Niebla (15 page)

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Authors: Miguel De Unamuno

BOOK: Niebla
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Los hombres de palabra primero dicen una cosa y después la piensan, y por último la hacen, resulte bien o mal luego de pensada; los hombres de palabra no se rectifican ni se vuelven atrás de lo que una vez han dicho. Y él dijo que iba a emprender un viaje largo y lejano.

¡Un viaje largo y lejano! ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?, ¿adónde?

Anunciáronle que una señorita deseaba verle. «¿Una señorita?» «Sí —dijo Liduvina—, me parece que es... ¡la pianista!» «¡Eugenia!» «La misma.» Quedóse suspenso. Como un relámpago de mareo pasóle por la mente la idea de despacharla, de que le dijeran que no estaba en casa. «Viene a conquistarme, a jugar conmigo como con un muñeco —se dijo—, a que le haga el juego, a que sustituya al otro...» Luego lo pensó mejor. «¡No, hay que mostrarse fuerte!»

—Dile que ahora voy.

Le tenía absorto la intrepidez de aquella mujer. «Hay que confesar que es toda una mujer, que es todo un carácter, ¡vaya un arrojo!, ¡vaya una resolución!, ¡vaya unos ojos!; pero, ¡no, no, no, no me doblega!, ¡no me conquista!»

Cuando entró Augusto en la sala, Eugenia estaba de pie. Hízole una seña de que se sentara, mas ella, antes de hacerlo, exclamó: «¡A usted, don Augusto, le han engañado lo mismo que me han engañado a mí!» Con lo que se sintió el pobre hombre desarmado y sin saber qué decir. Sentáronse los dos, y se siguió un brevísimo silencio.

—Pues sí, lo dicho, don Augusto, a usted le han engañado respecto a mí y a mí me han engañado respecto a usted; esto es todo.

—Pero ¡si hemos hablado uno con otro, Eugenia!

—No haga usted caso de lo que le dije. ¡Lo pasado, pasado!

—Sí, siempre es lo pasado pasado, ni puede ser de otra manera.

—Usted me entiende. Y yo quiero que no dé a mi aceptación de su generoso donativo otro sentido que el que tiene.

—Como yo deseo, señorita, que no dé a mi donativo otra significación que la que tiene.

—Así, lealtad por lealtad. Y ahora, como debemos hablar claro, he de decirle que después de todo lo pasado y de cuanto le dije, no podría yo, aunque quisiera, pretender pagarle esa generosa donación de otra manera que con mi más puro agradecimiento. Así como usted, por su parte, creo...

—En efecto, señorita, por mi parte yo, después de lo pasado, de lo que usted me dijo en nuestra última entrevista, de lo que me contó su señora tía y de lo que adivino, no podría, aunque lo deseara, pretender cotizar mi generosidad...

—¿Estamos, pues, de acuerdo?

—De perfecto acuerdo, señorita.

—Y así, ¿podremos volver a ser amigos, buenos amigos, verdaderos amigos?

—Podremos.

Le tendió Eugenia su fina mano, blanca y fría como la nieve, de ahusados dedos hechos a dominar teclados, y la estrechó en la suya, que en aquel momento temblaba.

—Seremos, pues, amigos don Augusto, buenos amigos, aunque esta amistad a mí...

—¿Qué?

—Acaso ante el público...

—¿Qué? ¡Hable!, ¡hable!

—Pero, en fin, después de dolorosas experiencias recientes he renunciado ya a ciertas cosas...

—Explíquese usted más claro, señorita. No vale decir las cosas a medias.

—Pues bien, don Augusto, las cosas claras, muy claras. ¿Cree usted que es fácil que después de lo pasado y sabiendo, como ya se sabe entre nuestros conocimientos, que usted ha deshipotecado mi patrimonio regalándomelo así, es fácil que haya quien se dirija a mí con ciertas pretensiones?

«¡Esta mujer es diabólica!», pensó Augusto, y bajó la cabeza mirando al suelo sin saber qué contestar. Cuando, al instante, la levantó vio que Eugenia se enjugaba una furtiva lágrima.

—¡Eugenia! —exclamó, y le temblaba la voz.

—¡Augusto! —susurró rendidamente ella.

