Authors: Miguel De Unamuno
—¿Qué le pasa a usted, don Augusto, se pone malo?
—No, no es nada; qué sé yo...
—¿Quiere algo?, ¿necesita algo?
—Un vaso de agua.
Eugenia, como quien ve un agarradero, salió de la estancia para ir ella misma a buscar el vaso de agua, que se lo trajo al punto. El agua tembloteaba en el vaso; pero más tembló este en manos de Augusto, que se lo bebió de un trago, atropelladamente, vertiéndosele agua por la barba, y sin quitar en tanto sus ojos de los ojos de Eugenia.
—Si quiere usted —dijo ella—, mandaré que le hagan una taza de té, o de manzanilla, o de tila... ¿Qué, se ha pasado?
—No, no, no fue nada; gracias, Eugenia, gracias —y se enjugaba el agua de la barba.
—Bueno, pues ahora siéntese usted —y cuando estuvieron sentados prosiguió ella—: Le esperaba cualquier día y di orden a la criada de que aunque no estuviesen mis tíos, como sucede algunas tardes, le hiciese a usted pasar y me avisara. Así como así, deseaba que hablásemos a solas.
—¡Oh, Eugenia, Eugenia!
—Bueno, las cosas más fríamente. Nunca me pude imaginar que le daría tan fuerte, porque me dio usted miedo cuando entré aquí; parecía un muerto.
—Y más muerto que vivo estaba, créamelo.
—Va a ser menester que nos expliquemos.
—¡Eugenia! —exclamó el pobre, y extendió una mano que recogió al punto.
—Todavía me parece que no está usted en disposición de que hablemos tranquilamente, como buenos amigos. ¡A ver! —y le cogió la mano para tomarle el pulso.
Y este empezó a latir febril en el pobre Augusto; se puso rojo, ardíale la frente. Los ojos de Eugenia se le borraron de la vista y no vio ya nada sino una niebla, una niebla roja. Un momento creyó perder el sentido.
—¡Ten compasión, Eugenia, ten compasión de mí!
—¡Cálmese usted, don Augusto, cálmese!
—Don Augusto... don Augusto... don... don...
—Sí, mi bueno de don Augusto, cálmese usted y hablemos tranquilamente.
—Pero, permítame... —y le cogió entre sus manos la diestra aquella blanca y fría como la nieve, de ahusados dedos, hecha para acariciar las teclas del piano, para arrancarles dulces arpegios.
—Como usted quiera, don Augusto.
Este se la llevó a los labios y la cubrió de besos que apenas entibiaron la frialdad blanca.
—Cuando usted acabe, don Augusto, empezaremos a hablar.
—Pero mira, Eugenia, ven...
—No, no, no, ¡formalidad! —y desprendiendo su mano de las de él prosiguió—: Yo no sé qué género de esperanzas le habrán hecho concebir mis tíos, o más bien mi tía, pero el caso es que me parece que usted está engañado.
—¿Cómo engañado?
—Sí, han debido decirle que tengo novio.
—Lo sé.
—¿Se lo han dicho ellos?
—No, no me lo ha dicho nadie, pero lo sé.
—Entonces...
—Pero es, Eugenia, que yo no pretendo nada, que no busco nada, que nada pido; es, Eugenia, que yo me contento con que se me deje venir de cuando en cuando a bañar mi espíritu en la mirada de esos ojos, a embriagarme en el vaho de su respiración...
—Bueno, don Augusto, esas son cosas que se leen en los libros; dejemos eso. Yo no me opongo a que usted venga cuantas veces se le antoje, a que me vea y me revea, a que hable conmigo y hasta... ya lo ha visto usted, hasta a que me bese la mano, pero yo tengo un novio, del cual estoy enamorada y con el cual pienso casarme.
—Pero ¿de veras está usted enamorada de él?
—¡Vaya una pregunta!
—Y ¿en qué conoce usted que está de él enamorada?
