Necrópolis (30 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Necrópolis
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Se puso en pie ligeramente mareado por la impresión que le había producido aquella imagen horrible, y avanzó dos pasos dubitativos hacia delante. Pero entonces vio algo más, había gente corriendo delante del edificio. Al principio supuso que eran sus amigos, pensó en alguna explosión que había hecho volar el edificio por los aires e imaginó que querían apagar el incendio o ayudar a los que estuvieran aún vivos bajo los ladrillos y el cemento. Pero después la realidad de lo que ocurría se hizo evidente, no eran sus compañeros, eran
zombis.
Muertos que corrían por todas partes llenándolo todo con sus alaridos.

Retrocedió sin poder apartar la mirada de aquel espectáculo pavoroso. ¿Cómo había podido ocurrir todo tan rápido, qué suerte de maleficio sobrenatural les había caído encima? Oscuridad o no regresó a las alcantarillas, era obvio que nunca podría acercarse por la superficie. Tenía que avanzar hacia el norte y tratar de aproximarse lo más posible, y una vez allí encontrar a Isabel y escapar hacia el Álamo con todos los que aún quedaran vivos. Al menos eso, se dijo, parecía que había sido buena idea.

Mientras desaparecía en las tinieblas su pensamiento era para el Escuadrón.

Por favor, volved... volved, chicos, volved...

Volved.

* * *

Cuando tras recorrer una maraña de túneles el padre Isidro volvió a asomarse con extrema prudencia a la superficie, no pudo creer lo que veían sus abultados ojos negros. La Ciudad Impía ardía, devorada por llamas de una intensidad como no creía que las hubiera en el Infierno. Por todas partes, los resucitados deambulaban enloquecidos, excitados hasta extremos inimaginables pero sin poder localizar una víctima en la que descargar su rabia. Unos se desfogaban encorvados sobre sí mismos gritando de una manera tan desmesurada que las venas del cuello parecían explotar, otros corrían de forma frenética en direcciones absurdas, se golpeaban contra una pared y caían al suelo donde se levantaban como accionados por un resorte para salir corriendo en otra dirección.

En medio de aquel caos emergió el padre Isidro, altivo y victorioso. Se erguía con las piernas ligeramente entreabiertas y los brazos estirados a ambos lados del cuerpo, las palmas expuestas, sintiéndose un Campeón de Dios. Un triunfador en su pequeña cruzada contra los pecadores. Las lágrimas caían por sus mejillas dejando un rastro de piel limpia y en el infinito amor que experimentaba, levantó la mirada al cielo y agradeció con toda intensidad la ayuda prestada.

Oh, cómo ardían los negros muros de la iniquidad, cómo se deslavaba el pecado con las fuertes llamas enviadas por su Señor, Dios Padre Todopoderoso. En su mente se agolpaban imágenes de rayos celestiales que provenían de los Cielos y arremetían contra el edificio de Carranque arrancando la piedra, resquebrajando el hormigón y doblando el acero de sus oscuras estructuras. Así debía de haber sido, sin duda. En su delirante frenesí imaginó también ángeles blancos sin rostro, grandes y terribles, que destruyeron las puertas de acceso tocando unas trompetas de bronce. Y por fin, una miríada de demonios pequeños, de piel nudosa y roja, que abrían grietas y simas sin fondo desde donde ascendían las llamas reclamando las almas impuras que debían sobrellevar la condenación eterna.

Se acercó más al edificio imaginando aquellas y muchas otras escenas propias todas ellas de los cuadros más alucinantes de Brueghel o El Bosco. ¿Habrían muerto todos? se preguntó de repente. Bien sabía cómo se movían aquellos hombres y mujeres condenados, como las ratas, siempre por debajo de la superficie ocultos de la luz del Sol, escondiendo sus almas negras del ojo del Señor siempre atento en el Cielo. Oh, lo sabía muy bien desde luego.

