Niebla (8 page)

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Authors: Miguel De Unamuno

BOOK: Niebla
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—Sí, pero tiene dinero y mi tía no me va a dejar en paz. Y, la verdad, no me gusta hacer feos a nadie, y tampoco quiero que me estén dando la jaqueca.

—¡Despáchale!

—¿De dónde?, ¿de casa de mis tíos? ¿Y si ellos no quieren?

—No le hagas caso.

—Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que el pobrete va a dar en la flor de venir de visita a hora que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que me encierre en mi cuarto y me niegue a que me vea, y sin solicitarme va a dedicarse a mártir silencioso.

—Déjale que se dedique.

—No, no puedo resistir a los mendigos de ninguna clase, y menos a esos que piden limosna con los ojos. ¡Y si vieras qué miradas me echa!

—¿Te conmueve?

—Me encocora. Y, la verdad, ¿por qué no he de decírtelo?, sí, me conmueve.

—¿Y temes?

—¡Hombre, no seas majadero! No temo nada. Para mí no hay más que tú.

—¡Ya lo sabía! —dijo lleno de convicción Mauricio, y poniendo una mano sobre una rodilla de Eugenia la dejó allí.

—Es preciso que te decidas, Mauricio.

—Pero ¿a qué, rica mía, a qué?

—¿A qué ha de ser, hombre, a qué ha de ser? ¡A que nos casemos de una vez!

—Y ¿de qué vamos a vivir?

—De mi trabajo hasta que tú lo encuentres.

—¿De tu trabajo?

—¡Sí, de la odiosa música!

—¿De tu trabajo? ¡Eso sí que no!; ¡nunca!, ¡nunca!, ¡nunca!; ¡todo menos vivir yo de tu trabajo! Lo buscaré, seguiré buscándolo, y en tanto, esperaremos...

—Esperaremos... esperaremos... ¡y así se nos irán los años! —exclamó Eugenia taconeando en el suelo con el pie sobre que estaba la rodilla en que Mauricio dejó descansar su mano.

Y él, al sentir así sacudida su mano, la separó de donde la posaba, pero fue para echar el brazo sobre el cuello y hacer juguetear entre sus dedos uno de los pendientes de su novia. Eugenia le dejaba hacer.

—Mira, Eugenia, para divertirte le puedes poner, si quieres, buena cara a ese panoli.

—¡Mauricio!

—¡Tienes razón, no te enfades, rica mía! —y contrayendo el brazo atrajo a la cabeza la de Eugenia, buscé con sus labios los de ella y los juntó, cerrando los ojos, en un beso húmedo, silencioso y largo.

—¡Mauricio!

Y luego le besó en los ojos.

—¡Esto no puede seguir así, Mauricio!

—¿Cómo? Pero ¿hay mejor que esto?, ¿crees que lo pasaremos nunca mejor?

—Te digo, Mauricio, que esto no puede seguir así. Tienes que buscar trabajo. Odio la música.

Sentía la pobre oscuramente, sin darse de ello clara cuenta, que la música es preparación eterna, preparación a un advenimiento que nunca llega, eterna iniciación que no acaba cosa. Estaba harta de música.

—Buscaré trabajo, Eugenia, lo buscaré.

—Siempre dices lo mismo y siempre estamos lo mismo.

—Es que crees...

—Es que sé que en el fondo no eres más que un haragán y que va a ser preciso que sea yo la que busque trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os cuesta menos esperar...!

—Eso creerás tú...

—Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo repito, no quiero ver los ojos suplicantes del señorito don Augusto como los de un perro hambriento...

—¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla!

—Y ahora —añadió levantándose y apartándole con la mano suya—, quietecito y a tomar el fresco, ¡que buena falta te hace!

—¡Eugenia! ¡Eugenia! —le suspiró con voz seca, casi febril, al oído—, si tú quisieras...

—El que tiene que aprender a querer eres tú, Mauricio. Conque... ¡a ser hombre! Busca trabajo, decídete pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete pronto. En otro caso...

—En otro caso, ¿qué?

—¡Nada! ¡Hay que acabar con esto!

Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la portería. Al cruzar con la portera le dijo:

—Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale que se resuelva de una vez.

Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, donde en aquel momento un organillo de manubrio encentaba una rabiosa polca. «¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!», se dijo la muchacha, y más que se fue huyó calle abajo.

X

Como Augusto necesitaba confidencia se dirigió al Casino, a ver a Víctor, su amigote, al día siguiente de aquella su visita a casa de Eugenia y a la misma hora en que esta espoleaba la pachorra amorosa de su novio en la portería.

Sentíase otro Augusto y como si aquella visita y la revelación en ella de la mujer fuerte —fluía de sus ojos fortaleza— le hubiera arado las entrañas del alma, alumbrando en ellas un manantial hasta entonces oculto. Pisaba con más fuerza, respiraba con más libertad.

«Ya tengo un objetivo, una finalidad en esta vida —se decía—, y es conquistar a esta muchacha o que ella me conquiste. Y es lo mismo. En amor lo mismo da vencer que ser vencido. Aunque ¡no... no! Aquí ser vencido es que me deje por el otro. Por el otro, sí, porque aquí hay otro, no me cabe duda. ¿Otro?, ¿otro qué? ¿Es que acaso yo soy uno? Yo soy un pretendiente, un solicitante, pero el otro... el otro se me antoja que no es ya pretendiente ni solicitante; que no pretende ni solicita porque ha obtenido. Claro que no más que el amor de la dulce Eugenia. ¿No más...?»

Un cuerpo de mujer irradiante de frescura, de salud y de alegría, que pasó a su vera, le interrumpió el soliloquio y le arrastró tras de sí. Púsose a seguir, casi maquinalmente, al cuerpo aquel, mientras proseguía soliloquizando:

«¡Y qué hermosa es! Esta y aquella, una y otra. Y el otro acaso en vez de pretender y solicitar es pretendido y solicitado; tal vez no le corresponde como ella se merece... Pero ¡qué alegría es esta chiquilla!, ¡y con qué gracia saluda a aquel que va por allá! ¿De dónde habrá sacado esos ojos? ¡Son casi como los otros, como los de Eugenia! ¡Qué dulzura debe de ser olvidarse de la vida y de la muerte entre sus brazos!, ¡dejarse brezar en ellos como en olas de carne! ¡El otro...! Pero el otro no es el novio de Eugenia, no es aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, yo soy el otro; yo soy otro!»

Al llegar a esta conclusión de que él era otro, la moza a que seguía entró en una casa. Augusto se quedó parado, mirando a la casa. Y entonces se dio cuenta de que la había venido siguiendo. Recapacitó que había salido para ir al Casino y emprendió el camino de este. Y proseguía:

«Pero ¡cuántas mujeres hermosas hay en este mundo, Dios mío! Casi todas. ¡Gracias, Señor, gracias;
gratias
agimus tibi propter magnam gloriam tuam!
¡Tu gloria es la hermosura de la mujer, Señor! Pero ¡qué cabellera, Dios mío, qué cabellera!»

Era, en efecto, una gloriosa cabellera la de aquella criada de servicio, que con su cesta al brazo cruzaba en aquel momento con él. Y se volvió tras ella. La luz parecía anidar en el oro de aquellos cabellos, y como si estos pugnaran por soltarse de su trenzado y esparcirse al aire fresco y claro. Y bajo la cabellera un rostro todo él sonrisa.

«Soy otro, soy el otro —prosiguió Augusto mientras seguía a la de la cesta—; pero ¿es que no hay otras? ¡Sí, hay otras para el otro! Pero como la una, como ella, como la única, ¡ninguna!, ¡ninguna! Todas estas no son sino remedos de ella, de la una, de la única, ¡de mi dulce Eugenia! ¿Mía? Sí; yo por el pensamiento, por el deseo la hago mía. Él, el otro, es decir, el uno, podrá llegar a poseerla materialmente; pero la misteriosa luz espiritual de aquellos ojos es mía, ¡mía, mía! Y ¿no reflejan también una misteriosa luz espiritual estos cabellos de oro? ¿Hay una sola Eugenia, o son dos, una la mía y otra la de su novio? Pues si es así, si hay dos, que se quede él con la suya, y con la mía me quedaré yo. Cuando la tristeza me visite, sobre todo de noche; cuando me entren ganas de llorar sin saber por qué, ¡oh, qué dulce habrá de ser cubrir mi cara, mi boca, mis ojos, con estos cabellos de oro y respirar el afire que a través de epos se filtre y se perfume! Pero...»

