Nido vacío (31 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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—Creo que es mi pistola —dije en voz alta y clara.

Coronas siguió en plan terapéutico, intentando que yo no volviera a perder los nervios:

—No se precipite pensando que es su pistola, y mucho menos pensando que es el arma del crimen. Aquí nadie afirma nada antes de que haya pruebas fehacientes, ¿estamos? ¡Recoja la pistola según el procedimiento, agente! Y le felicito: ¡buena vista! Cuando yo era más joven, también la tenía. Y ahora me voy. Váyanse todos, no pintan nada quedándose hasta que acabe el rastreo.

No me moví ni un milímetro. Entonces la voz del comisario se hizo atronadora:

—¡¿Qué coño hace aún aquí, Petra Delicado?! ¡Debería haberse puesto ya en funcionamiento! ¿No quiere ir a hablar con el forense, presionarlo para que le tenga la autopsia prontito y todas esas guarradas que ustedes los inspectores saben hacer? ¡Pues venga, marchando!

Noté cómo le hacía una seña a Garzón indicándole que me sacara de allí. Garzón le comprendió al instante y, tomándome del codo, me hizo avanzar hacia su coche. Alcancé a oír cómo Coronas decía más bajo:

—¡Hostia, una niña asesinada, en cuanto se enteren los periodistas nos van a crucificar!

El interior del coche me pareció un lugar amable, acogedor, lleno de objetos cotidianos que devolvían la vida a la normalidad: el volante, los intermitentes, la radio... Todo había sido creado para una función que luego se cumplía sin problemas. Nada parecía fuera de su orden natural. ¿Por qué no era todo así?, ¿por qué sucedían hechos terribles a los que debíamos buscar una explicación? ¿Qué explicación podía tener aquel cuerpo eternamente dormido a tan corta edad? Aquel cuerpo había sido puesto en el mundo para crecer, para correr, para estar lleno de energía y de belleza. ¿Quién era capaz de romper su mecanismo delicado, de dejarlo apartado para siempre del decurso del mundo? Me volví hacia Garzón:

—¿Quién?

Asintió, desentrañando el último sentido de mi escueta pregunta. Se pasó las manos por la cara, como si quisiera borrar los rastros de una pesadilla, quizá despertarse de ella.

—Vamos al Mirablau. Necesito beber algo.

Condujo en silencio. Estaba tan impresionado como yo, si bien en su mente no flotaba la imagen fantasmal de la pistola robada.

—Éste ha resultado ser un juego de muerte —dije.

—Demasiadas muertes ya, demasiadas.

—Al fin he recuperado mi arma —añadí tristemente.

En el Mirablau nos sentamos frente a los amplios ventanales, con sendos whiskys en la mano. Barcelona se extendía a nuestros pies, una ciudad ordenada y magnífica. Sin embargo, por primera vez me pareció un lugar extraño, cargado de arcanos indescifrables y amenazadores. Allí, en aquel conglomerado de barrios y calles poblados por gente corriente que se levantaba por la mañana, acudía a trabajar, se relacionaba, hacía el amor, comía y dormía, leía libros y acudía al teatro y al cine, se agazapaban seres de alma contrahecha, capaces de marcar cualquier momento con el sello de la tragedia y el horror. El subinspector rompió el silencio, y como si hubiera seguido punto por punto el hilo de mis pensamientos, dijo:

—Mire, Petra. Supongo que la manera de salir de esto es no buscarle demasiadas explicaciones humanas ni divinas. Esforcémonos por darle a todo la forma policial. Es decir, hemos encontrado un cuerpo muerto, de una menor. Y junto a él estaba un arma que se sustrajo en su día. Sin más. Situémonos en el caso y no salgamos de él. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Le entiendo.

—Lo único que podemos hacer, lo único que en realidad se nos pide consiste en esclarecer los crímenes. El mundo que hay detrás no es de nuestra incumbencia.

—Así es.

—El resto está fuera de nuestro alcance. Somos gente normal, no lo olvide. La única diferencia entre nosotros y los demás ciudadanos es que, en vez de horrorizarnos con los asesinatos leyendo la información en el periódico, los vivimos en directo. Para lo cual es necesario tener dos cojones.

—Preferiría que dijera agallas.

—¿Cuántas agallas quiere que diga? Siendo agallas no es necesario que sean dos.

—Diga un número indeterminado de agallas.

Nos sonreímos. El peligro de caer por la pendiente se había conjurado una vez más gracias a la sabiduría de mi compañero, gracias al remedio universal de la amistad. Yo también debía poner algo de mi parte, porque Garzón no era de piedra. Así que le dirigí uno de mis ataques jocosos y añadí:

—Quizá las mismas agallas que se necesitan para contraer matrimonio.

Se animó:

—No sé si se ha dado cuenta, pero el verbo «contraer» también se utiliza para las enfermedades. ¿Será una pura casualidad?

—¿Qué otra cosa puede ser?

