Authors: Miguel De Unamuno
—No, no lo entiendo.
—Pues bien; yo me hice una costumbre de mi mujer y Elena se hizo una costumbre mía. Todo estaba moderadamente regularizado en nuestra casa, todo, lo mismo que las comidas. A las doce en punto, ni minuto más ni minuto menos, la sopa en la mesa, y de tal modo, que comemos todos los días casi las mismas cosas, en el mismo orden y en la misma cantidad. Aborrezco el cambio y lo aborrece Elena. En mi casa se vive al reló.
—Vamos, sí, esto me recuerda lo que dice nuestro amigo Luis del matrimonio Romera, que suele decir que son marido y mujer solterones.
—En efecto, porque no hay solterón más solterón y recalcitrante que el casado sin hijos. Una vez, para suplir la falta de hijos, que al fin y al cabo ni en mí había muerto el sentimiento de la paternidad ni menos el de la maternidad en ella, adoptamos, o si quieres prohijamos, un perro; pero al verle un día morir a nuestra vista, porque se le atravesó un hueso en la garganta, y ver aquellos ojos húmedos que parecían suplicarnos vida, nos entró una pena y un horror tal que no quisimos más perros ni cosa viva. Y nos contentamos con unas muñecas, unas grandes peponas, que son las que has visto en casa, y que mi Elena viste y desnuda.
—Esas no se os morirán.
—En efecto. Y todo iba muy bien y nosotros contentísimos. Ni me turban el sueño llantos de niño, ni tenía que preocuparme de si será varón o hembra y qué he de hacer de él o de ella... Y, además, he tenido siempre mi mujer a mi disposición, cómodamente, sin estorbos de embarazos ni de lactancias; en fin, ¡un encanto de vida!
—¿Sabes que eso en poco o nada se diferencia...?
—¿De qué? ¿De un arrimo ilegal? Así lo creo. Un matrimonio sin hijos puede llegar a convertirse en una especie de concubinato legal, muy bien ordenado, muy higiénico, relativamente casto, pero, en fin, ¡lo dicho! Marido y mujer solterones, pero solterones arrimados, en efecto. Y así han transcurrido estos más de once años, van para doce... Pero ahora... ¿sabes lo que me pasa?
—Hombre, ¿cómo lo he de saber?
—Pero ¿no sabes lo que me pasa?
—Como no sea que has dejado encinta a tu mujer...
—Eso, hombre, eso. ¡Figúrate qué desgracia!
—¿Desgracia? ¿Pues no lo deseasteis tanto...?
—Sí, al principio, los dos o tres primeros años, poco más. Pero ahora, ahora... Ha vuelto el demonio a casa, han vuelto las disensiones. Y ahora como antaño cada uno de nosotros culpaba al otro de la esterilidad del lazo, ahora cada uno culpa al otro de esto que se nos viene. Y ya empezamos a llamarle... no, no te lo digo...
—Pues no me lo digas si no quieres.
—Empezamos a llamarle ¡el intruso! Y yo he soñado que se nos moría una mañana con un hueso atravesado en la garganta...
—¡Qué barbaridad!
—Sí, tienes razón, una barbaridad. Y ¡adiós regularidad, adiós comodidad, adiós costumbres! Todavía ayer estaba Elena de vómitos; parece que es una de las molestias anejas al estado que llaman... ¡Interesante! ¡Interesante! ¡Interesante! ¡Vaya un interés! ¡De vómito! ¿Has visto nada más indecoroso, nada más sucio?
—Pero ¿ella estará gozosísima al sentirse madre?
—¿Ella? ¡Como yo! Esto es una mala jugada de la Providencia, de la Naturaleza o de quien sea, una burla. Si hubiera venido... el nene o nena, lo que fuere... si hubiera venido cuando, inocentes tórtolos llenos, más que de amor paternal, de vanidad, le esperábamos; si hubiera venido cuando creíamos que el no tener hijos era ser menos que otros; si hubiera venido entonces, ¡santo y muy bueno!, pero ¿ahora, ahora? Te digo que esto es una burla. Si no fuera por...
—¿Qué hombre, qué?
