—¿Hum?
—Madre e hija tienen mucho en común.
—¿Te refieres a que las dos son un poco erráticas?
—Es una forma de decirlo.
Hubo otro silencio mientras Madeleine tocaba ligeramente el langostino con las puntas de su tenedor.
—¿Estás seguro de que no hay sitio para esconderse?
—¿Esconderse?
—En la cabaña.
—¿Por qué lo preguntas?
—Hace un tiempo vi una película de terror sobre un casero que tenía espacios secretos entre las paredes del apartamento y que vigilaba a sus inquilinos a través de pequeños agujeros.
Sonó el teléfono fijo.
—La cabaña es muy pequeña, tan solo tiene tres ambientes—dijo al levantarse para responder.
Madeleine se encogió de hombros.
—Solo era una idea. Todavía me da escalofríos.
El teléfono estaba en el escritorio del estudio. Dave llegó a él al cuarto tono.
—Aquí Gurney.
—¿Detective Gurney?—La voz femenina era joven, insegura.
—Exacto. ¿Con quién estoy hablando?—Oyó la respiración inquieta de la persona que llamaba—. ¿Sigue ahí?
—Sí…, no debería llamar, pero… quería hablar con usted.
—¿Quién es?
Quien llamaba respondió tras otra vacilación.
—Savannah Liston.
—¿En qué puedo ayudarla?
—¿Sabe quién soy?
—¿Debería saberlo?
—Pensaba que podría haber mencionado mi nombre.
—¿Quién podría haberlo mencionado?
—El doctor Ashton. Soy una de sus asistentes.
—Entiendo.
—Por eso lo llamo. O sea, quizá no debería estar llamando, pero… ¿Es verdad que es detective privado?
—Savannah, ha de decirme por qué me ha llamado.
—Lo sé. Pero no se lo dirá a nadie, ¿verdad? Perdería mi empleo.
—A menos que esté planeando hacer daño a alguien, no se me ocurre ninguna razón legal por la que debería divulgar nada.
Esa respuesta, que había usado centenares de veces en su carrera, no quería decir nada, pero pareció satisfacerla.
—Vale. Voy a decírselo. He oído al doctor Ashton hablando por teléfono con usted antes. Me ha parecido que usted quería nombres de chicas de la clase de Jillian con las que ella iba, pero que él no se los podía dar.
—Algo así.
—¿Para qué los quiere?
—Lo siento, Savannah, no estoy autorizado a discutir eso. Pero me gustaría saber más sobre la razón por la que me llama.
—Puedo darle dos nombres.
—¿De chicas con las que iba Jillian?
—Sí. Las conozco porque cuando era estudiante allí, de vez en cuando salíamos juntas, y por eso lo he llamado. Está pasando algo raro. —Su voz se estaba poniendo temblorosa, como si estuviera a punto de llorar.
—¿Qué cosa rara, Savannah?
—Las dos chicas con las que salía Jillian, las dos han desaparecido desde que se graduaron.
—¿Qué quiere decir que han desaparecido?
—Las dos se fueron de casa en verano, pero sus familias no las han vuelto a ver y nadie sabe dónde están. Y hay otra cosa horrible. —Su respiración era tan desigual ahora que parecía más un sollozo.
—¿Qué es lo horrible, Savannah?
—Las dos hablaban de que les gustaba Héctor Flores.
C
uando colgó el teléfono tras hablar con Savannah Liston, había planteado una docena de preguntas que proporcionaron media docena de respuestas útiles, los nombres de las dos chicas y una petición ansiosa: que no le hablara a Ashton de la llamada.
¿Tenía alguna razón para tener miedo del doctor? No, por supuesto que no, Ashton era un santo, pero le hacía sentirse mal actuar a sus espaldas, y no quería que el doctor pensara que ella no confiaba completamente en su juicio.
¿Y Savannah confiaba por completo en su juicio? Por supuesto que sí, salvo que a ella le inquietaba que al doctor Ashton no le preocuparan las chicas desaparecidas.
Así pues, ¿ella le había hablado a Ashton de las desapariciones? Sí, por supuesto que sí, pero él había explicado que las graduadas de Mapleshade con frecuencia desaparecían por buenas razones, y no sería raro que una familia no tuviera contacto con una hija adulta que quería un poco de espacio para respirar.
¿Cómo era que las chicas desaparecidas conocían a Héctor? Porque el doctor Ashton lo había llevado a Mapleshade en ocasiones para que trabajara en los semilleros. Héctor era muy atractivo y algunas de las chicas estaban muy interesadas en él.
Cuando Jillian era estudiante, ¿había alguien del personal en particular en quien ella podría haber confiado? Había un tal doctor Kale, que se ocupaba de muchas cosas—Simon Kale—, pero se había retirado y vivía en Cooperstown. Savannah había encontrado el número de Gurney a través de Internet y él probablemente encontraría el de Kale de la misma manera. Kale era un viejo raro. Pero podría saber cosas de Jillian.