—Pero ¿es que se ha vuelto usted loco, don Augusto?
—No, no; lo digo porque mi amigo mejor me ha dicho que hay muchos que creen estar enamorados sin estarlo...
—Lo ha dicho por usted, ¿no es eso?
—Sí, por mí lo ha dicho, ¿pues?
—Porque en el caso de usted acaso sea verdad eso...
—Pero ¿es que cree usted, es que crees, Eugenia, que no estoy de veras enamorado de ti?
—No alce usted tanto la voz, don Augusto, que puede oírle la criada...
—¡Sí, sí —continuó exaltándose—, hay quien me cree incapaz de enamorarme de veras...!
—Dispense un momento —le interrumpió Eugenia, y se salió dejándole solo.
Volvió al poco rato y con la mayor tranquilidad le dijo:
—Y bien, don Augusto, ¿se ha calmado ya?
—¡Eugenia, Eugenia!
En este momento se oyó llamar a la puerta y Eugenia dijo: «¡Mis tíos!» A los pocos momentos entraban estos en la sala.
—Vino don Augusto a visitaros, salí yo misma a abrirle, quería irse, pero le dije que pasara, que no tardaríais en venir, ¡y aquí está!
—¡Vendrán tiempos —exclamó don Fermín— en que se disiparán los convencionalismos sociales todos! Estoy convencido de que las cercas y tapias de las propiedades privadas no son más que un incentivo para los que llamamos ladrones, cuando los ladrones son los otros, los propietarios. No hay propiedad más segura que la que está sin cercas ni tapias, al alcance de todo el mundo. El hombre nace bueno, es naturalmente bueno; la sociedad le malea y pervierte...
—¡Cállate, hombre —exclamó doña Ermelinda—, que no me dejas oír cantar al canario! ¿No le oye usted, don Augusto?, ¡es un encanto oírle! Y cuando esta se ponía a aprender sus lecciones de piano había que oírle a un canario que entonces tuve: se excitaba, y cuanto más esta daba a las teclas, más él a cantar y más cantar. Como que se murió de eso, reventado...
—¡Hasta los animales domésticos se contagian de nuestros vicios! —agregó el tío—. ¡Hasta a los animales que con nosotros conviven les hemos arrancado del santo estado de naturaleza! ¡Oh, humanidad, humanidad!
—Y ¿ha tenido usted que esperar mucho, don Augusto? —preguntó la tía.
—Oh, no, señora, no, nada, nada, un momento, un relámpago... por lo menos así me lo pareció...
—¡Ah, vamos!
—Sí, tía, muy poco tiempo, pero lo bastante para que se haya repuesto de una ligera indisposición que trajo de la calle...
—¿Cómo?
—Oh, no fue nada, señora, nada...
—Ahora yo les dejo, tengo que hacer —dijo Eugenia, y dando la mano a Augusto se fue.
—Y ¿qué, cómo va eso? —le preguntó a Augusto la tía así que Eugenia hubo salido.
—Y ¿qué es eso?
—¡La conquista, naturalmente!
—¡Mal, muy mal! Me ha dicho que tiene novio y que se ha de casar con él.
—¿No te lo decía yo, Ermelinda, no te lo decía?
—Pues ¡no, no y no!, no puede ser. Eso del novio es una locura, don Augusto, ¡una locura!
—Pero, señora, ¿y si está enamorada de él...?
—Eso digo yo —exclamó el tío—, eso digo yo. ¡La libertad, la santa libertad, la libertad de elección!
—Pues ¡no, no y no! ¿Acaso sabe esa chiquilla lo que se hace...? ¡Despreciarle a usted, don Augusto, a usted! ¡Eso no puede ser!
—Pero, señora, reflexione, fíjese... no se puede, no se debe violentar así la voluntad de una joven como Eugenia... Se trata de su felicidad, y no debemos todos preocuparnos sino de ella, y hasta sacrifcarnos para que la consiga...