—Te lo regalaba, para que hiciese compañía a
Orfeo.
—Hombre, cálmate, y no digas disparates...
—Tienes razón, disparato. Perdóname. Pero ¿te parece bien, al cabo de cerca de doce años, cuando nos iba tan ricamente, cuando estábamos curados de la ridícula vanidad de los recién casados, venirnos esto? Es claro, ¡vivíamos tan tranquilos, tan seguros, tan confiados...!
—¡Hombre, hombre!
—Tienes razón, sí, tienes razón. Y lo más terrible es, ¿a que no te figuras?, que mi pobre Elena no puede defenderse del sentimiento del ridículo que la asalta. ¡Se siente en ridículo!
—Pues no veo...
—No, tampoco yo lo veo, pero así es; se siente en ridículo. Y hace tales cosas que temo por el... intruso... o intrusa.
—¡Hombre! —exclamó Augusto alarmado.
—¡No, no, Augusto, no, no! No hemos perdido el sentido moral, y Elena, que es como sabes profundamente religiosa, acata, aunque a regañadientes, los designios de la Providencia y se resigna a ser madre. Y será buena madre, no me cabe de ello duda, muy buena madre. Pero es tal el sentimiento del ridículo en ella, que para ocultar su estado, para encubrir su embarazo, la creo capaz de cosas que... En fin, no quiero pensar en ello. Por de pronto, hace ya una semana que no sale de casa; dice que le da vergüenza, que se le figura que van a quedarse todos mirándola en la calle. Y ya habla de que nos vayamos, de que si ella ha de salir a tomar el aire y el sol cuando esté ya en meses mayores, no ha de hacerlo donde haya gentes que la conozcan y que acaso vayan a felicitarla por ello.
Callaron los dos amigos un rato, y después que el breve silencio selló el relato dijo Víctor:
—Conque ¡anda, Augusto, anda y cásate, para que acaso te suceda algo por el estilo; anda y cásate con la pianista!
—Y ¡quién sabe...! —dijo Augusto como quien habla consigo mismo— ¡quién sabe...! Acaso casándome volveré a tener madre...
—Madre, sí —añadió Víctor—, ¡de tus hijos! Si los tienes...
—¡Y la madre mía! Acaso ahora, Víctor, empieces a tener en tu mujer una madre, una madre tuya.
—Lo que voy a empezar ahora es a perder noches...
—O a ganarlas, Víctor, o a ganarlas.
—En fin, que no sé lo que me pasa, ni lo que nos pasa. Y yo por mí creo que llegaría a resignarme; pero mi Elena, mi pobre Elena... ¡Pobrecita!
—¿Ves? Ya empiezas a compadecerla.
—En fin, Augusto, ¡que pienses mucho antes de casarte!
Y se separaron.
Augusto entró en su casa llena la cabeza de cuanto había oído a don Avito y a Víctor. A penas se acordaba ya ni de Eugenia ni de la hipoteca liberada, ni de la mozuela de la planchadora.
Cuando al entrar en casa salió saltando a recibirle
Orfeo,
le cogió, le tentó bien el gaznate, y apretándole el seno le dijo: «Cuidado con los huesos,
Orfeo
, mucho cuidadito con ellos, ¿eh? No quiero que te atragantes con uno; no quiero verte morir a mis ojos suplicándome vida. Ya ves,
Orfeo,
don Avito, el pedagogo, se ha convertido a la religión de sus abuelos... ¡es la herencia! Y Víctor no se resigna a ser padre. Aquel no se consuela de haber perdido a su hijo y este no se consuela de ir a tenerlo. y ¡qué ojos
, Orfeo,
qué ojos! ¡Cómo le fulguraban cuando me dijo: “¡Quiere usted comprarme!, ¡quiere usted comprar no mi amor, que ese no se compra, sino mi cuerpo! ¡Quédese con mi casa!” ¡Comprar yo su cuerpo... su cuerpo...! ¡Si me sobra el mío,
Orfeo,
me sobra el mío! Lo que yo necesito es alma, alma, alma. Y una alma de fuego, como la que irradia de los ojos de ella, de Eugenia. ¡Su cuerpo... su cuerpo... sí, su cuerpo es magnífico, espléndido, divino; pero es que su cuerpo es alma, alma pura, todo él vida, todo él significación, todo él idea! A mí me sobra el cuerpo,
Orfeo
, me sobra el cuerpo porque me falta alma. O ¿no es más bien que me falta alma porque me sobra cuerpo? Yo me toco el cuerpo,
Orfeo,
me lo palpo, me lo veo, pero ¿el alma?, ¿dónde está mi alma?, ¿es que la tengo? Sólo la sentí resollar un poco cuando tuve aquí abrazada, sobre mis rodillas, a Rosario, a la pobre Rosario; cuando ella lloraba y lloraba yo. Aquellas lágrimas no podían salir de mi cuerpo; salían de mi alma. El alma es un manantial que sólo se revela en lágrimas. Hasta que se llora de veras no se sabe si se tiene o no alma. Y ahora vamos a dormir,
Orfeo
, si es que nos dejan.»