—Debo de haberme convertido en un gilipollas. Sé que voy a contraer una enfermedad peligrosa y sigo adelante por propia decisión. Claro que siempre estoy a tiempo de aplicar el dicho: «Más vale prevenir que curar.»

—¿Y pegar una espantada?

—O una estampida, lo que sea, pero seguir viudo.

—¿Y dónde voy a lucir yo la pamela que me he comprado si no es en su boda?

—¿Se ha comprado una pamela? ¡No me lo puedo creer! ¡Ah, pues entonces me caso!, con tal de verla con eso en la cabeza... ¿Es muy grande, la pamela?

—Como una plaza de toros.

—¡Bien! Voy a buscar otros dos whiskys para celebrar que me ratifico en el matrimonio. De todas maneras, es una institución que no está tan mal. Significa compañía, ayuda mutua, colaboración, consuelo... Claro que también peleas y diplomacias y explicaciones, y manías que se deben tolerar. Pero en conjunto...

—En conjunto, ¿qué?

—Me niego a pensarlo sin un whisky.

Ambos reímos y, mientras se alejaba hacia la barra, constaté que ya me encontraba mucho mejor.

Delia llevaba un pelo en su jersey rosa que no se correspondía con los propios. También se recogieron en el lugar colillas y fibras de tejido, aunque lo más probable era que nada tuvieran que ver con el hallazgo del cadáver. La maniobra de arrastrar un cuerpo desde la carretera y dejarlo a cierta distancia de ella, metido en el bosque, debe de ser algo rápido por necesidad. Nadie suele entretenerse en esas circunstancias fumando cigarrillos. Por otra parte, Collserola no es un parque tan apartado ni recóndito como para no recibir la visita de paseantes, posibles parejas fornicadoras, buscadores de setas o los propios guardias forestales, que fueron quienes encontraron el cuerpo. No debíamos tener demasiada confianza en las pruebas recolectadas durante el rastreo. Sólo aquel pelo enredado entre la lana del jersey podía dar juego llegado el caso. Se llevó a analizar.

Mi Glock estaba limpia de huellas, absolutamente. Alguien la había frotado, quizá incluso con alcohol, antes de tirarla. Todo hacía pensar que la persona que llevó el cadáver hasta el emplazamiento en el que lo encontraron lanzó desde allí la pistola con fuerza. La culata presentaba un pequeño impacto que había sido ocasionado al chocar contra una piedra.

Las ropas que llevaba la niña eran de buena calidad: nuevas, calientes, y dentro de la moda infantil actual: colores vivos, pequeños estampados y rayas. Nada indicaba que hubiera transitado por ahí en hábito de mendiga. Alguien había estado cuidándola.

Nos faltaba la prueba del león: la autopsia, y no fue preciso forzar nada. El hecho de que se tratara de una niña asesinada aceleró todos los procesos de modo automático. El forense que nos tocó en suerte, el doctor Miguel Argentos, era un hombre de mediana edad, muy resuelto, que incluso nos brindó la opción de estar presentes durante las operaciones. Declinamos la invitación, pero esperamos fuera, acechando como perros que necesitaran un alimento concreto para vivir.

Ya conocíamos los pasillos del Instituto Anatómico Forense, otras veces habíamos aguardado allí datos importantes. Probablemente esa circunstancia propició que la emotividad no se disparara, que no traspasáramos las fronteras de profesionalidad que nos habíamos fijado.

A las siete de la tarde apareció el forense, cansado y serio:

—Vengan a los despachos y comentamos.

Tomamos asiento frente a su mesa. Se quitó las gafas en un gesto impetuoso y se masajeó los ojos con insistencia:

—No es un plato de gusto, se lo aseguro. Y eso que por aquí pasan muchos niños: accidentes casi siempre, por supuesto. Nunca había visto ninguno con un tiro en la cabeza, la verdad. Cuesta creerlo. ¿Tienen idea de quién ha sido?

—Aún no, pero caerá.

—Eso espero. Los hombres somos los animales más salvajes de la naturaleza.

Empecé a impacientarme:

—Doctor...

—Ya sé, ya sé, en seguida voy al grano, pero necesitaba descomprimir. Veamos, voy a leerles las conclusiones.

—Que sea muy coloquial —pidió Garzón.

—De acuerdo. El estado general de la niña era bueno. Limpia, bien nutrida, bien cuidada. No presentaba señales de violencia ni había sufrido abusos sexuales ni en el momento de la muerte ni con anterioridad. En una primera inspección, pendiente de confirmación por análisis de los órganos internos, no parecía haber ingerido drogas, sustancias medicamentosas ni alcohol. Murió sobre las diez de la noche, como indicó el primer informe de mi colega. La causa de la muerte fue un disparo de arma de fuego, ejecutado a muy poca distancia. El proyectil entró por la base de la cabeza y se alojó en ella. Lo hemos recuperado. El cadáver tiene sólo el dorso de ambas manos ligeramente arañado. Es posible que esas escoriaciones poco profundas se produjeran al arrastrarlo unos metros, no muchos, hasta el lugar donde fue hallado, según el informe policial previo. Las piernas se encontraban intactas dado que estaban protegidas por los pantalones que la niña vestía. Y poco más. Cuando analicen los órganos quizá pueda añadirse algún dato, aunque lo dudo. ¿Tienen preguntas?