—¿Usted, don Augusto, usted?
—¡Yo, sí, yo, señora! ¡Estoy dispuesto a sacrificarme por la felicidad de Eugenia, de su sobrina, porque mi felicidad consiste en que ella sea feliz!
—¡Bravo! —exclamó el tío— ¡bravo!, ¡bravo! ¡He aquí un héroe!, ¡he aquí un anarquista... místico!
—¿Anarquista? —dijo Augusto.
—Anarquista, sí. Porque mi anarquismo consiste en eso, en eso precisamente, en que cada cual se sacrifique por los demás, en que uno sea feliz haciendo felices a los otros, en que...
—¡Pues bueno te pones, Fermín, cuando un día cualquiera no se te sirve la sopa sino diez minutos después de las doce!
—Bueno, es que ya sabes, Ermelinda, que mi anarquismo es teórico... me esfuerzo por llegar a la perfección, pero...
—¡Y la felicidad también es teórica! —exclamó Augusto, compungido y como quien habla consigo mismo, y luego—: He decidido sacrificarme a la felicidad de Eugenia y he pensado en un acto heroico.
—¿Cuál?
—¿No me dijo usted una vez, señora, que la casa que a Eugenia dejó su desgraciado padre...
—Sí, mi pobre hermano.
—... está gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas?
—Sí, señor.
—Pues bien; ¡yo sé lo que he de hacer! —y se dirigió a la puerta.
—Pero, don Augusto...
—Augusto se siente capaz de las más heroicas determinaciones, de los más grandes sacrificios. Y ahora se sabrá si está enamorado nada más que de cabeza o lo está también de corazón, si es que cree estar enamorado sin estarlo. Eugenia, señores, me ha despertado a la vida, a la verdadera vida, y, sea ella de quien fuere, yo le debo gratitud eterna. Y ahora, ¡adiós!
Y se salió solemnemente. Y no bien hubo salido gritó doña Ermelinda: ¡Chiquilla!
—Señorito —entró un día después a decir a Augusto Liduvina—, ahí está la del planchado.
—¿La del planchado? ¡Ah, sí, que pase!
Entró la muchacha llevando el cesto del planchado de Augusto. Quedáronse mirándose, y ella, la pobre, sintió que se le encendía el rostro, pues nunca cosa igual le ocurrió en aquella casa en tantas veces como allí entró. Parecía antes como si el señorito ni la hubiese visto siquiera, lo que a ella, que creía conocerse, habíala tenido inquieta y hasta mohína. ¡No fijarse en ella! ¡No mirarla como la miraban otros hombres! ¡No devorarla con los ojos, o más bien lamerle con ellos los de ella y la boca y la cara toda!
—¿Qué te pasa, Rosario, porque creo que te llamas así, no?
—Sí, así me llamo.
—Y ¿qué te pasa?
—¿Por qué, señorito Augusto?
—Nunca te he visto ponerte así de colorada. Y además me pareces otra.
—El que me parece que es otro es usted...
—Puede ser... puede ser... Pero ven, acércate.
—¡Vamos, déjese de bromas y despachemos!
—¿Bromas? Pero ¿tú crees que es broma? —le dijo con voz más seria—. Acércate, así, que te vea bien.
—Pero ¿es que no me ha visto otras veces?
—Sí, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que fueses tan guapa como eres...
—Vamos, vamos, señorito, no se burle... —y le ardía la cara.
—Y ahora, con esos colores, talmente el sol...
—Vamos...
—Ven acá, ven. Tú dirás que el señorito Augusto se ha vuelto loco, ¿no es así? Pues no, no es eso, ¡no! Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que he estado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido en una niebla, ciego... No hace sino muy poco tiempo que se me han abierto los ojos. Ya ves, tantas veces como has entrado en esta casa y te he mirado y no te había visto. Es, Rosario, como si no hubiese vivido, lo mismo que si no hubiese vivido... Estaba tonto, tonto... Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es lo que te pasa?
