Nido vacío (7 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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En cualquier caso, Fermín Garzón estaba en lo cierto, debía retomar el trabajo habitual y dejar mi pistola robada como algo complementario. De esa manera, también conseguiría no caer de bruces en el «lodazal» que me resultaba tan inquietante. Aunque no era sencillo, las ideas, cada vez menos fundamentadas en realidades lógicas, me asaltaban a cada momento. El inspector Machado había dicho que un grupo de «niños de la calle» solía apostarse junto a comisaría. Casi una provocación, según él; si bien podía ser algo más: ¿era posible que estuvieran espiando a los policías que entrábamos y salíamos de allí para seguirnos, pescarnos en un descuido y robar nuestra pistola? ¿Había sido yo la elegida? La niña rumana, ¿era la enviada de alguien que quería hacerse con armas? No, ésa era una mala suposición, la pistola de un policía deja mucho rastro tras de sí, es fácil de identificar. Sólo la casualidad explicaba los hechos.

Llamaron por teléfono. Una tal Inés Buendía, psicóloga en el centro El Roure.

—¿Nos conocimos el otro día? —le pregunté.

—La vi por nuestro centro, pero nadie nos presentó. Soy la psicóloga de El Roure, atendí a Delia cuando estuvo aquí y, bueno, quizá hay algún dato de interés sobre ella que yo le podría dar. ¿Le parece que tomemos un café mañana?

—Perfecto, estaré en el centro sobre las nueve, ¿le viene bien?

—Mejor encontrémonos en algún bar; no tengo muchas ganas de que la señora Loredano sepa que hemos hablado. Y si puede ser a las ocho, mejor; así llegaré a trabajar sin retraso.

Concerté una cita y pensé que debía irme pronto a la cama para llegar puntual al día siguiente. Pero di demasiadas vueltas buscando el sueño, que jugó al escondite conmigo. Lo encontré tarde y mal.

No me había fijado en Inés en mis visitas al centro de menores. Era una chica joven de aspecto un tanto hippy y sonrisa franca.

—Estoy un poco apurada por hacerla venir, inspectora.

—¿Por qué?

—Porque a lo mejor lo que voy a decirle es una tontería que no la ayuda en nada.

—Todo sirve en una investigación.

—La señora Loredano me contó la entrevista con usted.

—No estuvo muy colaboradora, si he de decir la verdad.

—Tiene un trato un poco difícil, pero no es mala persona. Lo que pasa es que el centro es su vida, lo que le importa más en el mundo. Desde que ella se hizo cargo hace seis años, las cosas han funcionado mucho mejor. Pero lo lleva todo con mano de hierro, protege mucho a los niños internos y no le gusta que la policía ni los jueces vengan a alterar nuestro ritmo normal.

—¿Cree que dejó de decirme algo importante?

—No estoy segura. ¿Le contó algo del carácter de Delia?

—Comentó que no era fácil de llevar.

—Era más que eso, inspectora, aquella niña estaba siempre enfurecida, como si estuviera todo el tiempo rodeada de enemigos.

—¿No recibió ayuda psicológica?

—La directora y un psiquiatra dictaminaron que primero tenía que ambientarse un poco al lugar; después recibiría tratamiento.

—¿Suele hacerse así?

—En los casos de mala disposición, sí.

—¿En qué consistía la furia de esa niña?

—Estaba siempre enfadada, se negaba a hablar, nos miraba a todos con un odio que no es normal ni siquiera en estos chavales, por más resabiados que estén. Yo creo que le habían hecho algo, pero no sé qué. Y no crea que era una chiquilla tonta. Para nada era tonta. Sabía cuidarse y cómo hacer las cosas. Lo único era el odio, esa furia que llevaba dentro. A mí me impresionó.

—Me extraña mucho que no la pusieran inmediatamente en manos de un psiquiatra.

—No hubo tiempo, inspectora, en seguida se fugó.

—¿Por qué le dieron permiso para salir en una excursión?