¡Me aseguraré, Señor! Me aseguraré de que no escape ninguno, los buscaré y los cazaré para tu gloria, Señor, para el Juicio Final. ¡Lo haré ahora mismo!

Corrió con grandes zancadas de vuelta a los túneles donde se internó resueltamente. Y allí escudriñó, buscando sin hacer ruido el más mínimo resplandor o sonido lejano que pudiera darle una pista, algún indicio que le permitiera localizar a las escurridizas ratas. Por fin, tras deambular sin rumbo por los túneles oscuros y hediondos escuchó un rumor amortiguado que procedía de más adelante. Eran voces, desde luego. Voces lejanas que sonaban como ladridos de perro.

Se orientó para avanzar en aquella dirección con cuidado de no hacer ruido. Las voces estaban cada vez más cercanas, debían de estar ya a la vuelta de...

Pero entonces, el silencio cayó sobre él. Las voces se habían apagado. El murmullo de una corriente subterránea parecía ser el único referente auditivo ahora. Se detuvo al instante, ¿lo habían descubierto?

Demasiado tarde escuchó un ruido a su derecha, un ruido tenue y rápido como el que produce la tela cuando hace fricción entre sí. Apenas tuvo tiempo de sobresaltarse. Un fogonazo de luz blanca iluminó brevemente el corredor seguido de un ruido inesperado y potente, como el de un petardo. Cuando quiso darse cuenta estaba sentado en el suelo, con el culo sumergido en el reguero de agua ponzoñosa. Quiso decir algo, pero no tenía aire en los pulmones como si se le hubiera escapado todo de repente. Miró con perplejidad hacia el frente levantando ambas manos pero descubrió que tampoco podía, como si no tuviese fuerza alguna ya. Y luego, sintió algo en el pecho, una especie de arritmia, una taquicardia intensa que parecía abrasarle. Miró hacia abajo y vio una herida circular que manchaba rápidamente la sotana a la altura del pecho. Los bordes del agujero estaban ennegrecidos y chamuscados, era un agujero de bala.

Vaya,
pensó, con cierta confusión.

Y entonces no pudo enfocar ya con claridad. Se perdía, la imagen se perdía, difusa como una ensoñación de duermevela. Con la mente nublada y pensando en querubines hermosos de melena dorada y rizada el padre Isidro cayó hacia un lado, la cabeza apoyada contra la pared del túnel. Sus cabellos blancos caían lánguidos sobre su cara cubriéndole el rostro delgado y horrible. Estaba muerto.

—Te dije que había escuchado algo —dijo Dustin con la voz forzada, llevaba a Isabel al hombro aún inconsciente y con las manos y los pies atados.

—Era una especie de anciano monstruoso —comentó Reza, con la pistola todavía en la mano. —Vámonos.

Y se perdieron por los túneles.

* * *

Después de invertir una eternidad en cruzar las pistas deportivas por el subterráneo Moses llegó por fin a la salida que buscaba, la que conducía directamente al sótano del edificio. No sabía cuál sería su estado, si el fuego o los escombros impedirían su avance o quizá una horda de caminantes, pero era la única opción que podía manejar.

Descubrió que el sótano no estaba tan mal como se había imaginado. Había grietas en las paredes, sí, y en el corredor, parte del techo se había venido abajo y llenaba el suelo de trozos de ladrillo y cemento. También había humo, más espeso y denso cerca del techo pero estaba transitable.

Al llegar al pie de la escalera que arrancaba desde allí y subía hasta la primera planta encontró a un hombre que había visto muchas otras veces, no podía recordar su nombre pero creía que trabajaba ayudando en la cocina. Se acercó a él, estaba inclinado moviendo piedras de un lado a otro trabajo que le suponía un cierto esfuerzo por el sobrepeso que acarreaba. Tenía las ropas, las manos y la frente tiznadas de hollín.

—¡Eh amigo! —dijo Moses— ¿qué es lo que ha pasado?

El hombre le miró y Moses pudo ver rápidamente en sus ojos que estaba en un fuerte estado de shock.

—Qué hay... pues... qué ha pasado —decía, como ausente— es que la escalera... mira qué estado...

Moses lo cogió de los hombros intentando mostrarle cierto calor humano.

—¿Está usted bien? —le preguntó. Pero el hombre por toda respuesta se limitaba a mirarle.

—Vamos, hay que irse de aquí —continuó diciendo— ¿ha intentado llegar al Álamo?

—Claro... pero ya ves... hay que limpiar eso...

—Vamos, venga conmigo —dijo conduciéndole hasta el pasillo que llevaba al parking subterráneo. Mientras lo hacía se fijó brevemente en la escalera, totalmente bloqueada por todo tipo de escombros y bloques de cemento de gran tamaño. Imposible subir por ese lado.

—¿Ha visto a Isabel? —le preguntó, pero no obtuvo más que balbuceos. —Isabel, ¿se acuerda usted?

Otra vez nada. El hombre se dejaba llevar pero parecía cada vez más ensimismado. Cuando llegaron a la habitación con la brecha Moses vio con alivio que había más gente al otro lado, un par de personas. Atravesaron el terrible silencio del parking para reunirse con ellos.

—¡Rafael! —dijo uno de ellos avanzando hacia el hombre que iba con Moses. Como su estado de trance era patente se dirigió a Moses. —Pero, ¿qué ha pasado?

—Esperaba que lo supierais —dijo, con creciente inquietud. No pudo evitar por más tiempo hacer la pregunta.

—¿Está Isabel con vosotros?

—¿Isabel? —preguntó el hombre que estaba a su lado. —No, lo siento joder, no hay nadie más aparte de nosotros.

—¡Rafael! —llamó el otro— ¡Rafael, ¿qué te pasa?!

Pero su voz le llegaba como entre algodones. Por un instante que se le antojó eterno Moses creyó que iba a perder la consciencia. Su visión se limitó a un tubo circular bordeado por una oscuridad impenetrable como si de una lipotimia se tratase, y su cuerpo pareció incapaz de sostenerle por más tiempo. La noticia era demasiado dura, desmesurada, contundente. Había visto el estado ruinoso en el que había quedado el edificio, y aunque se resistía a creerlo la parte cabal de su castigada mente le decía con un soniquete sordo y amortiguado que nacía desde su mismo fondo, que no podía quedar nadie con vida.

Uno de los hombres se adelantó para sostenerlo.

—¿Hay más gente? —le preguntó, casi zarandeándolo. —¡Moses, ¿queda más gente allí?!

El marroquí miraba sus labios, como si intentara comprender lo que decía por el movimiento de éstos.

—Vamos a ver, Branko, por Dios.

—¡No! —gritó Branko súbitamente enfurecido. Era un hombre grueso, con el pelo ensortijado y oscuro. Llevaba una camiseta verde con grandes manchas de sudor asomando por debajo de las axilas y unos desteñidos vaqueros azules. Ahora, su labio inferior temblaba con vida propia, y sus ojos reflejaban una cólera desbocada.

—¡No vamos a ir a ninguna parte, joder!

El otro hombre desvió la mirada al suelo, incapaz de sostenerla más tiempo.

Moses, entregado a una vorágine de pensamientos contradictorios se debatía tratando de decidir qué hacer a continuación. Era el miedo lo que le impedía reaccionar, miedo a las bocas hambrientas de los muertos, a sus manos trocadas en zarpas salvajes capaces de desgarrar su carne. Miedo a caer bajo su peso y sufrir la lenta agonía de la muerte por despedazamiento. Él había visto todas esas cosas y sabía que con la escalera bloqueada, la única salida hacia la superficie pasaba por la calle o las pistas de deporte ahora infestadas de caminantes.