—Pero ¿qué has hecho, chiquilla? —preguntó doña Ermelinda a su sobrina.
—¿Qué he hecho? Lo que usted, si es que tiene vergüenza, habría hecho en mi caso; estoy de ello segura. ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí!
—Mira, chiquilla, es siempre mucho mejor que quieran comprarla a una que no es el que quieran venderla, no lo dudes.
—¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí!
—Pero si no es eso, Eugenia, si no es eso. Lo ha hecho por generosidad, por heroísmo...
—No quiero héroes. Es decir, los que procuran serlo. Cuando el heroísmo viene por sí, naturalmente, ¡bueno!; pero ¿por cálculo? ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí, a mí! Le digo a usted, tía, que me la ha de pagar. Me la ha de pagar ese...
—¿Ese... qué? ¡Vamos, acaba!
—Ese... panoli desaborido. Y para mí como si no existiera. ¡Como que no existe!
—Pero qué tonterías estás diciendo...
—¿Es que cree usted tía, que ese tío...?
—¿Quién, Fermín?
—No, ese... ese del canario, ¿tiene algo dentro?
—Tendrá por lo menos sus entrañas...
—Pero ¿usted cree que tiene entrañas? ¡Quiá! ¡Si es hueco, como si lo viera, hueco!
—Pero ven acá, chiquilla, hablemos fríamente y no digas ni hagas tonterías. Olvida eso. Yo creo que debes aceptarle...
—Pero si no le quiero, tía...
—Y tú ¿qué sabes lo que es querer? Careces de experiencia. Tú sabrás lo que es una fusa o una corchea, pero lo que es querer...
—Me parece, tía, que está usted hablando por hablar...
—¿Qué sabes tú lo que es querer, chiquilla?
—Pero si quiero a otro...
—¿A otro? ¿A ese gandul de Mauricio, a quien se le pasea el alma por el cuerpo? ¿A eso le llamas querer?, ¿a eso le llamas otro? Augusto es tu salvación y sólo Augusto. ¡Tan fino, tan rico, tan bueno...!
—Pues por eso no le quiero, porque es tan bueno como usted dice... No me gustan los hombres buenos.
—Ni a mí, hija, ni a mí, pero...
—¿Pero qué?
—Que hay que casarse con ellos. Para eso han nacido y son buenos, para maridos.
—Pero si no le quiero, ¿cómo he de casarme con él?
—¿Cómo? ¡Casándote! ¿No me casé yo con tu tío...?
—Pero, tía...
—Sí, ahora creo que sí, me parece que sí; pero cuando me casé no sé si le quería. Mira, eso del amor es una cosa de libros, algo que se ha inventado no más que para hablar y escribir de ello. Tonterías de poetas. Lo positivo es el matrimonio. El Código civil no habla del amor y sí del matrimonio. Todo eso del amor no es más que música...
—¿Música?
—Música, sí. Y ya sabes que la música apenas sirve sino para vivir de enseñarla, y que si no te aprovechas de una ocasión como esta que se te presenta vas a tardar en salir de tu purgatorio...
