El templo de Pir–Sar sería un entorno magnífico. No, Corfe insistiría en que fuera en Torunn. Después de todo, era el rey de Torunna. Pero tenía que ser pronto. Aquella guerra estaba estallando a su alrededor y, cuando llegara a su apogeo, Corfe partiría sin duda al campo de batalla, tal vez para no regresar en meses a la capital. Sí, que fuera en Torunn, y enseguida. De hecho, haría que Aria se pusiera en camino al instante.

Entonces Aurungzeb recordó que Odelia aún no había expirado. Dirigió una plegaria rápida y furtiva al Profeta por haber sido tan presuntuoso. Apreciaba y respetaba a la reina de Torunna; su correspondencia había sido un reto muy estimulante. Pero necesitaba que muriera pronto.

La reina de Ostrabar estaba sentada, con la espalda muy rígida, en un diván de sus aposentos, como un jarrón de porcelana guardado en un estuche de terciopelo. A través de los calados decorativos en la madera de los postigos cerrados, contemplaba el bullicio de la ciudad. Aquel lugar había sido su hogar durante toda su vida, aunque bajo aspectos diferentes. Una vez la ciudad se había llamado Aekir, y ella Heria. Pero la ciudad se había convertido en Aurungabar, y ella en Ahara. Era reina, y el hombre que había sido su esposo era rey. Pero en reinos diferentes.

Cuando lo consideraba desde aquel punto de vista, no podía evitar maravillarse ante la broma que el destino les había gastado a ella y a Corfe. Había pasado mucho tiempo. Había dejado atrás su juventud, entrando en la madurez con hijos ya crecidos. Hijos de un hombre por quien no sentía más que aversión.

Y su hija estaba destinada, al parecer, a casarse con el hombre que había sido su esposo.

¿Cómo podía Corfe hacerle aquello, y hacérselo a sí mismo? ¿Tanto había cambiado? Tal vez los años lo habían curado, o endurecido. Tal vez se había convertido en todo un rey, con el pragmatismo de los políticos. ¿Acaso todo era un asunto de estado?

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