Rosario, que se había tenido que sentar en una silla, ocultó la cara en las manos y rompió a llorar. Augusto se levantó, cerró la puerta, volvió a la mocita, y poniéndole una mano sobre el hombro le dijo con su voz más húmeda y más caliente, muy bajo:
—Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es eso?
—Que con esas cosas me hace usted llorar, don Augusto...
—¡Angel de Dios!
—No diga usted esas cosas, don Augusto.
—¡Cómo que no las diga! Sí, he vivido ciego, tonto, como si no viviera, hasta que llegó una mujer, ¿sabes?, otra, y me abrió los ojos y he visto el mundo, y sobre todo he aprendido a veros a vosotras, a las mujeres...
—Y esa mujer... sería alguna mala mujer...
—¿Mala?, ¿mala dices? ¿Sabes lo que dices, Rosario, sabes lo que dices? ¿Sabes lo que es ser malo? ¿Qué es ser malo? No, no, no esa mujer es, como tú, un ángel; pero esa mujer no me quiere... no me quiere... no me quiere... —y al decirlo se le quebró la voz y se le empañaron en lágrimas los ojos.
—¡Pobre don Augusto!
—¡Sí, tú lo has dicho, Rosario, tú lo has dicho!, ¡pobre don Augusto! Pero mira, Rosario, quita el don y di: ¡pobre Augusto! Vamos, di: ¡pobre Augusto!
—Pero, señorito...
—Vamos, dilo: ¡pobre Augusto!
—Si usted se empeña... ¡pobre Augusto!
Augusto se sentó.
—¡Ven acá! —la dijo.
Levantóse ella cual movida por un resorte, como una hipnótica sugestionada, con la respiración anhelante. Cogióla él, la sentó sobre sus rodillas, la apretó fuertemente a su pecho, y teniendo su mejilla apretada contra la mejilla de la muchacha, que echaba fuego, estalló diciendo:
—¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir. Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada. ¿Me ayudarás tú, Rosario, me ayudarás a que de ella me defienda?
Un ¡sí! tenuísimo, con susurro que parecía venir de otro mundo, rozó el oído de Augusto.
—Yo ya no sé lo que me pasa, Rosario, ni lo que digo, ni lo que hago, ni lo que pienso; yo ya no sé si estoy o no enamorado de esa mujer, de esa mujer a la que llamas mala...
—Es que yo, don Augusto...
—Augusto, Augusto...
—Es que yo, Augusto...
—Bueno, cállate, basta —y cerraba él los ojos—, no digas nada, déjame hablar solo, conmigo mismo. Así he vivido desde que se murió mi madre, conmigo mismo, nada más que conmigo; es decir, dormido. Y no he sabido lo que es dormir juntamente, dormir dos un mismo sueño. ¡Dormir juntos! No estar juntos durmiendo cada cual su sueño, ¡no!, sino dormir juntos, ¡dormir juntos el mismo sueño! ¿Y si durmiéramos tú y yo, Rosario, el mismo sueño?
—Y esa mujer... —empezó la pobre chica, temblando entre los brazos de Augusto y con lágrimas en la voz.
—Esa mujer, Rosario, no me quiere... no me quiere... no me quiere... Pero ella me ha enseñado que hay otras mujeres, por ella he sabido que hay otras mujeres... y alguna podrá quererme... ¿Me querrás tú, Rosario, dime, me querrás tú? —y la apretaba como loco contra su pecho.
—Creo que sí... que le querré...
—¡Que te querré, Rosario, que te querré!
—Que te querré...
—¡Así, así, Rosario, así! ¡Eh!
En aquel momento se abrió la puerta, apareció Liduvina, y exclamando: ¡ah!, volvió a cerrarla. Augusto se turbó mucho más que Rosario, la cual, poniéndose rápidamente en pie, se atusó el pelo, se sacudió el cuerpo y con voz entrecortada dijo: