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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (20 page)

BOOK: Necrópolis
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—Lo sé —musitó Aranda.

—Cuando amaneció, seguíamos disparando. Los que quedábamos quiero decir. Pero ellos eran cada vez más y nosotros menos. La orden que corría por toda la fila era: ¡disparad a la cabeza! Como si fuera tan fácil. Saltaban, corrían, trepaban a los coches... tenías que haberlos visto. Pero de algún modo conseguimos detenerlos. Los días siguientes fueron durísimos. Reforzamos la barricada, aunque no sé para qué demonios porque ya apenas llegaba gente, sino
zombis.
Era como si toda Málaga hubiera sucumbido y probablemente así fue. Hicimos grandes piras para quemar a los cadáveres y cuando el alimento empezó a escasear, buscamos entre los equipajes de la gente. Inútilmente, por cierto.

—¿No enviaron refuerzos, no os enviaron a otro lado?

—Qué coño, refuerzos. Para empezar las carreteras estaban tan llenas de coches abandonados que eran tan útiles como un resfriado. Los primeros días los ordenadores de campo que habíamos instalado para las comunicaciones no paraban de vomitar mierda. Todos esos informes confidenciales que estabas mirando, que eran tan, tan secretos antes del 18-Z, acabaron enviándose a todas partes. Creo que hasta los muchachos que limpian retretes en el cuartel recibieron sus copias. Supongo que era un intento desesperado de que alguien, en alguna parte, sumara dos y dos y diera con la clave de algo. Toda esa basura sobre el virus, los protocolos de actuación, hijos de puta. Si toda esa mierda hubiera circulado antes quizá hubiéramos tenido una oportunidad. Pero en fin, en un momento dado los ordenadores enmudecieron. Los sistemas de comunicaciones no servían más que para mear dentro. Los móviles, los teléfonos, todo a tomar por culo.

—Sí, en todas partes pasó lo mismo.

—Como te lo digo. Joder cómo escuece esta mierda —dijo mirándole con sus profundos ojos grises. El hombro mostraba ahora unas finísimas y sinuosas venas de un color negruzco que empezaban a aparecer alrededor de la herida. Aranda lo miraba con creciente preocupación. Cuando volvió a mirarle a los ojos, éste le devolvía la miraba como si le estuviera estudiando.

—¿Y qué hay de ti, Juan Miranda?

—Bueno... —empezó a decir Juan, pero Kinea le interrumpió otra vez.

—Oye, ¿no tendrías un poco de agua? Tengo la boca como una lija de hierro.

—De hecho, sí. Tengo en la mochila, en la moto. Te traeré un poco.

Kinea entrecerró los ojos, pensativo, dejando que las arrugas de la frente se pronunciaran aún más.

—¿Me estás diciendo que has venido de verdad en una moto? —preguntó.

—Sí.

—¿Desde dónde? —su gesto de sorpresa parecía genuino.

—Desde Málaga.

—¿Cómo es posible, es que no hay
zombis
en Málaga?

—Sí que los hay. Es una larga historia, pero déjame que te traiga agua y te la contaré.

Kinea parpadeó sin comprender.

—Ahí fuera está lleno de esas cosas —dijo entonces.

—No pasa nada. Ahora vuelvo.

Aranda salió resueltamente al exterior, y Kinea no pudo evitar contener la respiración. Desde que perdieron el control de la barricada, él y otros once soldados, los últimos supervivientes de la Operación Furia del Sol, se habían replegado a uno de los edificios de residencias civiles. Desde entonces no había vuelto a ver el exterior con los mismos ojos. Había demasiados espectros, y la munición escaseaba ya peligrosamente. Una mañana, el soldado Rafael Blasco no pudo aguantar más la presión y salió fuera con intención de coger uno de los vehículos y huir entre los edificios. No llegaron a tiempo de impedírselo. Apenas había recorrido seis metros cuando los muertos se lanzaron sobre él, silenciosos al principio, pero luego sus gritos enmascararon los atroces alaridos de Blasco mientras era devorado. Desde entonces, el exterior era como embarcarse en un viaje espacial complicado y lejano, y los únicos viajes que se permitían era al interior de la tienda campamento, que estaba a solo unos pocos pasos de la entrada de la vivienda.