—¿Cree que murió en el acto?

—Sí, a esa distancia seguro que sí.

—Es un pequeño consuelo pensar que no sufrió.

—Dentro de la enormidad del crimen, lo es.

Hizo un gesto que transmitió hasta nosotros toda la impotencia que sentía. Se lo devolví, indicándole que esa misma impotencia sentíamos nosotros también.

—Les voy a preparar una copia del informe para que se la lleven. Y tengan cuidado al salir.

—¿Cuidado?

—Ya han venido un par de periodistas a husmear, creí que estaban al tanto.

Era algo que ya cabía esperar. Hasta el momento, nuestro caso había pasado desapercibido para la prensa. Las notas que la policía había facilitado hablaban de un posible mafioso y de una prostituta extranjera, sin determinar vinculación entre ambos. Ninguno de esos sujetos tenía nada de insólito que les pudiera llamar la atención en particular. Pero una niña asesinada era otra historia, ahí podían hundir los dedos en la miel. Era preciso hablar inmediatamente con la jueza Flora Mínguez para que decretara el secreto de sumario.

En efecto, a la salida del Anatómico Forense, un joven se nos acercó:

—Inspectora, soy Diego Rayo, de la sección de Sociedad de
El Periódico de Catalunya
. Hemos sabido que el caso de esa niña que han matado lo lleva usted, y...

—Lo siento, no puedo decirle nada. Creo que mañana el portavoz de la policía dará una rueda de prensa. Pregunte allí lo que quiera saber.

—Sí, pero ya que parece que salen ustedes de la autopsia, a lo mejor podrían decirme si...

El subinspector dio un paso decidido hacia él y lo cogió por la pechera del jersey.

—¿Cómo puede ser tan bestia, es que no se ha enterado de lo que le ha dicho mi jefa? ¡Una niña de cuerpo presente y ustedes, los periodistas, dando la vara! Si no se larga inmediatamente le arrearé un puñetazo en la boca que le dejará los dientes bailando.

Para que su amenaza tuviera más visos de realidad, le puso un puño frente a la cara. El chico, aterrorizado, retrocedió y salió del alcance de mi compañero. Sólo entonces dijo, indignado:

—Creí que este tipo de cosas ya no sucedían en la policía española de la democracia, pero veo que por ustedes no ha pasado el tiempo. Sepa que pienso publicar esto.

El subinspector hizo ademán de salir tras él y yo lo contuve. Tronó con su vozarrón de los enfados serios:

—¡Publica lo que te dé la gana, pero desaparece de mi vista, maldita alimaña!

El periodista salió corriendo y Garzón siguió renegando junto a mí. Lo miré con desaprobación:

—¡Joder, Fermín! ¿Cree que valía la pena?

—Pues claro que valía la pena. Esos cuervos carroñeros me ponen enfermo.

—Ellos hacen su trabajo y nosotros el nuestro. No puede usted cargar sobre él todo el plus de emotividad que este asesinato está ejerciendo sobre nosotros. Le ruego que se calme.

—Porque usted me lo pide. De lo contrario, hubiera corrido tras ese enano y le hubiera enseñado lo que es una policía auténticamente democrática.

—Basta ya. Sigamos con lo nuestro. Vamos a ver los objetos de Delia.

No llevaba nada encima. Sólo la ropa. Nos la mostraron. Me impresionó ver sus pequeños zapatos tipo merceditas, de color azul, sus calcetines con dos borlas rosas en la parte trasera. El policía a cargo nos informó de que las suelas no contenían restos significativos, y que la única prueba consistía en el pelo enredado en el jersey que ya se encontró en un primer momento. Otra etapa concluida. Me había propuesto ser metódica y desapasionada, cumplir paso a paso con la investigación, convencida de que volcar sobre ella mis sentimientos de horror no haría sino entorpecerla.

—¿Qué debemos hacer ahora, Fermín?

—Descansar, inspectora. ¿Ha visto qué hora es? Creo que lo mejor será continuar mañana.

—Váyase a casa. Yo voy a pasar un rato por el despacho.

—No se quede hasta muy tarde. Es preferible estar mañana en buenas condiciones.

Lo vi alejarse. Había en su modo de andar, de elevar los hombros y hundir la cabeza, algo de hombre derrotado. Estaba casi segura de que aquél era uno de los casos más complejos y frustrantes en los que el subinspector había trabajado jamás. Pero no me atrevía a preguntárselo.

En comisaría ya quedaba muy poca gente. Entré en mi despacho, me desplomé sobre mi silla y me quedé largo rato mirando la pared. Dos golpes en la puerta a modo de pretendida petición de permiso precedieron al comisario Coronas. Se quedó parado al observar mi inmovilidad y la ausencia de papeles sobre mi mesa. El ordenador estaba apagado.

—¿Qué hace?, ¿meditando?

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