Nido vacío (28 page)

Read Nido vacío Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
7.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al fin, claudicamos.

—Ya está bien por hoy —exclamé. Garzón, visiblemente aliviado, se restregó los ojos enrojecidos.

—¿Alguna conclusión, inspectora?

—Sí, las putas tienen un gusto fatal para vestir.

—Pues vamos bien si eso es todo.

—No, hay algo más. El mundo es un estercolero.

—No tenemos otro sitio donde vivir, así que usted dirá.

—Tengo hambre, Fermín, ¿dónde podemos tomar un tentempié antes de la cena?

—En la rambla de Catalunya. Suba al coche, la llevo.

No tenía apetito, pero comí, quizá aguijoneada por el espectáculo de ver cómo el subinspector se despachaba un sándwich de cuatro pisos sin descomponer gesto ni ademán. Garzón, ¡qué hubiera hecho sin él! Durante unos cuantos años habíamos trabajado juntos y compartido muchas veces mesa, retazos de la vida privada y la vida profesional al completo, con todo lo que eso conlleva de esperas, frustraciones, avances y retrocesos, y percepción de la cara más oscura de la vida. Sin embargo, su presencia siempre había sido benéfica para mí. Él atemperaba mi tendencia a dramatizar las cosas, a conferirles una importancia eterna cuando sólo era pasajera. Nos turnábamos para infundirnos ánimos el uno al otro, y eso siempre ocurría sin planearlo, de un modo espontáneo y natural. Se trataba sin duda de un hombre profundamente vital, que le había cogido el tranquillo a vivir aceptando las partes negativas de la existencia sin organizar un conato de tragedia a cada paso. Un buen compañero solitario como yo, eso era Garzón.

—Le veo con ganas de pedir otro bocado, subinspector.

—Y otra cerveza también, tengo que aprovechar mientras pueda.

—¿Se ha propuesto algún régimen para adelgazar?

—Mucho peor que eso.

—Conociéndolo, no se me ocurre qué puede ser.

—Piense un poco y lo encontrará.

—No caigo.

Me miró a los ojos dejando que fluyera un momento de silencio y gravedad.

—Me caso, Petra, por fin me caso.

—¡¡Fermín!! ¡Enhorabuena! ¿Por qué no me lo ha dicho en toda la tarde?

—Me parecía poco indicado, yendo de prostíbulo en prostíbulo. Pero le advierto que es usted la primera en saberlo. Lo decidí ayer.

—¡Pero eso es estupendo!

—En fin, tanto como estupendo... Yo, por mi gusto, la verdad es que seguiría como estoy. Ser un hombre casado me impone, me tira para atrás, ¡qué le voy a decir! Ya lo fui una vez y no me pareció nada como para recomendárselo a un amigo, pero ¿qué voy a hacer? A Beatriz le hace una ilusión loca, será porque es soltera, y yo... Pues la quiero, inspectora, es una mujer como no hay dos.

—Es una mujer maravillosa.

—Sí que lo es. Además, ella argumenta las cosas con mucha razón: los dos vamos para viejos y la mutua compañía nos hará bien. Y los años que nos quedan podemos pasarlos juntos llevando una vida tranquila y alegre.

—Es muy razonable.

—Claro que antes de nada vamos a tener que escribir un libro entre los dos.

—¿Un libro?

—Un libro de pactos y condiciones. Yo, por ejemplo, si tengo buena salud, que la tengo, no pienso dejar el trabajo hasta que me toque la jubilación, vaya eso por delante.

—Me tranquiliza oírlo.

—Tampoco pienso abandonar mis ambientes y distracciones habituales. O sea, que si un día voy a cenar con usted en una de esas cenas improvisadas que nos marcamos, pues llamo por teléfono a mi mujer, la aviso y en paz.

—No quisiera figurar como un pacto difícil de cumplir.

—Nada de eso, ha aceptado en seguida. Igual que si ella se va con sus amigas o su hermana de compras, pues hará lo mismo sin que a mí me parezca raro. Somos adultos.