Pero había pasado ya medio minuto y, que se lo llevaran los demonios, pero ahí fuera no se escuchaba nada.

* * *

Un poco más tarde Aranda volvía a entrar en la tienda. Llevaba a la espalda la mochila negra en la que guardaba sus aperos. Kinea seguía en la misma postura en la que lo había dejado, aunque ahora se rascaba con vehemencia la zona alrededor de la herida. No se dijeron nada; Aranda sacó el botellín de agua y se lo pasó, y Kinea bebió largamente saboreando cada sorbo. El último trago lo mantuvo con los carrillos hinchados, como para refrescar la boca.

—¿Cómo lo has hecho? —quiso saber Kinea.

Aranda sabía perfectamente a qué se refería.

—Es una larga historia —dijo.

—Verás, esta mañana estoy de permiso.

Y allí, al borde de la extinción de la raza humana y rodeado de muertos que habían vuelto a la vida, rieron con socarronería.

Aranda comenzó su relato. Le contó todo, desde los primeros días de Carranque hasta el día que Moses e Isabel se unieron a ellos con aquella extraña historia del padre Isidro y su inmunidad ante los
zombis.
Le habló de las investigaciones del doctor Rodríguez y de cómo, a espaldas de la opinión de la comunidad, Aranda se inoculó la vacuna experimental que hasta el momento, estaba siendo un éxito. Cuando terminó, Kinea le miraba con los ojos muy abiertos, intentando todavía asimilar la noticia.

—Y esto llega ahora, después de... después de tanta mierda como he pasado, ahora que voy a morir.

—Te lo dije, no tiene que ser así. Déjame llevarte con nuestro médico, es muy bueno, quizá podríamos salvarte.

—No me jodas otra vez con eso. No hay nada que hacer y lo sabes.

—Pero —insistió Aranda— podríamos intentarlo al menos.

—Escucha, Miranda, tengo las piernas flojas. Estoy a punto de echar la pota. Y por si eso no fuera poco, explícame por favor cómo coño quieres subirme a esa moto tuya y atravesar las filas de muertos vivientes. Quizá tú tengas el jodido Pase Azul de las Huestes del Infierno, pero te aseguro que tardarían muy poco en utilizarme a mí como aperitivo de media mañana.

No sólo tenía razón, Aranda lo sabía. Los vivos les atraían como un vaso de sangría fría a un campista en pleno verano. Tras reflexionar sobre eso durante unos breves instantes, abrió su botiquín y sacó alcohol, vendas y unas pastillas.

—Deja las jodidas vendas y pásame esas pastillas. Son para el dolor, ¿no?

—Eso es.

Se puso una en la boca y bebió otro trago para bajarla.

—Vaya subidón, amigo —dijo después— caminar entre los
zombis
como si dieras un paseo por Calle Larios un martes cualquiera. ¿Qué vais a hacer con eso?

—No lo sé. No sabemos si es efectivo todavía. Estamos esperando a ver qué ocurre de aquí a un tiempo, antes de seguir administrando la vacuna al resto de los supervivientes. Mi organismo —dijo con un imperceptible fallo en la voz— podría colapsarse en cualquier momento.

Los ojos de Kinea parecieron entonces recobrar la chispa que habían perdido.

—Tienes que llegar hasta ellos —dijo de pronto como iluminado por una idea.

—¿Quiénes?

—Ellos. Nosotros. El Ejército. Los últimos mensajes que recibimos decían que se habían hecho fuertes en la base aérea de San Julián, ¿sabes dónde está?

—No —reconoció Aranda.

—Es la plataforma militar del aeropuerto de Málaga, situado justo enfrente de la terminal civil.

