Necrópolis (22 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Necrópolis
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Su comentario arrancó un montón de contrastadas opiniones entre los presentes, todas entusiastas, y justo cuando unos y otros aportaban todo tipo de datos sobre los sonidos de las bocinas y su alcance, ésta volvió a sonar, potente, aún lejana pero ya inconfundible.

—Jesús —exclamó Moses llevándose ambas manos a la cabeza. Su rostro demudado reflejaba ahora cierta fascinación. A su lado Dozer se cruzó de brazos pensativo, y con su voz grave y fuerte dijo:

—Que me jodan si eso no es un barco.

* * *

La noticia corrió como la pólvora por la pequeña comunidad de Carranque. Las tareas del día fueron abandonadas a medida que la gente se iba congregando en pequeños grupos que terminaron reuniéndose en el comedor. A cada rato, la sirena del barco apremiaba con su distante tañido, y cada vez que eso ocurría provocaba el silencio. Se repartieron refrescos y latas de cerveza mientras los asistentes se acomodaban en las sillas. Nadie lo dijo, pero todos sabían que en circunstancias normales, habrían acudido al salón de actos donde la comunidad se reunía y tomaban decisiones; Aranda sin embargo no estaba, y era un sentimiento general no verbalizado que sería extraño hacer algo tan oficial.

Fue Susana quien tomó la voz cantante esta vez, cosa inusual porque por lo general prefería mantenerse en segundo plano observando astuta y haciendo sólo las aportaciones precisas que creía necesarias.

En general, todo el mundo estuvo de acuerdo en que se trataba de un barco. Algunos sugerían que la sirena sonaba a intervalos regulares, y que aunque no podían garantizarlo, la impresión era que el sonido llegaba desde algún punto al sureste, un poco más cercano que cuando empezó a sonar hacía ya unos quince minutos. Susana sugirió que alguien fuera al exterior a medir con un reloj el intervalo exacto en el que sonaba la sirena porque podía ser un dato importante, y no faltó quien se ofreció voluntario para hacerlo.

—Y si es un barco, ¿qué hacemos? —preguntó al fin uno de los supervivientes llamado Jaime.

Era, desde luego, la pregunta que todos se estaban formulando.

La llegada de un barco podía significar muchas cosas. Se argumentó que podía ser un barco militar, aunque ninguno supo decir si los barcos militares tenían sirenas de ese tipo. Sonaba a vieja y descascarillada, casi agonizante, y la imagen mental que invocaba era el de un mercante oxidado y enorme abriéndose paso trabajosamente por las aguas.

Todos sabían que durante los peores días de la Pandemia cuando los
zombis
empezaron a propagarse por las calles con la rapidez de un cotilleo picante en una convención de
Tupperware,
mucha gente se fue a los puertos. Todos los yates de recreo fueron lanzados al mar, todos los remolcadores o barcos de la guardia costera, hasta la más miserable de las barquitas. Ni siquiera importó mucho que el dueño de cualquiera de aquellas embarcaciones hubiera acudido o no; con la histeria colectiva se encontraron maneras de abrir las puertas y arrancar los motores, con o sin llave.

Qué ocurrió con toda esa gente nadie podía decirlo. Muchos pensaban que permanecieron a una distancia prudencial de la costa mientras veían los incendios y las columnas de humo, otros recordaban que en aquellos días hubo algunos días de fuerte vendaval y ya entonces pensaron que las embarcaciones, probablemente habían zozobrado. Pero algunos como José, sostenían la teoría de que quizá todas aquellas personas podían haber sido rescatadas por algún barco de mayor tamaño y llevadas a algún otro sitio, que quizá los barcos más pequeños se apoyaron en los barcos más grandes, y unos y otros fueron llegando a los grandes buques.

Si esto era cierto, era posible uno de esos buques estuviese regresando al fin a la ciudad.

—De ser así —reflexionó alguien— puede que el barco no sea la ayuda. Quizá la necesiten.

—Pueden estar todos enfermos si sólo han estado comiendo pescado —dijo otro.

—¿Sin agua? No se puede sobrevivir más de tres días sin agua —comentó José.

—Hay técnicas para eso —dijo Susana. —El agua se puede obtener de la transpiración o de la orina utilizando técnicas de destilado o pastillas potabilizadoras. Pero nos estamos desviando del tema.

—Y el tiempo apremia —dijo Dozer, inquieto. —Si es un barco de ayuda, cabe la posibilidad de que la sirena sea una forma de... no sé... de llamar a casa. De ver si queda alguien tras las ventanas. Y puede que si nadie responde, se marche. Tal vez a Cádiz, para ver si allí hay más suerte.

El comentario de Dozer levantó un nuevo revuelo de comentarios, la posibilidad existía desde luego.

Súbitamente, Susana se puso en pie en una mesa y levantó los brazos reclamando atención.

—¿A favor de que intentemos llegar al puerto a averiguar de qué se trata?