—Intentábamos que se habituara a estar con nosotros; si no hubiera hecho lo mismo que los demás niños, aún habría sido peor.

Cabeceé varias veces procurando ordenar lo que había oído.

—Inspectora, no le diga a la señora Loredano que la he llamado. No se lo tomaría a bien, diría que me meto donde no me importa, y total... A lo mejor ha sido un acto impulsivo por mi parte, pero no me hubiera quedado tranquila de no contarle lo que sé. ¿Le ha servido para algo?

—Puede estar convencida de que sí.

¿Me había servido para algo? La niña rumana, ladrona, sin familia y sin nombre estaba enfurecida. Ahora tenía un nuevo interrogante en mi colección: ¿de dónde provenía su furia? Aunque lo raro hubiera sido que se encontrara de buen humor, las niñas rumanas que roban no suelen estar en España de viaje escolar.

El taller de confección en La Teixonera, un barrio de clase trabajadora al norte de la ciudad, no era sino un gran almacén en el que unas quince mujeres rumanas cosían piezas de sostenes baratos. La dueña, de unos sesenta años, desgreñada y teñida de rubio platino, no nos recibió demasiado bien.

—Todo está legal. Las chicas tienen papeles y permiso de trabajo, también un contrato. Por aquí ya ha pasado todo Dios:
mossos d'esquadra
, municipales, inspectores de Hacienda, de Sanidad... ¡todo Dios! Cumplimos los horarios y todas las ordenanzas, reciclamos las cajas de cartón en las que nos llega el material, ¿qué más quieren que hagamos?, ¿adoptar perros de la perrera?

—¡Un momento, señora! —tronó Garzón—. ¡Ni siquiera nos ha dejado empezar a hablar!

—¡Hombre, vamos a ver, es que cuando la policía va de visita nunca es para invitarte a una fiesta precisamente! Luego se hinchan de decir en la tele que a los pequeños empresarios nos van a dar facilidades. ¡Mentira, ni siquiera nos permiten trabajar en paz!

—¡Basta! —la atajé. Se había disparado algo en mi interior que me impelía a estrangularla con mis propias manos—. No todos los pequeños empresarios son gente intachable. Hemos visto guarradas a montones, sobre todo cuando emplean inmigrantes.

—Yo les doy trabajo y les pago lo que marca la ley.

—Sí, usted es maravillosa, la empresaria modelo, y eso es algo que comprobaremos escrupulosamente, se lo aseguro.

—¡Los chinos acabarán acaparando el mercado de la ropa y se lo habremos puesto en bandeja!

Las dos gritábamos. Las costureras rumanas, mujeres bastante jóvenes, se miraban unas a otras; al principio, asustadas, divertidas después. Que su jefa se liara en una discusión debía de parecerles un entretenimiento.

—Señora, por favor —a Garzón le tocaba el papel moderado—. Querrá saber por qué estamos aquí, ¿no?

—Por nada bueno.

—Eso mismo pienso yo. Vamos a ver, ¿cree que alguna de sus chicas puede estar metida en algo poco limpio cuando sale de aquí?

—¡Y yo qué coño sé! No las sigo hasta su casa, ni cuando llegan a las ocho les pregunto cuántos polvos han echado esa noche.

Algunas chicas rieron, supuse que casi todas nos entendían. Le di un codazo a Garzón:

—Vámonos, subinspector, no vale la pena seguir.

—Sí, más vale que se marchen, aquí no tienen nada que rascar.

—Espero que sea verdad que en este taller es todo legal; por su propio bien.

—¡Ah, mire cómo tiemblo! ¡Que les vaya muy bien!

La calle nos acogió con un tráfico denso y ruidoso. Garzón rezongó, casi riendo:

—¡Vaya fiera! Debe de ser viuda; al marido seguro que se lo comió.

—No sé qué le hace tanta gracia, Fermín, ¡ha sido horrible!

—¡Tanto como horrible!...

—Muy desagradable, de verdad. Esa tipa, hablándonos de una manera agresiva y vulgar, el local deprimente... Hasta me encuentro mal.

Se dio cuenta de que no bromeaba.

—Es verdad, está pálida. Entremos en aquel bar.

Era un local miserable lleno de viejos con gorra y cazadora que jugaban a las cartas, armando jaleo de risas y comentarios. La televisión, a todo volumen, emitía un partido de fútbol. Pedimos un té en la barra. Garzón lanzaba miradas a la pantalla. Bebí, como si realmente la infusión fuera a librarme del malestar que sentía. Todo a nuestro alrededor era cutre, apagado, tristón.

—¿Ya se encuentra mejor?

—No, este bar es espantoso.

Se rió quedamente por debajo del bigote. Me habló en tono paternal:

—¿Qué vamos a hacer con usted, inspectora? Una bruja que berrea no puede dejarla fuera de combate. No le haga ni caso y en paz.

—No es fácil; lo malo de vivir sola es que, cuando llegue a casa, esa bruja, como usted la llama, me perseguirá un buen rato hasta que logre sacarla de mi mente.

—Ya sabía yo que estos ambientes a usted... En el fondo es demasiado de buena familia para ejercer como policía.

—No diga chorradas. Que le pongan vigilancia muy discreta al taller de la bruja.

—Ahora ya me gusta más.

—Me alegro, aunque comprenderá que gustarle no es una prioridad en mi vida.

—Comprobar que vuelve a ponerse borde también me tranquiliza. Ahora ya se encuentra usted en su estado natural. Aprovecho para decirle que no vamos a encontrarle nada a la bruja, seguro. Debe de tenerlo todo bien atado; de lo contrario, no se hubiera puesto tan farruca.

—Pues sí que ha soplado mal el soplón.

—Esperemos. Una buena vigilancia discreta puede dar resultados.

—Suponiendo que Coronas nos la autorice. Como no hay caso abierto...

—Mande a Yolanda: anda desocupada últimamente. Puede turnarse con Sonia, su compañera. Aunque hoy no es necesario, la bruja no moverá ni un dedo si es que anda pringada. A partir de mañana, sí.

—Hablaré con el comisario para que nos autorice a vigilar.

—Ya lo hará mañana, es tarde. ¿Va a ir a la fiesta de Yolanda?

—Le dije que iría.

—Estará su novio, que si no recuerdo mal, lo fue de usted hace un tiempo.

—Me da igual; no creo que sea un encuentro peor que el que acabamos de tener con la bruja. ¿Irá Beatriz?

—Hemos quedado directamente en el lugar. Me ha costado convencerla, no crea. Dice que no pintamos nada a nuestra edad en una discoteca.

—Tampoco pinto yo, pero me irá bien distraerme. No quiero soñar esta noche con la bruja.

Al salir del bar vimos las cristaleras opacas del taller. Dentro, ya habían encendido la luz, sin duda fluorescente por su color blancuzco.

—Es una faena, ¿verdad, Fermín? Vienes desde tu país pensando que aquí te espera una vida con más oportunidades y te encuentras todo el puto día cosiendo sujetadores en un garito como ése.

—¡De todo hay en la viña del Señor!

—¡Joder, el Señor podría haber plantado una viña con más uvas y menos sarmientos!

—De haberla tenido a usted al lado, lo hubiera hecho, inspectora; con tal de no oírla despotricar, hubiera completado a su gusto toda la creación.

Era cierto que dos seniors como nosotros no pintábamos nada en una discoteca, pero en realidad nadie podría haber pintado gran cosa, porque el sitio estaba oscuro como boca de lobo. Tampoco se podían haber compuesto sinfonías porque la música «disco» sonaba a toda castaña. Y no digamos nada de escribir un poema con aquel tremendo follón de jóvenes que bailaban y apuraban cervezas. Ninguna actividad artística estaba indicada en Sacrifices, el antro donde se celebraba la fiesta. Lo que se imponía allí era libar y hacer el ganso.