—Cierto. ¿Y ella, le ha puesto muchas condiciones?

—Quiere que la acompañe al Liceu de vez en cuando para oír una ópera, que no me niegue a vivir en el piso de su propiedad que va a decorar para que sea nuestra casa. Que no me mosquee si me regala ropa elegante. Cosas así.

—No me parece nada demasiado terrible.

—No, no lo es. Ella es de buena familia y eso se tiene que notar. De ninguna manera puedo negarme a aceptar la realidad por completo.

—Es loable por su parte.

—Donde no llegamos a un acuerdo es en el asunto de la comida. Beatriz está empeñada en que me cuide y baje de peso; y yo le he dicho que no puedo prometerle nada. Sobre ese punto pienso ser inflexible. Ya ahora me da unos coñazos salvajes, así que cuando vivamos juntos y pueda controlarme, no sé lo que será.

—Bueno, todo es relativo. A la hora de comer usted no la verá, y cuando cene con ella comerán cosas ligeras, lo cual, si lo piensa detenidamente, le conviene y no le vendrá nada mal.

—Sí, visto de esa manera...

—Estoy convencida de que tiene usted mucha suerte, Fermín, y de que hace bien casándose con Beatriz. De hecho, yo estaré mucho más tranquila.

—¿Usted?, ¿y por qué carajo tiene que estar más tranquila usted?

—¡Hombre!, somos amigos, ¿no? Y ahora estaré segura de que se encuentra siempre cuidado y bien.

—Eso sí. Pero no se aproveche haciéndome currar como una bestia, ¿eh?

—¡Joder, Garzón, cualquiera diría! Le aseguro que lo que no veo tan claro es que Beatriz tenga suerte casándose con usted.

Aquel registro pendenciero le gustaba más, lo libraba de un sentimentalismo en el que no se encontraba cómodo. Rió entre dientes, me miró con los ojos brillantes:

—Entre usted y yo todo seguirá igual, ¿verdad, Petra?

—A hostia limpia.

Rió ya abiertamente. Me palmeó la espalda con calculada brusquedad.

—¡A leches, sí, señor!, no vamos a ponernos ahora en plan formalista.

—¿Por qué no nos largamos de una maldita vez? ¡Me tiene usted hasta las narices con tanta confidencia matrimonial!

La calle nos recibió con humedad, con coches que pasaban en la noche sin detenerse, sin dejar ver por quién eran conducidos.

—¿Y para cuándo es la fecha?

—Para septiembre. Pero ya le he dicho a mi futura que si no hubiéramos resuelto el caso para entonces, no habrá viaje de novios.

—¿Cree que aún estaremos arrastrando esta mierda?

—No, pero por si acaso.

—Sólo pensarlo me espanta.

—No lo piense y ya está.

—Lo intentaré.

Nos despedimos hasta el día siguiente. No me encontraba muy lejos de mi casa y decidí caminar. Me arrebujé en las solapas de mi gabardina. ¡Garzón casado, no podía creerlo! Probablemente celebrarían una boda con todos los aditamentos tradicionales de lujo y esplendor: la iglesia, los invitados, vestimentas de gala..., a lo mejor, hasta habían previsto una llegada en limusina o carroza. La imagen me hizo sonreír, pero inmediatamente mi sonrisa se apagó. La vida era extraña, dos personas que en teoría tenían poco que ver entre sí resolvían de pronto unir sus vidas hasta el final. Estaba segura de que les iría bien. ¿Por qué no? Finalmente, la soledad no era sino un cultivo de los pequeños egoísmos, de las manías, una manera de resguardarse de los peligros, pero también de renunciar a la dulzura de compartir. No criticaría a Garzón, era valiente, se decantaba por la opción más arriesgada, vivir consistía en asumir ciertos riesgos, en saber variar, en no dar por inamovible todo aquello que poseías. Y sin embargo, a pesar de aquellos argumentos bien pertrechados de prudencia y razón, sentía cierta inquietud por él. ¿Y si Beatriz se revelaba como una mujer demasiado dominante que impedía al subinspector llevar su vida normal? ¿O si acaso era el propio Garzón quien se investía de las trazas de un marido tradicional y acababa por agobiar a una esposa que se estrenaba muy tarde en esas lides? En fin, cualquiera que fuera el resultado de aquella unión, sólo cabía alegrarse por ellos so pena de ser una aguafiestas. Y yo me alegraba realmente, si bien notaba en mi fuero interno una cierta orfandad, algo así como si el club de los solitarios hubiera sido objeto de una flagrante traición. Garzón me abandonaba. De ahora en adelante, cuando inmersos en un caso difícil, o quizá en uno tan sórdido como aquél, nos despidiéramos por la noche tras una jornada de trabajo y frustraciones, el subinspector volvería a su casa, un lugar cálido donde le esperaría un plato de sopa en compañía amorosa y yo... Yo tendría el consabido trozo de carne refrigerado que la asistenta compraba para mí. Ésa sería mi recompensa: un trozo de carne, como si fuera uno de esos perros de ciudad que permanecen solos en casa y a quienes uno quiere compensar a la llegada del trabajo.

Estaba frente a la puerta de mi casa. Ya había llegado. ¿Y ahora qué, a pasar revista mental a todas aquellas tristes putas con las que había hablado a lo largo del día? ¿Era preferible largarme a aquel bar donde quizá acabara siendo conocida como la «mujer que bebe whisky a la hora de cenar»? No, entraría y me enfrentaría a mi sanguinolenta recompensa: el trozo de carne refrigerado. Armándome de valentía, abrí, me desembaracé de la gabardina lanzándola sobre el sofá, pasé a la cocina, cogí con ambas manos la puerta de la nevera como si pesara mucho, y sí, allí estaba el denigrante bistec, tapado por un plástico traslúcido, a salvo de cualquier injerencia y flanqueado por un plato de pimientos rojos asados. ¡Maldita arpía!, rugí sin hablar. ¿Es que los mercados españoles, tan ricos, tan surtidos, no albergaban otro tipo de productos? ¿No podía encontrar en ellos aquella jodida asistenta otros víveres que denotaran menos su indiferencia por mi nutrición? ¡Ni un mal muslo de pollo, ni un plato de pasta, ni una triste merluza aún congelada! Claro que había sido yo misma quien, tiempo atrás, le había pedido que no me cargara de comida grasienta e indigesta. «Nada, para cenar, si acaso, un simple bistec con verdura.» Pero una cosa era un simple bistec de vez en cuando y otra devorar todas las vacas que hay en Galicia. ¡Ah, no!, aquella noche tomaría una sopa, una sopa primorosa y entrañable. Abrí la pequeña despensa y vi que en el apartado de sopas descansaban unos sobres desde tiempo inmemorial. Leí lo que prometían: «Sopa casera con ingredientes naturales.» Exacto, ahora sólo cabía pensar que aquel engendro consistente en polvo amarillento había sido cocinado expresamente para mí. Puse a calentar agua y me di una vuelta por el salón. La luz del contestador automático parpadeaba, ni siquiera me había fijado. Tenía un mensaje de Marcos: «Petra, si llegas pronto a casa, llámame, por favor.» Busqué su número afanosamente y le llamé.

—Ya sabes, no he querido molestarte en el móvil. ¿Quieres que vayamos a cenar por ahí?

—No —respondí con obstinación innecesaria—. Quiero que vengas aquí. Estoy cocinando una sopa para los dos, pero una sopa de verdad, una sopa casera con ingredientes naturales, un plato auténtico, de los que dejaban exhaustas a nuestras abuelas después de tanto trabajar. ¿Te apetece?

—¡Aunque tuviera que comérmela con tenedor! Voy para allá.