Silencio.

De repente un par de manos se levantaron tímidamente. Después de un breve intervalo, casi toda la sala permanecía expectante con el brazo levantado, envueltos en el lamento distante que era la sirena del barco.

15. La llegada del Clipper Breeze

El Escuadrón de Carranque se puso en marcha de inmediato. Se vistieron y cogieron sus armas, unos fusiles
Heckler & Koch
que consiguieron en los primeros días de la fundación del refugio, en una cercana comisaría de policía. Durante un tiempo tuvieron trajes antidisturbios completos, pero en la práctica resultaron demasiado pesados y les restaban maniobrabilidad así que los desecharon, de cualquier forma como decía Dozer, si un
caminante
se te acercaba lo suficiente como para ponerte en peligro, probablemente lo estabas de cualquier manera. También llevaban unas manejables pistolas
Star
28 PK que guardaban en su funda bajo el brazo. En el resto del cinto llevaban cargadores suficientes para pasar una buena jornada disparando.

—Esto va a ser duro —dijo Dozer consultando el plano de las alcantarillas que tenían claveteado a una de las paredes en la sala que usaban para guardar el equipamiento de combate. —Son bastantes kilómetros, y no es que se pueda avanzar rápido ahí abajo precisamente. Bueno, en cualquier caso —señaló un punto determinado del entramado en el mapa— avanzamos hasta este punto y desde aquí es terreno inexplorado hacia el este. Si podemos recorrer esta galería de aquí, hasta esta otra de allí entonces no creo que nos perdamos.

—Entendido —dijo Susana metiendo un cargador en su fusil.

—Otra cosa —dijo sacando un cajón de madera y dejándolo caer pesadamente sobre la mesa. El cajón rebotó brevemente y expulsó una ligera capa de polvo— el trayecto es largo así que aunque nunca las hemos usado hasta ahora, propongo que usemos estas mascarillas de oxígeno.

Uriguen sacó una de la caja y la examinó brevemente. La luz de los tubos de neón se reflejó fugazmente sobre los cristales de la visera.

—Oh, gracias al señor por los pequeños favores —comentó.

—No son máscaras militares, ¿de acuerdo? así que si hay que disparar ahí abajo tenedlo en cuenta —explicó Dozer.

—¿Qué quieres decir?

—Que son industriales. Se diferencian por el filtro que está situado hacia el frente. Las de uso militar tienen el filtro en un lateral, para poder acercar la mejilla al arma al apuntar.

—Ah, coño —dijo José— claro.

—De todas formas espero que no haya que hacerlo hasta salir fuera.

—Vale, cotorras —cortó Susana. —Movamos esos culos.

* * *

Descendieron a las alcantarillas, el hediondo entramado de túneles y pasadizos que conformaban los subterráneos de la ciudad. Por allí se movían deprisa y se sentían a salvo porque todos los accesos eran a través de escaleras de mano y todavía estaba por ver a un
zombi
capaz de sincronizar sus brazos y piernas para utilizar una.

En los angostos corredores la única fuente de luz eran las linternas magnéticas que tenían acoplados a los rifles, bailaban como espíritus silenciosos correteando por las paredes y el techo a medida que avanzaban ligeramente encorvados, dirigidos por los haces de luz. El canal de cemento que discurría por la pared más oriental del túnel estaba desbordado, sin duda por las descontroladas lluvias que habían venido sufriendo las últimas semanas, así que el agua pútrida estaba llena de sedimentos, basura y piedras arrastradas.

Nunca habían encontrado ratas, ni debajo ni encima del nivel del suelo. A dónde habían ido los fastidiosos animales no lo sabían, pero recordaban con frecuencia el viejo dicho de que ellas son las primeras en abandonar el barco que se hunde, lo que adquiría ahora connotaciones en extremo lúgubres. Quizá sentían que el máximo exponente en la pirámide alimenticia, el
zombi,
pululaba por encima de sus cabezas.

Tardaron mucho más de lo previsto en atravesar la distancia que les separaba del puerto. Hubo complicaciones desde luego, porque ya nadie atendía las alcantarillas y las lluvias habían causado ciertos estragos. El túnel principal que venían siguiendo estaba trabado por una montaña negruzca de porquería, cascotes y ramas de árboles que impedían el paso completamente. Del otro lado les llegaba el murmullo tumultuoso de agua corriendo, así que tuvieron que tomar un ramal que descendía sinuoso hacia el sur. Éste era mucho más angosto, y el techo tenía rendijas estrechas por las que chorreaba un limo viscoso, probablemente de hongos embadurnados de barro que les hacía resbalar.

Supieron que estaban cerca cuando el sonido de la sirena parecía nacer ya de las mismas paredes, vibrante y estremecedor.

—La hostia —soltó José sin poder evitar. Su voz sonaba amortiguada tras la máscara.

—Vamos a echar un vistazo, no estoy seguro de dónde nos encontramos exactamente —pidió Dozer.