—¡Ah, cierto! —exclamó Aranda. Recordaba haber visto aparatos militares destacados brillando bajo la luz del Sol con su verde característico alguna que otra vez. —¿Por qué no intentasteis llegar hasta ellos?

—¡Joder, Miranda! —exclamó el soldado recuperando un poco del mar humor del que hizo gala cuando se encontraron, hacía apenas media hora. —Te lo he dicho, fue una de las últimas comunicaciones que recibimos antes de que éstas fallaran. Nos decían claramente que todas las tropas disponibles debían reagruparse allí con la máxima urgencia. El sargento les respondió que estábamos trabados, que necesitábamos que enviaran unidades de apoyo para rescatamos, pero... ¿crees que alguien respondió? No. No iban a enviar ni una puta tarjeta de Navidad te lo puedo asegurar. Nada. El mensaje iba dirigido solo a aquellas unidades supervivientes que pudieran llegar hasta allí por sus propios medios, pero nadie tuvo en mente, jamás, ninguna operación de rescate de mierda.

—Y no pudisteis ir por vuestros propios medios porque las carreteras estaban colapsadas —añadió Aranda, asintiendo con la cabeza.

—Para el caso, era como si no hubiera carreteras, coño —bebió otro poco de agua. La herida del brazo se le estaba poniendo negra, como si le hubieran inyectado tinta china en vena. —Teníamos aquel vehículo oruga con el que podríamos haber intentado abrirnos hueco por alguna parte, pero desapareció en la refriega. No sé si fue un soldado que decidió poner tierra entre aquel feo asunto y su propio culo, o algún civil. Los nuestros simplemente desaparecían, no es que se pudieran contar las bajas, como comprenderás, porque salían andando por su propio pie, jajaja.

—¿Y qué pasa con el aeropuerto militar? —preguntó Aranda para recuperar el hilo de la conversación.

Kinea bizqueó, como si empezara a tener dificultades para concentrarse. Aranda no sabía cuánto tardaba el virus en contaminar un cuerpo, pero suponía que sería como el
coma zombi,
el proceso que sufrían los cuerpos que acababan de morir y que los devolvía a la vida. Aunque la mayoría de las veces llevaba minutos, en otros, el proceso consumía horas. Pensaba que en el caso de infección por herida, la victoria del virus dependería también del estado de salud general de la víctima, de la capacidad de su sistema inmunológico en definitiva. Aquella herida monstruosa, sin embargo, parecía contaminar su cuerpo con una rapidez pasmosa.

Kinea adivinó el hilo de sus pensamientos.

—Ese hijo de puta nos venció en la calle y ahora me está venciendo por dentro, ¿eh? —dijo. Su rostro reflejaba ahora cierta angustia.

Aranda no supo qué contestar a eso.

—Joder si lo noto. El corazón me va a estallar en el pecho. Se nos acaba el tiempo, así que escucha esto, Miranda. ¿Sabes cuál fue nuestra misión antes de venir aquí a levantar el bloqueo? Escoltamos a un civil, un finlandés, o quizá era noruego, un tipo llamado Jukkar. Me acuerdo bien porque... vaya nombre, ¿no? No sé si era biólogo, médico o científico, pero teníamos que recogerlo en el aeropuerto y llevarlo a San Julián, la base aérea que te comentaba antes. La orden venía con un sello de Orden Preferente. No había estado nunca antes, pero tenían allí una dotación de unos cien hombres y habían armado un follón de mil pares de cojones con seguridad extrema y descargando camiones. Para qué, no lo sé. No sé una mierda. Pero de algún modo, con toda la nueva situación, habían establecido allí un puesto de mando acojonante. Pues bien, no sé qué papel desempeñaba ese guiri en toda esa operación, por entonces las cosas no andaban mal del todo, pero cuando llegaron todos esos informes sobre el Necrosum esto y el Necrosum aquello, el nombre de Jukkar apareció una o dos veces. Vaya si me acuerdo porque, coño, vaya nombre —añadió repitiéndose a sí mismo.