—Pero, ¿y qué quieres que hagamos?

—Oh, no, es la fatalidad, no es más que la fatalidad; somos juguete de ella. ¡Es una desgracia!

Augusto fue, dejando su butaca, a sentarse en el sofá, al lado de Eugenia.

—¡Mira, Eugenia, por Dios, que no juegues así conmigo! La fatalidad eres tú; aquí no hay más fatalidad que tú. Eres tú, que me traes y me llevas y me haces dar vueltas como un argadillo; eres tú, que me vuelves loco; eres tú, que me haces quebrantar mis más firmes propósitos; eres tú, que haces que yo no sea yo...

Y le echó el brazo al cuello, la atrajo a sí y la apretó contra su seno. Y ella tranquilamente se quitó el sombrero.

—Sí, Augusto, es la fatalidad la que nos ha traído a esto. Ni... ni tú ni yo podemos ser infieles, desleales a nosotros mismos; ni tú puedes aparecer queriéndome comprar como yo en un momento de ofuscación te dije, ni yo puedo aparecer haciendo de ti un sustituto, un vice, un plato de segunda mesa, como a mi tía le dijiste, y queriendo no más que premiar tu generosidad...

—Pero ¿y qué nos importa, Eugenia mía, el aparecer de un modo o de otro?, ¿a qué ojos?

—¡A los mismos nuestros!

—Y qué, Eugenia mía...

Volvió a apretarla a sí y empezó a llenarle de besos la frente y los ojos. Se oía la respiración de ambos.

—¡Déjame!, ¡déjame! —dijo ella, mientras se arreglaba y componía el pelo.

—No, tú... tú... tú... Eugenia... tú...

—-No, yo no, no puede ser...

—¿Es que no me quieres?

—Eso de querer... ¿quién sabe lo que es querer? No sé... no sé... no estoy segura de ello...

—¿Y esto entonces?

—¡Esto es una... fatalidad del momento!, producto de arrepentimiento... qué sé yo... estas cosas hay que ponerlas a prueba... Y además, ¿no habíamos quedado, Augusto, en que seríamos amigos, buenos amigos, pero nada más que amigos?

—Sí, pero... ¿Y aquello de tu sacrificio? ¿Aquello de que por haber aceptado mi dádiva, por ser amiga, nada más que amiga mía, no va ya a haber quien te pretenda?

—¡Ah, eso no importa; tengo tomada mi resolución!

—¿Acaso después de aquella ruptura...?.

—Acaso...

—¡Eugenia! ¡Eugenia!

En este momento se oyó llamar a la puerta, y Augusto, tembloroso, encendido su rostro, exclamó con voz seca: «¿Qué hay?»

—¡La Rosario, que espera! —dijo la voz de Liduvina.

Augusto cambió de color, poniéndose lívido.

—¡Ah! —exclamó Eugenia—, aquí estorbo ya. Es la... Rosario que le espera a usted. ¿Ve usted cómo no podemos ser más que amigos, buenos amigos, muy buenos amigos?

—Pero Eugenia...

—Que espera la Rosario...

—Y si me rechazaste, Eugenia, como me rechazaste, diciéndome que te quería comprar y en rigor porque tenías otro, ¿qué iba a hacer yo luego que al verte aprendí a querer? ¿No sabes acaso lo que es el despecho, lo que es el cariño desnidado?

—Vaya, Augusto, venga esa mano; volveremos a vernos, pero conste que lo pasado, pasado.

—No, no, lo pasado, pasado, ¡no!, ¡no!, ¡no!... —Bien, bien, que espera la Rosario...

—Por Dios, Eugenia...

—No, si nada de extraño tiene; también a mí me esperaba en un tiempo el... Mauricio. Volveremos a vemos. Y seamos serios y leales a nosotros mismos.

Púsose el sombrero, tendió su mano a Augusto que, cogiéndosela, se la llevó a los labios y la cubrió de besos, y salió, acompañándola él hasta la puerta. La miró un rato bajar las escaleras garbosa y con pie firme. Desde un descansillo de abajo alzó ella sus ojos y le saludó con la mirada y con la mano. Volvióse Augusto, entró al gabinete, y al ver a Rosario allí de pie, con la cesta de la plancha, le dijo bruscamente: «¿Qué hay?»

—Me parece, don Augusto, que esa mujer le está engañando a usted...

—Y a ti ¿qué te importa?

—Me importa todo lo de usted.

—Lo que quieres decir es que te estoy engañando...

—Eso es lo que no me importa.

—¿Me vas a hacer creer que después de las esperanzas que te he hecho concebir no estás celosa?

—Si usted supiera, don Augusto, cómo me he criado y en qué familia, comprendería que aunque soy una chiquilla estoy ya fuera de esas cosas de celos. Nosotras, las de rni posición...

—¡Cállate!

—Como usted quiera. Pero le repito que esa mujer le está a usted engañando. Si no fuera así y si usted la quiere y es ese su gusto, ¿qué más quisiera yo sino que usted se casase con ella?

—Pero ¿dices todo eso de verdad?

—De verdad.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve.

—Ven acá —y cogiéndola con sus dos manos de los sendos hombros la puso cara a cara consigo y se le quedó rnirando a los ojos.

Y fue Augusto quien se demudó de color, no ella.

—La verdad es, chiquilla, que no te entiendo.

—Lo creo.

—Yo no sé qué es esto, si inocencia, malicia, burla, precoz perversidad...

—Esto no es más que cariño.

—¿Cariño?, ¿y por qué?

—¿Quiere usted saber por qué?, ¿no se ofenderá si se lo digo?, ¿me promete no ofenderse?

—Anda, dímelo.

—Pues bien, por... por... porque es usted un infeliz, un pobre hombre...

—¿También tú?

—Como usted quiera. Pero fíese de esta chiquilla; fíese de... la Rosario. Más leal a usted... ¡ni
Orfeo!

—¿Siempre?

—¡Siempre!

—¿Pase lo que pase?

—Sí, pase lo que pase.

—Tú, tú eres la verdadera —y fue a cogerla.

—No, ahora no, cuando esté usted más tranquilo. Y cuando no...

—Basta, te entiendo.

Y se despidieron.

Y al quedarse solo se decía Augusto: «Entre una y otra me van a volver loco de atar... yo ya no soy yo...»

—Me parece que el señorito debía dedicarse a la política o a algo así por el estilo —le dijo Liduvina mientras le servía la comida—; eso le distraería.

—¿Y cómo se te ha ocurrido eso, mujer de Dios?

—Porque es mejor que se distraiga uno a no que le distraigan y... ¡ya ve usted!

—Bueno, pues llama ahora a tu marido, a Domingo, en cuanto acabe de comer, y dile que quiero echar con él una partida de tote... que me distraiga.

Y cuando la estaba jugando dejó de pronto Augusto la baraja sobre la mesa y preguntó:

—Di, Domingo, cuando un hombre está enamorado de dos o más mujeres a la vez, ¿qué debe hacer?

—¡Según y conforme!

—¿Cómo según y conforme?

—¡Sí! Si tiene mucho dinero y muchas agallas, casarse con todas ellas, y si no no casarse con ninguna.

—Pero ¡hombre, eso primero no es posible!

—¡En teniendo mucho dinero todo es posible!

—¿Y si ellas se enteran?

—Eso a ellas no les importa.

—¿Pues no ha de importarle, hombre, a una mujer el que otra le quite parte del cariño de su marido?

—Se contenta con su parte, señorito, si no se le pone tasa al dinero que gasta. Lo que le molesta a una mujer es que su hombre la ponga a ración de comer, de vestir, de todo lo demás así, de lujo; pero si le deja gastar lo que quiera... Ahora, si tiene hijos de él...

—Si tiene hijos, ¿qué?

—Que los verdaderos celos vienen de ahí, señorito, de los hijos. Es una madre que no tolera otra madre o que puede serlo, es una madre que no tolera que se les merme a sus hijos para otros hijos o para otra mujer. Pero si no tiene hijos y no le tasan el comedero y el vestidero, y la pompa y la fanfarria, ¡bah!, hasta le ahorran así molestias... Si uno tiene además de una mujer que le cueste otra que no le cueste nada, aquella que le cuesta apenas si siente celos de esta otra que no le cuesta, y si además de no costarle nada le produce encima... si lleva a una mujer dinero que de otra saca, entonces...