¿Por qué le estaba contando eso a Gurney? Porque él era detective, y en ocasiones se quedaba despierta toda la noche y se asustaba pensando en las chicas desaparecidas. A la luz del día veía que era probable que el doctor Ashton tuviera razón, que muchas de las estudiantes vinieran de familias enfermas—como la suya—y que tenía sentido alejarse de ellas. Alejarse y no dejar ninguna dirección. Quizás incluso cambiarse el nombre. Pero en la oscuridad se le ocurrían otras posibilidades, posibilidades que hacían que le costara dormir.
Y, oh, por cierto, las chicas desaparecidas tenían otra cosa en común, además de haber mostrado un gran interés en Héctor cuando este trabajaba sin camisa en los semilleros.
¿Qué era?
Después de graduarse en Mapleshade, ambas habían sido contratadas para posar, igual que Jillian, para esos «anuncios tan sensuales de pañuelos».
Cuando Gurney volvió a la cocina, a la mesa donde habían estado comiendo, el teléfono sonó otra vez. Madeleine estaba allí de pie con la revista del
Times
abierta sobre la mesa. Al unirse a ella, mirando esa inquietante descripción de voracidad y ensimismamiento, notó que se le erizaba el vello de la nuca.
Madeleine lo miró con curiosidad, que él interpretó como su forma de preguntar si quería contarle la llamada telefónica.
Agradecido por su interés, lo hizo con detalle.
La curiosidad de Madeleine se tornó en preocupación.
—Alguien ha de descubrir por qué no pueden encontrar a esas chicas.
—Estoy de acuerdo.
—¿No habría que notificarlo a los departamentos de Policía locales?
—No es tan sencillo. Las chicas de las que Savannah está hablando eran como Jillian, presumiblemente de su edad, así que ahora tienen, por lo menos, diecinueve años; son todas, según la ley, adultas. Si sus familiares u otras personas que las ven regularmente no han denunciado de un modo oficial su desaparición, no hay mucho que la Policía pueda hacer. No obstante…
Sacó su teléfono móvil e introdujo el número de Scott Ashton. Sonó cuatro veces y ya iba a saltar el contestador cuando este lo cogió y respondió, después, aparentemente, de leer el visor del identificador de llamada.
—Buenas tardes, detective Gurney.
—Doctor Ashton, siento molestarle, pero ha surgido algo.
—¿Progreso?
—No sé cómo llamarlo, pero es importante. Entiendo la política de confidencialidad de Mapleshade, que me ha explicado, pero tenemos aquí una situación que requiere una excepción, acceso a registros del pasado.
—Pensaba que había sido claro al respecto. Una política con excepciones no es política. En Mapleshade la confidencialidad lo es todo. No hay excepciones. Ninguna.
Gurney sintió que le subía la adrenalina.
—¿Tiene algún interés en saber cuál es el problema?
—Cuénteme.
—Suponga que tenemos razones para creer que Jillian no fue la única víctima.
—¿De qué está hablando?
—Supongamos que tenemos razones para creer que Jillian fue solo una de las graduadas de Mapleshade que fueron objetivo de Héctor Flores.
—No logro ver…
—Hay pruebas circunstanciales que sugieren que algunas de las graduadas que eran amigas de Héctor Flores no están localizables. Dadas las circunstancias, deberíamos averiguar cuántas compañeras de clase de Jillian están localizables en este momento y cuántas no.
—Dios, ¿se da cuenta de lo que está diciendo? ¿De dónde salen esas pruebas circunstanciales?
—La fuente no es la cuestión.
—Por supuesto que es la cuestión. Es una cuestión de credibilidad.
—También podría ser una cuestión de salvar vidas. Piense en ello.
—Lo haré.
—Le sugiero que lo haga ahora mismo.
—No me impresiona su tono, detective.
—¿Cree que el problema es mi tono? Piense en esto: en la posibilidad de que algunas de sus graduadas podrían morir por su preciosa política de confidencialidad. Piense en explicarle eso a la Policía. Y a los medios. Y a los padres. Cuando lo haya pensado, vuelva a llamarme. Ahora tengo otras llamadas que hacer —colgó y respiró hondo.
Madeleine estudió su rostro, sonrió de manera sesgada y dijo:
—Bueno, eso es un enfoque.
—¿Tienes otro?
—En realidad, me gusta el tuyo. ¿Recaliento la cena?
—Claro. —Respiró hondo otra vez, como si la adrenalina pudiera exhalarse—. Savannah me dio los nombres y los números de teléfono de las familias de las chicas (las mujeres, debería decir) que ella asegura que han desaparecido. ¿Crees que debería llamar?
—¿Es ese tu trabajo?—Recogió los platos de la pasta y los llevó al microondas.
—Bien pensado—concedió al sentarse a la mesa.
Algo en la actitud de Ashton lo había sacado de quicio y lo llevaba a responder de manera impulsiva. Sin embargo, cuando se obligó a pensar en ello con calma, comprendió que investigar el problema de las graduadas desaparecidas de Mapleshade era asunto de la Policía. Había ciertos requisitos para dar a alguien el estatus de «persona desaparecida», y para intentar averiguar con las bases de datos estatales y nacionales cuándo la habían visto por última vez. Más importante, había una cuestión de recursos humanos. Si, de hecho, resultaba que el caso implicaba a múltiples personas desaparecidas bajo la sospecha de secuestro o algo peor, un solo investigador no era la respuesta. La reunión del día siguiente con el fiscal del distrito y la prometida representación del DIC proporcionaría un foro ideal para discutir la llamada de Savannah y para trasladar la cuestión.
Entre tanto, no obstante, podría ser interesante hablar con Allessandro.
Gurney cogió el portátil del estudio y lo colocó donde había estado su plato.
Una búsqueda en las páginas blancas de Internet para Nueva York proporcionó treinta y dos individuos con ese apellido. Por supuesto, era más probable que Allessandro fuera un nombre profesional elegido para proyectar cierta imagen. No obstante, no había listados de negocio en los que apareciera el nombre de Allessandro en cualquiera de las categorías en que podría estar relacionado con el anuncio del
Times
: fotografía, publicidad, marketing, gráfico, diseño, moda.
Parecía extraño que un fotógrafo comercial fuera tan esquivo; a menos que tuviera tanto éxito que la gente que importaba ya supiera cómo contactar con él y su invisibilidad para las masas formara parte de ese atractivo, como un
nightclub
de moda sin cartel en la puerta.
Se le ocurrió que si Ashton había adquirido la foto de Jillian directamente de Allessandro, tendría el número de teléfono del hombre, pero no era el mejor momento para pedirlo. Cabía la posibilidad de que Val Perry supiera algo al respecto, podría incluso conocer el nombre completo de Allessandro. En cualquiera de los casos, el día siguiente sería el momento adecuado para investigarlo. Y, muy importante, necesitaba mantener la mente abierta. El hecho de que dos antiguas estudiantes de Mapleshade con las que la asistente de Ashton había tenido problemas para contactar hubieran posado para el mismo fotógrafo de moda que Jillian podría ser una coincidencia sin sentido, aunque a las dos les gustara Héctor. Gurney cerró el portátil y lo dejó en el suelo, junto a su silla.
Madeleine volvió a la mesa, con los platos de pasta y los langostinos humeando de nuevo, y se sentó frente a él.
Dave cogió el tenedor y lo volvió a dejar. Miró por las puertas cristaleras, pero la noche ya había caído y los paneles de cristal, en lugar de proporcionar una visión del patio y el jardín, solo ofrecían un reflejo de los dos a la mesa. Su atención se fijó en las líneas severas de su propio rostro, en la expresión seria de su boca, un recordatorio de su padre.
Madeleine lo estaba observando.
—¿En qué estás pensando?
—En nada. No lo sé. En mi padre, supongo.
—¿En qué?
Pestañeó y la miró.
—¿Alguna vez te he contado la historia del conejo?
—Me parece que no.
Dave se aclaró la garganta.
—Cuando era pequeño (cinco, seis, siete años), le pedí a mi padre que me contara historias de las cosas que él hacía cuando era pequeño. Sabía que había crecido en Irlanda y tenía una idea de cómo era aquel país por un calendario que conseguimos de un vecino que fue allí de vacaciones: todo muy verde, rocoso, un poco salvaje. Para mí era un lugar extraño y maravilloso; fabuloso, supongo, porque no se parecía en nada al sitio donde vivíamos en el Bronx.
El desagrado de Gurney por el barrio de su infancia, o quizá por su infancia en sí, se reflejó en su rostro.
—Mi padre no hablaba mucho, al menos con mi madre y conmigo, y conseguir que contara algo de cómo creció era casi imposible. Por fin, un día, quizá para que dejara de molestarle, me contó esta historia. Dijo que había un campo detrás de la casa de su padre (así la llamaba, la casa de su padre, una extraña forma de expresarlo, porque él también vivía allí), un gran campo de hierba con un murete de piedra que lo separaba de otro campo aún más grande con un arroyo que lo atravesaba y una colina en la distancia. La casa era una cabaña beis con un techo de paja oscuro. Había patos y narcisos. Cada noche me acostaba imaginándolo (los patos, los narcisos, el campo, la colina), deseando estar allí, decidido a ir algún día. —Su expresión era una mezcla de amargura y añoranza.
—¿Cuál es la historia?
—¿Eh?
—Has dicho que te contó una historia.
—Dijo que él y su amigo Liam iban a cazar conejos. Tenían hondas e iban a los campos de detrás de su casa al alba, mientras la hierba estaba todavía cubierta de rocío, y cazaban conejos. Los conejos formaban estrechos caminos a través de la hierba alta, y él y Liam seguían los caminos. En ocasiones ponían trampas en los senderos o en sus madrigueras o en los agujeros que cavaban por debajo del muro de piedra.