—Hostia —soltó Aranda, sorprendido.

—Sí. Quién sabe, coño. La providencia puede haberte traído hasta aquí y puede que incluso hiciera que me comportara como un gilipollas para que uno de esos cabrones pudiera morderme y así contarte todo esto. Y puede que ahora te presentes allí, te metas en la puta Cámara Mágica de Jukkar, y acabemos con todo este asunto de una vez por todas. ¿Cómo te suena eso?

—Diría que eso molaría bastante.

Pero entonces, Kinea apretó los ojos y se llevó una mano al pecho. Enseñaba los dientes, apretados en un rictus de dolor. De repente, toda su frente estaba otra vez bañada en sudor.

—¡Ernesto! —dijo Aranda, alarmado.

Pero tras unos instantes que parecieron eternos, el dolor intenso y mordaz acabó remitiendo. Kinea empezó a hiperventilar, su pecho subía y bajaba como un fuelle endemoniado. Súbitamente, extendió la mano y apresó la muñeca de Aranda.

—Escúchame, no quiero ser una de esas cosas.

Aranda escuchaba, expectante.

Oh no por favor, no podré...

—Cuando muera... por favor... pégame un tiro.

Ya lo había intuido, pero aún así la impresión fue inmensa, como si le hubieran golpeado en la parte baja del estómago. Acababa de disparar contra unos
zombis
por primera vez, y a decir verdad, no le había resultado nada difícil. No había habido tiempo para pensar, solo actuar. Pero aquel soldado mentalmente inestable que había vivido su particular infierno estaba mirándole a los ojos, hablando con él. Estaba vivo y estaba pidiéndole que apuntara a su cabeza y
disparase.

—Yo... —dijo con un hilo de voz.

—Lo harás. Me lo debes —dijo apretando los dientes.

¿Se lo debía? Probablemente así era. Si él no hubiera tenido la morbosa curiosidad de entrar en la tienda quizá el soldado Kinea hubiera pasado otra mañana enredando en lo que quiera que hubiera estado haciendo aquellos meses. Si hubiera seguido el maldito plan y hubiera continuado recto hacia los estudios de Canal Sur... si hubiera...

—Aquí viene otra vez —dijo el soldado, poniendo los ojos en blanco.

Oh no por favor no yo no por favor...

Esta vez el dolor tuvo que ser atroz. Kinea se dejó resbalar sobre sus nalgas y quedó parcialmente tendido en el suelo con la cabeza reclinada sobre la pata de la mesa. Se sacudía como aquejado de terribles espasmos, su boca soltó un espumarajo de saliva que brotó de su comisura como la erupción de un volcán. Por fin, soltó un único alarido espeluznante y ya no se movió más. Su cabeza había caído hacia un lado como un juguete roto.

Juan se llevó ambas manos a la boca conteniendo quizá un grito. Lo miró durante unos breves instantes rogando a Dios para que volviera en sí, para que no estuviera muerto. Pero Kinea se mantuvo inmóvil, con las manos crispadas y los dedos agarrotados plegados sobre sí mismos. El color de su piel (ahora se fijaba) era apergaminado, antiguo.

Instintivamente, se puso en pie y se apartó de él retrocediendo unos pasos. Se decía a sí mismo que tenía que hacerlo, que lo había prometido y que era mejor hacerlo cuanto antes, pero una suerte de miedo ancestral se había apoderado de su cuerpo y se veía incapaz de mover un solo músculo.

En el interior del cuerpo de Kinea, a un nivel molecular, Necrosum tomaba rápidamente el control, accionando todas las palancas, apagando y encendiendo luces según fuese necesario, abriendo las válvulas de la vida más allá de la muerte. Pequeñas chispas de estímulos básicos empezaban a recorrer su cerebro estimulando zonas que la neurociencia todavía no ha descubierto con totalidad para qué sirven. Y Aranda, sobrecogido, vio cómo el ojo derecho del soldado se sacudía con un pequeño espasmo.

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