Como si hubiese recibido una orden Susana pasó su rifle a Uriguen y ascendió por la escalera que tenía a su derecha. Tras algunos esfuerzos levantó la tapa con suma cautela, como a cámara lenta, lo suficiente para echar un vistazo.

—¡Hemos llegado! —anunció cuando llegó abajo.

—¿Sí, dónde estamos?

—A cien metros de la entrada principal, queda a la izquierda nada más salir.

—¿Cuántos hay? —quiso saber José.

—Bastantes, pero están tranquilos.

Dozer se quitó la máscara resoplando fuertemente, tenía la frente cubierta de sudor.

—Vale ¡menos mal! Temía que esa bocina del demonio los hubiese puesto más cachondos que un adolescente en Nochevieja.

—Qué peste, coño —soltó José cuando se quitó su máscara. Los demás le imitaron.

—Vale —dijo Dozer bajando la voz. —Ya sabemos cómo va esto, así que hagámoslo.

—Arriba,
pecholobo
—dijo Uriguen dándole una palmada a José en la espalda.

* * *

Salieron a la superficie con la rapidez esencial que requería la situación. En pocos segundos, José y Dozer estaban ya arriba controlando con el rifle a los espectros más cercanos mientras sus dos compañeros salían. Ya lo habían hecho antes una infinidad de veces y el protocolo de actuación se había ido perfeccionando con el tiempo. Sabían, por ejemplo, que los
caminantes
tardaban un tiempo en reaccionar, en adaptarse a la nueva circunstancia de que había personas entre ellos, lo que les proporcionaba un tiempo precioso para llevar a cabo tantas acciones como fuera posible.

Una vez estuvieron todos arriba avanzaron con cierta presteza hasta el muro más meridional. Nunca corriendo, correr era una forma rápida de atraer la atención de esos monstruos, de reactivarlos prematuramente.

Lo que tenían delante era el Muelle Agustín Heredia, una avenida amplia que recorría el flanco del puerto y que se cerraba por ese lado con una verja de hierro terminada en puntas de flecha. A pocos metros de donde estaban había una pequeña estación de la que solían partir autobuses hacia algunos de los pueblos de la Costa, desde Estepona a Nerja; pero ya no había autobuses esperando y los muertos recorrían sus andenes sucios de viejos rastros de aceite de motor. Allí, ceniciento y solitario como un monolito de piedra había una suerte de kiosco construido de forma rudimentaria donde se vendían refrescos, café y revistas.

José se quedó un momento paralizado súbitamente invadido por viejos recuerdos de juventud. Miraba con los ojos muy abiertos los restos de un banco de madera.
Jesús, ¿no fue ahí donde la pecosa Tania y yo nos dimos el primer beso hace un millón de años?
pensaba. Sacudió la cabeza para sacarse de encima aquellos recuerdos, pero aunque consiguió concentrarse de nuevo en la misión una extraña sensación había aflorado ya en su estómago.

—¡Vamos, vamos! —apremió Dozer haciendo una señal con el brazo para avanzar, pero Susana le agarró de la manga para detenerlo.

—Espera, ¡por ahí no, por el kiosco! —dijo.

No era mala idea. La entrada del puerto daba al mismísimo corazón de la ciudad, la Plaza de la Marina, un espacio diáfano enorme donde los
caminantes
se hallaban en gran número, congregados quizá en recuerdo de días que no volverían. Pasar por allí era como llamar a las puertas de la Condenación.

La sirena del barco los reclamaba, apremiante.

—De acuerdo —concedió Dozer, y José y Uriguen asintieron al unísono.

Retrocedieron entonces la corta distancia hasta el kiosco. Había apenas dos metros y medio desde el suelo al techo del mismo, y desde el tejado se podía saltar fácilmente la reja de hierro para caer dentro del recinto portuario. Pero cuando Dozer estaba juntando las manos para servir de apoyo a sus compañeros, un inesperado alarido inhumano, alto y colérico les sobresaltó. Con la piel erizada, Susana apuntó instintivamente en la dirección de la que provenía.

Era un
zombi
desde luego. Los miraba encorvado y brutal desde la otra acera cuatro carriles más allá. Era grande, alto y musculoso, un animal de gimnasio. A su cabeza rapada le faltaba medio lado de la cara, como si lo hubieran arrastrado por el asfalto y hubiera perdido la carne y el hueso por la fricción, el globo ocular asomaba allí como un terrible tumor ovoideo recorrido por intensas venas rojas.

Pero todavía peor que la reacción de aquel monstruoso enemigo era el hecho espeluznante de que todos los
zombis
a su alrededor estaban respondiendo al grito, buscando frenéticos a su alrededor. Giraban sobre sí mismos con las bocas abiertas, hambrientas, y levantaban las manos crispadas como recuperando un instinto depredador que el hombre ha mantenido latente, grabado en su memoria evolutiva.

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