Sintióse de pronto detenido. La de la cesta se había parado a hablar con otra compañera. Vaciló un momento Augusto, y diciéndose: «¡Bah, hay tantas mujeres hermosas desde que conocí a Eugenia...!», echó a andar, volviéndose camino del Casino.

«Si ella se empeña en preferir al otro, es decir, al uno, soy capaz de una resolución heroica, de algo que ha de espantar por lo magnánimo. Ante todo, quiérame o no me quiera, ¡eso de la hipoteca no puede quedar así!»

Arrancóle del soliloquio un estallido de goce que parecía brotar de la serenidad del cielo. Un par de muchachas reían junto a él, y era su risa como el gorjeo de dos pájaros en una enramada de flores. Clavó un momento sus ojos sedientos de hermosura en aquella pareja de mozas, y apareciéronsele como un solo cuerpo geminado. Iban cogidas de bracete. Y a él le entraron furiosas gams de detenerlas, coger a cada una de un brazo a irse así, en medio de eilas, mirando al cielo, adonde el viento de la vida los llevara.

«Pero ¡cuánta mujer hermosa hay desde que conocí a Eugenia! —se decía, siguiendo en tanto a aquella riente pareja— ¡esto se ha convertido en un paraíso!; ¡qué ojos!, ¡qué cabellera!, ¡qué risa! La una es rubia y morena la otra; pero ¿cuál es la rubia?, ¿cuál la morena? ¡Se me confunden una en otra!...»

—Pero, hombre, ¿vas despierto o dormido?

—Hola, Víctor.

—Te esperaba en el Casino, pero como no venías...

—Allá iba...

—¿Allá?, ¿y en esa dirección? ¿Estás loco?

—Sí, tienes razón; pero mira, voy a decirte la verdad. Creo que te hablé de Eugenia...

—¿De la pianista? Sí.

—Pues bien; estoy locamente enamorado de ella, como un...

—Sí, como un enamorado. Sigue.

—Loco, chico, loco. Ayer la vi en su casa, con pretexto de visitar a sus tíos; la vi...

—Y te miró, ¿no es eso?, ¿y creíste en Dios?

—No, no es que me miró, es que me envolvió en su mirada; y no es que creí en Dios, sino que me creí un dios.

—Fuerte te entró, chico...

—¡Y eso que la moza estuvo brava! Pero no sé lo que desde entonces me pasa: casi todas las mujeres que veo me parecen hermosuras, y desde que he salido de casa, no hace aún media hora seguramente, me he enamorado ya de tres, digo, no, de cuatro: de una, primero, que era todo ojos, de otra después con una gloria de pelo, y hace poco de una pareja, una rubia y otra morena, que reían como los ángeles. Y las he seguido a las cuatro. ¿Qué es esto?

—Pues eso es, querido Augusto, que tu repuesto de amor dormía inerte en el fondo de tu alma, sin tener donde meterse; llegó Eugenia, la pianista, te sacudió y remejió con sus ojos esa charca en que tu amor dormía: se despertó este, brotó de ella, y como es tan grande se extiende a todas partes. Cuando uno como tú se enamora de veras de una mujer se enamora a la vez de todas las demás.

—Pues yo creí que sería todo lo contrario... Pero, entre paréntesis, ¡mira qué morena!, ¡es la noche luminosa! ¡Bien dicen que lo negro es lo que más absorbe la luz! ¿No ves qué luz oculta se siente bajo su pelo, bajo el azabache de sus ojos? Vamos a seguirla...

—Como quieras...

—Pues sí, yo creí que sería todo lo contrario; que cuando uno se enamora de veras es que concentra su amor, antes desparramado entre todas, en una sola, y que todas las demás han de parecerle como si nada fuesen ni valiesen... Pero ¡mira!, ¡mira ese golpe de sol en la negrura de su pelo!

