Naves del oeste (20 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Naves del oeste
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—No es ningún capricho, créeme. Si mi idea tiene éxito, acabará con el Segundo Imperio. Eso hace que el riesgo valga la pena.

—Entonces, déjame al menos que te acompañe.

—No. Necesito dejar atrás a alguien en quien confíe. Alguien que pueda asumir la regencia si ocurre lo peor.

—Un fimbrio.

—Un fimbrio que es mi mejor amigo, y mi oficial de confianza. Debes ser tú, Formio.

—La nobleza no lo aceptará.

—La nobleza toruniana no es el animal rebelde que era antes; me he ocupado de ello. No, tendrías el apoyo del ejército, y eso es lo que importa. Ahora no hablemos más de esto. Continúa con los preparativos, pero discretamente.

—¿Le contarás nuestro pequeño secreto? —preguntó Formio, señalando con la cabeza a Golophin, que conversaba con el alférez Baraz al otro lado del salón. Casi todos los oficiales habían salido ya, y el fuego crepitaba fuertemente en la repentina quietud. Felorin permanecía vigilante como siempre, entre las sombras.

—Creo que sí. Es posible que pueda hacer alguna sugerencia. Siempre está ese pájaro suyo, de todos modos, algo muy útil con lo que contar.

Formio asintió.

—Sin embargo, Corfe, hay algo… algo en Golophin que no parece estar del todo bien.

—Explícate.

—Tal vez no sea nada. Es sólo que a veces creo que debería odiar más. Ha visto a su rey asesinado, a su país esclavizado, y sin embargo no percibo ningún odio, apenas nada de ira en él.

—¿Qué eres ahora? ¿Una especie de lector de mentes? —sonrió Corfe.

—No confío del todo en él, eso es todo.

Corfe le palmeó la espalda.

—Formio, te estás volviendo viejo e irritable. Te veré más tarde, en el campo de Menin. Repasaremos otra vez esas nuevas formaciones. Pero habla por mí con el intendente general. Averigua de cuánto mineral de hierro podemos disponer.

Formio saludó, giró sobre sus talones y se retiró con la presteza de un joven oficial que acabara de regresar del campo de maniobras.

—Es un buen hombre, creo —dijo Golophin, acercándose a él desde el fuego—. Sois afortunado en vuestros amigos, majestad.

—He tenido suerte, sí —dijo Corfe. Las palabras de Formio le habían intranquilizado. Observó de cerca al anciano mago—. Golophin, has dicho que tenías una fuente digna de confianza en el campamento himeriano. ¿Estaría fuera de lugar que te preguntara quién es?

—Preferiría que su identidad continuara en secreto por ahora. Es un tipo ambivalente, majestad, un hombre inseguro de dónde están sus lealtades. Esos tipos que no pueden decidirse sobre lo que es blanco y lo que es negro resultan patéticos, ¿no creéis? —La sonrisa del mago era astuta y desconcertante.

—Cierto. —Hubo un breve instante durante el cual sus ojos se encontraron, y se libró algo parecido a una lucha de voluntades. Golophin fue el primero en bajar la mirada.

—¿Había algo más, majestad?

—Sí, sí, lo había. Me preguntaba si… es decir… —En aquella ocasión, fue Corfe quien bajó la vista. En voz baja, añadió—: Pensé que podías visitar a la reina. Se encuentra muy mal, y los doctores no pueden hacer nada. Dicen que es la edad, pero yo creo que hay algo más, algo relacionado con tu… área de experiencia.

—Será un placer, majestad. —Y los ojos del mago se encontraron con los de Corfe sin vacilar—. Me halaga que confiéis en mí en un asunto tan trascendental. —Hizo una profunda inclinación—. La visitaré al instante, si os parece bien. Ahora, si me excusáis, majestad, tengo cosas que hacer.

—¿Tu alojamiento es adecuado?

—Más que adecuado, gracias, majestad. —El mago volvió a inclinarse y salió, con su túnica susurrando a su alrededor.

Aquel hombre había servido lealmente y sin flaquear a varios reyes durante más tiempo del que Corfe llevaba vivo. Formio se estaba comportando como un fimbrio cauteloso, eso era todo. El rey de Torunna se frotó las sienes, agotado. «Dios, poder salir del palacio, de la ciudad, volver a montar a caballo y dormir un tiempo bajo las estrellas». En ocasiones pensaba que tenía tantas cosas en la cabeza que un día se hincharía y estallaría como un melón demasiado maduro. Y, sin embargo, cuando estaba en el campo, sentía que tenía la mente clara como la punta de un carámbano.

«Nunca debí convertirme en rey», pensó, como había pensado tantas veces a lo largo de los años. «Pero ahora estoy aquí y no hay nadie más».

Recobró la compostura y se dirigió al fuego, donde aguardaba el alférez Baraz, rígido y olvidado.

—Conoces al gran Golophin, por lo que veo. ¿Qué opinas de él?

Baraz pareció sobresaltarse por la pregunta.

—Me ha preguntado por mi abuelo —dijo de repente—. Pero no he podido contarle gran cosa que no esté en los libros de historia. Escribía poesía.

—¿Golophin?

—Shahr Ibim Baraz, señor. Sus hombres le llamaban «el Viejo Terrible».

—Sí. A veces nosotros también le llamábamos así, además de otras cosas —dijo Corfe irónicamente—. ¿Qué le ocurrió?

—Nadie lo sabe. Abandonó el campamento, y algunos dicen que se dirigió a las estepas de su juventud, en el punto álgido de sus victorias.

—Y fue bueno para Torunna que lo hiciera. Baraz, la princesa Mirren tiene muy buena opinión de ti. Parece pensar que eres un oficial muy galante, y me ha pedido que la acompañes en sus paseos diarios a partir de ahora. ¿Qué dirías a eso?

El rostro de Baraz reveló una mezcla de placer y fastidio.

—Me siento honrado por la confianza de vuestra hija, majestad, y consideraría un gran privilegio escoltarla por las mañanas.

—Pero…

—Pero había esperado que me destinaran al ejército de campo. Todavía no he comandado nada más que una guardia ceremonial, y tenía la esperanza de ser enviado a un tercio.

—De modo que crees que estás perdiendo el tiempo con el personal del estado mayor.

El rostro moreno de Baraz se sonrojó, oscureciéndose más aún.

—En absoluto, señor, pero si un oficial nunca ha dirigido a hombres en el campo de batalla, ¿qué clase de oficial es?

Corfe asintió con aprobación.

—Muy cierto. Haré un trato contigo, Baraz, uno que más te vale no darme motivos para lamentar.

—¿Señor?

—Seguirás escoltando a lady Mirren por el momento, y continuarás asignado al estado mayor como intérprete. De hecho, tendré necesidad de ti en tanto que tal esta misma noche. Pero cuando llegue el momento, te prometo que tendrás un mando de combate. ¿Satisfecho?

Baraz sonrió con aire incierto.

—Estoy a vuestras órdenes, señor, por supuesto. Mi obligación es obedecer. Pero gracias, señor.

—Bien. Deseo verte en el ala de audiencias del palacio a la sexta hora, con tu mejor uniforme. Puedes retirarte.

Baraz saludó y salió. Había una alegría en su paso que dio que pensar a Corfe. Antes de Aekir, él mismo había poseído algo del entusiasmo de aquel joven oficial. Aquella necesidad de hacerse un nombre, de actuar de forma correcta. Pero en Aekir su alma había sido templada en un crisol al rojo vivo, que había hecho de él otro hombre.

El rostro era como el de una muñeca exangüe, perdido en el desierto de lino resplandeciente que lo rodeaba. Tan diminuta era la marchita silueta bajo el edredón que podía no haber estado allí en absoluto, tal vez un simple efecto de la luz de las velas, o una sombra conjurada por las llamas que saltaban en la chimenea. Pero sus ojos se abrieron, y en su interior relucía la vida. Pese a estar inyectados en sangre por el dolor y el agotamiento, retenían algo de su antiguo fuego, y Golophin pudo imaginar la belleza que una vez había animado aquel castigado rostro.

—Sois el mago hebrionés, Golophin. —La voz era baja pero clara.

—Si, señora.

—Karina, Prio, dejadnos —dijo a las dos damas de honor, que permanecían sentadas, silenciosas como ratones entre las sombras.

Éstas hicieron una reverencia, rozando las faldas contra el suelo de piedra, y cerraron la puerta al salir.

—Acercaos, Golophin. He oído hablar mucho de vos.

El mago se acercó a la cama y, cuando la luz del fuego iluminó su rostro desfigurado, los ojos de la reina se abrieron un poco más.

—Veo que la caída de Hebrion dejó su marca sobre vos.

—Es una carga bastante ligera, comparada con otras.

—¿Mi marido os ha pedido que vengáis?

—Sí, señora.

—Ha sido muy considerado por su parte, pero inútil, como los dos sabemos. Os hubiera mandado llamar en cualquier caso. Hay muy poca gente inteligente con la que pueda conversar en estos días. Todos vienen a verme, parecen debidamente apenados (incluso Corfe), y dicen muy pocas cosas con sentido. Estoy a punto de morir, y eso es todo. —Vaciló, y luego dijo con tono menos firme—: Mi familiar ha muerto. Se marchó antes que yo. No había imaginado que pudiera existir semejante dolor, semejante sensación de pérdida.

—Son parte de nosotros —asintió Golophin—, y con su muerte se va algo de nuestras propias almas.

—Vosotros los magos sois capaces de crearlos, según me han dicho, mientras que las pobres brujas, mucho más débiles en dweomer, tenemos que esperar a que llegue otro. Por mi parte, no necesito ningún otro. Pero echo de menos al pobre Arach. —Pareció recobrarse—. ¿Dónde están mis modales? Sentaos y tomad algo de vino, si no os importa beber de una copa que una reina ha usado antes que vos. Llamaría a una doncella, pero entonces se formaría el inevitable tumulto, y tiendo a perder la paciencia con los años.

—Igual que todos —sonrió Golophin, llenando su copa—. Los viejos tenemos menos tiempo que perder que los jóvenes.

Ella lo contempló en silencio durante un minuto, mientras parecía sopesar las palabras. Sus ojos relucían como joyas febriles.

—¿Qué hacéis ahora, maestro mago? ¿Dónde está vuestro hogar?

—No lo tengo, señora. Soy un vagabundo.

—¿Volveréis a ver Hebrion?

—Eso espero.

—Seríais muy bienvenido aquí como consejero en la corte.

—¿Un mago hebrionés? Creo que exageráis.

—Tenemos toda clase de extranjeros en Torunna estos días. Formio es fimbrio, Comillan un salvaje felimbri, el almirante Bersa gabrionés. Nuestro pontífice, Albrec, es de Almark. Todos los despojos del mundo acaban en Torunna. ¿Sabéis por qué?

—Decídmelo vos.

—El rey. Son como polillas atraídas por una vela. Incluso esos altaneros fimbrios cruzan las montañas para unirse a él, año tras año. Y en su corazón, él lo detesta. Preferiría ser el don nadie que era antes de la caída de Aekir. Lo he observado durante estos últimos diecisiete años, y he visto cómo la alegría desaparece de su interior día tras día. Sólo Mirren es capaz de animarlo. Mirren, y la perspectiva de llevar un ejército a la batalla.

Golophin miró a Odelia, sorprendido.

—Señora, vuestra franqueza es desconcertante.