—Y ¿qué? ¿Les pido yo a ustedes algo? ¿No me gano por mí mi vida? ¿Les soy gravosa?
—No te sulfures así, polvorilla, ni digas esas cosas, porque vamos a reñir de veras. Nadie te habla de eso. Y todo lo que te digo y aconsejo es por tu bien.
—Sí, por mi bien... por mi bien... Por mi bien ha hecho el señor don Augusto Pérez esa hombrada, por mi bien... ¡Una hombrada, sí, una hombrada! ¡Quererme comprar...! ¡Quererme comprar a mí... a mí! ¡Una hombrada, lo dicho, una hombrada... una cosa de hombre! Los hombres, tía, ya lo voy viendo, son unos groseros, unos brutos, carecen de delicadeza. No saben hacer ni un favor sin ofender...
—¿Todos?
—¡Todos, sí todos! Los que son de veras hombres se entiende.
—¡Ah!
—Sí, porque los otros, los que no son groseros y brutos y egoístas, no son hombres.
—Pues ¿qué son?
—¡Qué sé yo... maricas!
—¡Vaya unas teorías, chiquilla!
—En esta casa hay que contagiarse.
—Pero eso no se lo has oído nunca a tu tío.
—No, se me ha ocurrido a mí observando a los hombres.
—¿También a tu tío?
—Mi tío no es un hombre... de esos.
—Entonces es un marica, ¿eh?, un marica. ¡Vamos, habla!
—No, no, no, tampoco. Mi tío es... vamos... mi tío... No me acostumbro del todo a que sea algo así... vamos... de carne y hueso.
—Pues ¿qué, qué crees de tu tío?
—Que no es más que... no sé cómo decirlo... que no es más que mi tío. Vamos, así como si no existiese de verdad.
—Eso te creerás tú, chiquilla. Pero yo te digo que tu tío existe, ¡vaya si existe!
—Brutos, todos brutos, brutos todos. ¿No sabe usted lo que ese bárbaro de Martín Rubio le dijo al pobre don Emeterio a los pocos días de quedarse este viudo?
—No lo he oído, creo.
—Pues verá usted; fue cuando la epidemia aquella, ya sabe usted. Todo el mundo estaba alarmadísimo, a mí no me dejaron ustedes salir de casa en una porción de días y hasta tomaba el agua hervida. Todos huían los unos de los otros, y si se veía a alguien de luto reciente era como si estuviese apestado. Pues bien; a los cinco o seis días de haber enviudado el pobre don Emeterio tuvo que salir de casa, de luto por supuesto, y se encontró de manos a boca con ese bárbaro de Martín. Este, al verle de luto, se mantuvo a cierta prudente distancia de él, como temiendo el contagio, y le dijo: «Pero, hombre, ¿qué es eso?, ¿alguna desgracia en tu casa?» «Sí —le contestó el pobre don Emeterio—, acabo de perder a mi pobre mujer...» «¡Lástima! Y ¿cómo, cómo ha sido eso?» «De sobreparto», le dijo don Emeterio. «¡Ah, menos mal!, le contestó el bárbaro de Martín, y entonces se le acercó a darle la mano. ¡Habráse visto caballería mayor...! ¡Una hombrada! Le digo a usted que son unos brutos, nada más que unos brutos.
—Y es mejor que sean unos brutos que no unos holgazanes, como, por ejemplo, ese zanguango de Mauricio, que te tiene, yo no sé por qué, sorbido el seso... Porque según mis informes, y son de buena tinta, te lo aseguro, maldito si el muy bausán está de veras enamorado de ti...
—¡Pero lo estoy yo de él y basta!
—Y ¿te parece que ese... tu novio quiero decir... es de veras hombre? Si fuese hombre, hace tiempo que habría buscado salida y trabajo.
—Pues si no es hombre, quiero yo hacerle tal. Es verdad, tiene el defecto que usted dice, tía, pero acaso es por eso por lo que le quiero. Y ahora, después de la hombrada de don Augusto... ¡quererme comprar a mí, a mí!... después de eso estoy decidida a jugarme el todo por el todo casándome con Mauricio.