—No; verás, verás si logro explicártelo. Tú estabas enamorado, sin saberlo por supuesto, de la mujer, del abstracto, no de esta ni de aquella; al ver a Eugenia, ese abstracto se concretó y la mujer se hizo una mujer y te enamoraste de ella, y ahora vas de ella, sin dejarla, a casi todas las mujeres, y te enamoras de la colectividad, del género. Has pasado, pues, de lo abstracto a lo concreto y de lo concreto a lo genérico, de la mujer a una mujer y de una mujer a las mujeres.

—¡Vaya una metafísica!

—Y ¿qué es el amor sino metafísica?

—¡Hombre!

—Sobre todo en ti. Porque todo tu enamoramiento no es sino cerebral, o como suele decirse, de cabeza.

—Eso lo creerás tú... —exclamó Augusto un poco picado y de mal humor, pues aquello de que su enamoramiento no era sino de cabeza le había llegado, doliéndole, al fondo del alma.

—Y si me apuras mucho te digo que tú mismo no eres sino una pura idea, un ente de ficción...

—¿Es que no me crees capaz de enamorarme de veras, como los demás...?

—De veras estás enamorado, ya lo creo, pero de cabeza sólo. Crees que estás enamorado...

—Y ¿qué es estar uno enamorado sino creer que lo está?

—¡Ay, ay, ay, chico, eso es más complicado de lo que te figuras!...

—¿En qué se conoce, dime, que uno está enamorado y no solamente que cree estarlo?

—Mira, más vale que dejemos esto y hablemos de otras cosas.

Cuando luego volvió Augusto a su casa tomó en brazos a
Orféo
y le dijo: «Vamos a ver,
Orfeo
mío, ¿en qué se diferencia estar uno enamorado de creer que lo está? ¿Es que estoy yo o no estoy enamorado de Eugenia?, ¿es que cuando la veo no me late el corazón en el pecho y se me enciende la sangre?, ¿es que yo no soy como los demás hombres? ¡Tengo que demostrarles, Orféo, que soy tanto como ellos!»

Y a la hora de cenar, encarándose con Liduvina le preguntó:

—Di, Liduvina, ¿en qué se conoce que un hombre está de veras enamorado?

—Pero ¡qué cosas se le ocurren a usted, señorito...!

—Vamos, di, ¿en qué se conoce?

—Pues se conoce... se conoce en que hace y dice muchas tonterías. Cuando un hombre se enamora de veras, se chala, vamos al decir, por una mujer, ya no es un hombre...

—Pues ¿qué es?

—Es... es... es... una cosa, un animalito... Una hace de él lo que quiere.

—Entonces, cuando una mujer se enamora de veras de un hombre, se chala, como dices, ¿hace de ella el hombre lo que quiere?

—El caso no es enteramente igual...

—¿Cómo, cómo?

—Eso es muy difícil de explicar, señorito. Pero ¿está usted de veras enamorado?

—Es lo que trato de averiguar. Pero tonterías, de las gordas, no he dicho ni hecho todavía ninguna... me parece...

Liduvina se calló, y Augusto se dijo: «¿Estaré de veras enamorado?»

XI

Cuando llamó aquel otro día Augusto a casa de don Fermín y doña Ermelinda, la criada le pasó a la salita diciéndole: «Ahora aviso.» Quedóse un momento solo y como si estuviese en el vacío. Sentía una profunda opresión en el pecho. Ceñíale una angustiosa sensación de solemnidad. Sentóse para levantar al punto y se entretuvo en mirar los cuadros que colgaban de las paredes, un retrato de Eugenia entre ellos. Entráronle ganas de echar a correr, de escaparse. De pronto, al oír unos pasos menudos, sintió un puñal de hielo atravesarle el pecho y como una bruma invadirle la cabeza. Abrióse la puerta de la sala y apareció Eugenia. El pobre se apoyó en el respaldo de una butaca. Ella, al verle lívido, palideció un momento y se quedó suspensa en medio de la sala, y luego, acercándose a él, le dijo con voz seca y baja:

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