No sabía qué era lo que estaba sucediéndome, pero me encontraba contenta, feliz. Corrí a la cocina y vertí los polvos en el agua, que hervía ya. Luego troceé la odiosa porción de carne en cuadraditos minúsculos, hice lo mismo con los pimientos y lo añadí todo a la olla. Busqué de nuevo por mis armarios: setas desecadas. Muy bien, un componente más. Mezclé también un poco de arroz y un bote de guisantes. Observé el resultado: tenía una pinta densa y desagradable, como las buenas sopas suelen tener, y no olía mal. Ignoraba a qué diablos podía saber, pero estaba segura de que las propias brujas de Macbeth hubieran firmado aquella pócima sin avergonzarse.

—¡Nunca había probado una sopa igual! —exclamó Marcos al probarla. Y yo me quedé con la respiración contenida hasta que concluyó—: Está deliciosa, en serio. No sabía que fueras tan buena cocinera.

—Ni yo tampoco. Digamos que me he entregado en brazos de la improvisación.

—Supongo que hay montones de cosas que desconocemos el uno del otro. Todo, en realidad.

—Mejor así.

—¿Cosas tan malas crees que oculto?

—No, al contrario. El problema es que me pareces demasiado perfecto, y no puede ser.

—A mí me pasa lo mismo contigo. Me pareces perfecta.

—Ambos tenemos un historial...

—No te entiendo.

—Me entiendes perfectamente. Alguien que lleva dos matrimonios a sus espaldas no puede tener todas las virtudes.

—Las virtudes de uno son defectos para el de más allá.

—Sí, eso dicen. ¿Qué virtudes ves en mí?

—Eres guapa, inteligente, tienes sentido del humor..., eres resolutiva y valiente, realista. Puedes ser tierna y benevolente.

—Pues el de más allá ve a una cuarentona no demasiado coqueta que cambia de humor cada dos por tres y tiene malas pulgas. Soy pesimista, además, y detesto los sentimentalismos, por lo que, cuando me pongo tierna, en seguida suelto una coz para contrarrestar.

Me miró sonriendo:

—Bien, pues ahora ya nos conocemos un poco mejor.

—Tú a mí me pareces sereno, inteligente, bien parecido, ecuánime y sabes lo que quieres.

—Eso último es verdad, sé lo que quiero.

Sus ojos se me clavaron como espadines. Desvié la mirada para otro lado.

—¿Y no tienes defectos?

—Pocos. No soy muy hablador ni amante de la fiesta. Siempre creo llevar no toda, pero sí parte de razón. Me cuesta abrirme a la gente y pedir consejo. Soy muy introspectivo.

—Y lento —añadí. Se echó a reír con sorpresa.

—¿Lento?

—Quizá debería decir demasiado prudente. Era bastante obvio que nos atraíamos, pero no llamabas, y sigues sin llamarme al móvil por si me molestas. Eres raro, poco pasional.

—No quiero forzarte a nada. De todas maneras... —Se quedó considerando si acababa la frase o no—. De todas maneras, no pensarás que cuando te encontré a la salida de aquella discoteca era por casualidad, ¿no? Y que todas las llamadas que te hice al principio eran para informarme sobre la resolución del caso. Lamento confesarlo, pero no fue así. Me gustaste mucho, Petra, en seguida, casi desde que te vi. Y cada vez me gustas más.

Empezamos a besarnos como locos, con un hambre cálida que no había saciado la sopa. Subimos la escalera trabándonos, tocándonos, con pequeños mugidos de deseo que no oíamos en realidad. Luego, nuestra ropa quedó diseminada por el dormitorio, como si, en vez del comienzo, aquel encuentro fuera el final de una batalla sin cuartel, en la que ganamos los dos.

—Creo que tu sopa era afrodisíaca —dijo Marcos cuando pudo abrir los ojos.

—No me extrañaría. Tengo una botella de champán en la nevera. Voy a buscarla.

Other books

Island Hospital by Elizabeth Houghton
The Notched Hairpin by H. F. Heard
The Templar Concordat by Terrence O'Brien
The Silver Falcon by Evelyn Anthony
House of Dreams by Brenda Joyce
Daredevils by Shawn Vestal
No Regrets by Ostrosky, John, Frehley, Ace, Layden, Joe