Por otro lado, imaginaba a Isabel atrapada bajo una tonelada de roca incapaz de moverse con el fuego abrasador demasiado cerca, o quizá con un único brazo asomando entre los restos retorcidos de una maraña de hierro y un
zombi
avanzando inexorablemente hacia éste, ávido de su carne tierna. ¿Y cómo quedarse en la aparente seguridad del parking sabiendo que podía haber otros también en trances similares, cómo podría vivir con esa cobardía en su conciencia? ¿Sería capaz de dejarlos a merced del padre Isidro y su horda de espectros?

Por fin, retrocedió un par de pasos negando con la cabeza aún sin ser consciente de que lo hacía.

—Tengo que ir... tengo que ir... —dijo.

—¡ESTÁN TODOS MUERTOS! —le gritó Branko.

—¡NO! —chilló Moses dándose la vuelta para dirigirse a la brecha.

Pero cuando había recorrido apenas unos metros sintió una indescriptible sensación de dolor en la cabeza y ya no supo más.

* * *

¡Aire!

Abrió la boca a la vida e intentó aspirar profundamente, pero permaneció en silencio incapaz de embriagarse con el aire que tanto necesitaba como si tuviera los pulmones llenos. Luego abrió los ojos pero eso no representó ninguna diferencia porque estaba sumido en la oscuridad más absoluta. ¿Se asfixiaba? Su mente intentaba procesar la situación, pero todavía se encontraba muy confuso.

Estaba sentado eso lo sabía así que intentó levantarse, cosa que consiguió sin esfuerzo valiéndose de las manos. Fue una sensación extraña, porque en los dedos no percibió el tacto de lo que tocaba.

Y notaba otra cosa. Una sensación indefinida que manaba como una fuente invisible de algún lugar de su pecho, un calor extraño y malsano, una mezcla de hambre profunda y ansiedad que parecía apoderarse poco a poco de su raciocinio.

Sacudió la cabeza intentando despejarse.

Tenía un vago recuerdo de lo que había ocurrido antes de ese momento. Había recorrido los túneles o eso creía en persecución de algo. Sí, eso era, uno de los túneles del alcantarillado, hasta que... hasta que...

El fogonazo. El fogonazo y el disparo.

¿Acaso no le habían disparado? Se llevó la mano al pecho, pero al palpar el agujero en la sotana la retiró inmediatamente vivamente sorprendido de encontrar los bordes rasgados que la bala había roto a su paso. Separó uno de los lados de la pechera y esta vez se forzó a pasar la mano por la piel, y allí estaba inequívocamente, una herida grande y profunda en la que la piel se hundía hacia dentro. Había abundante sangre alrededor pero no notó la humedad densa y tibia de ésta.

Como si estuviera palpando una herida en un cuerpo ajeno introdujo lentamente el dedo en la herida. Primero un poco, luego un poco más, hasta que finalmente descubrió con extraña indiferencia que había alojado dos dedos sin sentir dolor alguno. Tocaba las paredes de la cavidad blanda y húmeda, arropado por una sensación de irrealidad acentuada por la penetrante oscuridad que lo rodeaba. Luego, al flexionar los dedos, descubrió que podía notar cómo se desgarraban los tejidos todavía sin acusar ninguna sensación.

Extrajo los dedos y los agitó delante de sus ojos sin verlos.

El padre Isidro caminó entonces sin rumbo por el alcantarillado intentando comprender qué significaba todo eso. A ratos se debatía entre sentimientos encontrados, pensaba que herido de muerte estaba a punto de caer de bruces contra el suelo inmundo donde su vida se apagaría de una vez por todas, que probablemente el shock del disparo debía de haber causado alguna especie de insensibilidad en él. A duras penas notaba la sangre espesa y pegajosa sobre la piel bañándole su lánguido cuerpo. Luego, su mente escoraba a otra línea de pensamiento y resolvía que quizá ya había muerto y que aquella oscuridad intensa era una especie de limbo en el que deambularía para siempre jamás. Después de todo, ¿no le había vuelto a fallar a Él, no había tenido Él que ocuparse de la Ciudad Impía?

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