Yolanda, al verme, corrió como loca hacia mí. Estaba preciosa, con un vestido corto y estrecho que parecía un retal. Me echó los brazos al cuello en un gesto de afecto que me dejó pasmada.

—¡Inspectora, creí que no vendría!

Las demostraciones amorosas me incomodan. Di un paso atrás pretextando sacar un paquete del bolso.

—¿No ha venido con usted el subinspector?

—Está fuera, esperando a su novia. Toma, felicidades.

Le pasé mi regalo. Lo abrió. Un frasco de perfume. El colmo de la originalidad.

—¡Inspectora, pero este perfume vale una pasta loca!

Desde lejos, acodado en la barra, distinguí a Ricard con un vaso en la mano. Lo levantó a modo de saludo. Adoptó una pose de Bogart en acción. ¡Valiente individuo!, pensé. Un ligue pasajero al que no hubiera vuelto a ver de no haberse enamorado Yolanda de él. En fin, paciencia. Alguien me cogió por el talle. Beatriz, muy contenta de verme, me plantó dos besos sonoros en sendas mejillas.

—¡Dichosos los ojos!

—¿No ha venido tu hermana?

—Está en el cine, con el juez.

Abrazó a Yolanda. Le dio otro regalo. Ella hizo ademán de desmayarse cuando lo desenvolvió. Era un costoso camafeo de plata.

—¡La hostia, es precioso! Perdón, quiero decir que me gusta muchísimo.

—Lo habíamos entendido —la tranquilicé.

Se acercó la policía Sonia, miró los obsequios:

—Yo quiero ser amiga de tus amigos.

—Ven, vamos a enseñárselo a los demás.

Se alejaron cogidas de la mano, entre muchachos de pelo rapado y niñas con
piercings
en la nariz. Beatriz me hizo un gesto comprensivo:

—¡La juventud!

—Son todos horribles, ¿verdad?

Soltó una carcajada:

—¡La misma Petra de siempre! Vamos a tomar algo. No se me ocurre otra cosa que podamos hacer aquí, habrá que emborracharse.

Una vez en la barra, mientras Garzón y Beatriz pedían bebidas, Ricard se acercó a mí. Nos besamos en las mejillas.

—¿Cómo estás, Petra?

—Como de costumbre.

—Yo te veo espléndida.

—Tan espléndida como de costumbre, entonces.

Asintió sonriendo. Sin duda recordaba nuestras sesiones de esgrima verbal.

—Yolanda te admira mucho. Dice que le gustaría llegar a ser una policía como tú y hacer las cosas como tú las haces.

—Yolanda es una chica muy afectuosa, pero con poco criterio para valorar a las personas.

—Supongo que eso me incluye a mí también.

—No estaba pensando en ti. ¿Te extraña?

—Petra Delicado, siempre dispuesta a descerrajar un tiro certero sobre su interlocutor.

—No hay peligro, siempre empleo munición ligera.

Me pareció que había cambiado. Estaba más sereno, menos alocado en su modo de hablar. Garzón se acercó con un vaso para mí. Se saludaron, también con Beatriz, que llegó después. Aproveché para dar una vuelta por la fiesta. Había algunos policías de la edad de Yolanda que me decían hola con cierta incomodidad; debían de preguntarse si era necesario que su amiga me hubiera invitado. La presencia de un jefe no es grata cuando se está en plena celebración. Tenía que huir de allí sin que nadie se diera demasiada cuenta. Todo era cuestión de esperar un poco, pero ni siquiera para eso me veía con ánimos. Inicié una maniobra discreta para aproximarme a la salida. Un grupo de chicas que entraban gritando me vino de perlas. En dos zancadas alcancé el exterior. Di una vuelta sobre mí misma y en ese momento, sin tiempo siquiera de aspirar una bocanada de aire fresco, un hombre que sonreía me tendió la mano:

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