—Entonces, ¿qué?

—Que todo marcha a pedir de boca. Créame usted, señorito, no hay Otelas...

—Ni Desdémonos.

—¡Puede ser...!

—Pero qué cosas dices...

—Es que antes de haberme casado con Liduvina y venir a servir a casa del señorito había servido yo en muchas casas de señorones... me han salido los dientes en ellas...

—¿Y en vuestra clase?

—¿En nuestra clase? ¡bah!, nosotros no nos permitimos ciertos lujos...

=¿Y a qué llamas lujos?

—A esas cosas que se ve en los teatros y se lee en las novelas...

—¡Pues, hombre, pocos crímenes de esos que llaman pasionales, por celos, se ven en vuestra clase...!

—¡Bah!, eso es porque esos... chulos van al teatro y leen novelas, que si no...

—Si no, ¿qué?

—Que a todos nos gusta, señorito, hacer papel y nadie es el que es, sino el que le hacen los demás.

—Filósofo estás...

—Así me llamaba el último amo que tuve antes. Pero yo creo lo que le ha dicho mi Liduvina, que usted debe dedicarse a la política.

XXI

—Sí, tiene usted razón —le decía don Antonio a Augusto aquella tarde, en el Casino, hablando a solas, en un rinconcito—, tiene usted razón, hay un misterio doloroso, dolorosisímo en mi vida. Usted ha adivinado algo. Pocas veces ha visitado usted mi pobre hogar... ¿hogar?, pero habrá notado...

—Sí, algo extraño, yo no sé qué tristeza flotante que me atraía a él...

—A pesar de mis hijos, de mis pobres hijos, a usted le habrá parecido un hogar sin hijos, acaso sin esposos...

—No sé... no sé...

—Vinimos de lejos, de muy lejos, huyendo, pero hay cosas que van siempre con uno, que le rodean y envuelven como un ánimo misterioso. Mi pobre mujer...

—Sí, en el rostro de su señora se adivina toda una vida de...

—De martirio, dígalo usted. Pues bien, amigo don Augusto, usted ha sido, no sé bien por qué, por una cierta oculta simpatía, quien mayor afecto, más compasión acaso nos ha mostrado, y yo, para figurarme una vez más que me libro de un peso, voy a confiarle mis desdichas. Esa mujer, la madre de mis hijos, no es mi mujer.

Me lo suponía; pero si es ella la madre de sus hijos, si con usted vive como su mujer, lo es.

—No, yo tengo otra mujer... legítima, según se la llama. Estoy casado, pero no con la que usted conoce. Y esta, la madre de mis hijos, está casada también, pero no conmigo

—Ah, un doble...

—No, un cuádruple, como va usted a verlo. Yo me casé loco, pero enteramente loco de amor, con una mujercita reservada y callandrona, que hablaba poco y parecía querer decir siempre mucho más de lo que decía, con unos ojos garzos dulces, dulces, dulces, que parecían dormidos y sólo se despertaban de tarde en tarde, pero era entonces para chispear fuego. Y ella era toda así. Su corazón, su alma toda, todo su cuerpo, que parecían de ordinario dormidos, despertaban de pronto como en sobresalto, pero era para volver a dormirse muy pronto, pasado el relámpago de vida, ¡y de qué vida!, y luego como si nada hubiese sido, como si se hubiese olvidado de todo lo que pasó. Era como si estuviésemos siempre recomenzando la vida, como si la estuviese reconquistando de continuo. Me admitió de novio como en un ataque epiléptico y creo que en otro ataque me dio el sí ante el altar. Y nunca pude conseguir que me dijese si me quería o no. Cuantas veces se lo pregunté, antes y después de casarnos, siempre me contestó: «Eso no se pregunta; es una tontería.» Otras veces decía que el verbo amar ya no se usa sino en el teatro y los libros, y que si yo le hubiese escrito: ¡te amo!, me habría despedido al punto. Vivimos más de dos años de casados de una extraña manera, reanudando yo cada día la conquista de aquella esfinge. No tuvimos hijos. Un día faltó a casa por la noche, me puse como loco, la anduve buscando por todas partes, y al siguiente día supe por una carta muy seca y muy breve que se había ido lejos, muy lejos, con otro hombre...

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