—Al diablo la franqueza. Estaré muerta antes de una semana. Quiero que hagáis algo por mí.

—Lo que sea.

—Quedaos aquí con él. Ayudadle. Cuando me haya ido, sólo podrá confiar en Formio. Habéis dedicado vuestra vida al servicio de varios reyes. Terminadla al servicio de éste. Es un soldado genial, Golophin, pero necesita a alguien que lo guíe a través de ese pantano dorado que es la corte. Además, es menos paciente que antes, y no tolerará ninguna oposición a lo que considere correcto. No quisiera que un hombre así acabara sus días como un tirano, odiado por todos.

—No creo que eso sea posible.

—Hay un agujero negro en su alma, y cuando tiene un propósito es capaz de remover cielo y tierra para conseguirlo, sin pensar en las consecuencias. Durante sus años de rey, he tratado de hacerle ver el valor del compromiso, pero es como tratar de razonar con una piedra. Necesita tener a su lado a alguien experimentado en las oscuras intrigas del mundo, alguien que le ayude a ver que la espada no es la respuesta a todo.

—Me halagáis, señora. Pero la confianza de un rey no se gana fácilmente.

—Admira la eficiencia y la capacidad de hablar claro. Por lo que he oído, vos poseéis ambas cosas. Pero hay algo más. Cuando me haya ido, no quedará un solo practicante de dweomer en la corte, a excepción de mi hija. Ella también necesita que la guíen. Hay un manantial de poder en su interior que va más allá de mi experiencia. No me gustaría que tuviera que explorar el dweomer sola. —Odelia apartó la vista. Sus marchitas manos tiraban sin cesar del pesado tejido del edredón—. Ojalá Mirren hubiera nacido sin ese don. Su vida sería más fácil; Vuestro pueblo, y el mío, ha escogido un lado distinto en esta guerra, Golophin. El lado equivocado. No han podido elegir, es cierto, pero sufrirán por ello. Incluso pueden ser destruidos por ello.

Golophin comprendió algo increíble.

—Estáis en contra de esta guerra.

Odelia consiguió esbozar una débil sonrisa.

—No estoy en contra, pero tengo mis dudas respecto a la conveniencia de luchar hasta el final. El dweomer corre por mi sangre, igual que por la vuestra y por la de mi hija. Creo que ese Aruan es malvado, pero muchos de los objetivos que persigue no lo son. No nos enfrentaremos a los merduk en los días venideros, sino a otros ramusianos; aunque supongo que ya no hay mucha diferencia entre nosotros. Y no quiero que una purga de practicantes de dweomer acabe manchando la victoria de Corfe, si es que la consigue. Esta absurda persecución de los que practicamos la magia debe terminar.

Golophin sintió una oleada de alivio. No era un traidor, entonces. Sus dudas no sólo eran suyas. Y Bardolin podía no ser el títere maligno que él temía, sino un hombre tratando de hacer lo correcto en circunstancias muy difíciles. Lo que había deseado tan ardientemente que fuera cierto podía acabar siéndolo.

—Señora —dijo—, tenéis mi palabra de que, cuando llegue el momento, estaré al lado de vuestro esposo. Si es necesario, me convertiré en su conciencia.

Odelia cerró los ojos.

—Es todo lo que pido. Gracias, hermano mago. Habéis tranquilizado la mente de una anciana.

Golophin se inclinó, y al hacerlo se encontró pensando que en Torunna había encontrado un rey y una reina que de algún modo eran más grandes que los monarcas que había conocido hasta el momento. Abeleyn, que se había convertido en un buen gobernante antes del fin, incluso en un gran rey, parecía un chiquillo al lado de Corfe de Torunna, el rey soldado. Y aquella mujer frágil que exhalaba sus últimos suspiros junto a él era una digna consorte. En aquel país había una grandeza que se haría legendaria, al margen de los siglos que transcurrieran.

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