No abras los ojos (27 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

BOOK: No abras los ojos
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—¿Te dijo si alguna vez pillaron alguno?

—Dijo que sí, que luego los soltaban.

—¿Y las hondas?

—Siempre fallaban por poco, decía. —Gurney se quedó en silencio.

—¿Esa es la historia?

—Sí. La cuestión es que las imágenes que pintó en mi mente eran reales y pensé mucho en ellas, pasé mucho tiempo imaginándome allí, siguiendo esos pequeños y estrechos caminos en la hierba. Aquellas imágenes se convirtieron, por raro que parezca, en los recuerdos más vívidos de mi infancia.

Madeleine torció el gesto.

—¿Todos lo hacemos, verdad? Tengo vívidos recuerdos de cosas que en realidad no vi, recuerdos de escenas que alguien describió. Recuerdo lo que he imaginado.

Dave asintió.

—Hay una parte que aún no te he contado. Años después, décadas después, cuando tenía unos treinta y cinco años y mi padre sesenta y pico, saqué el tema en una conversación telefónica con él. Le dije: «¿Recuerdas la historia que me contaste sobre ti y Liam, que salíais al campo al alba con las hondas?». No parecía saber de qué estaba hablando. Así que añadí todos los demás detalles: el muro, las zarzas, el arroyo, la colina, las sendas de los conejos. «Oh, eso. Eso era todo mentira. Nada de eso pasó nunca», me respondió. Y lo dijo en ese tono suyo que parecía dar a entender que yo había sido un idiota por creérmelo. —Había un extraño y apenas perceptible temblor en la voz de Gurney. Tosió ruidosamente como si tratara de expulsar la obstrucción que lo había causado.

—¿Se lo inventó todo?

—Se lo inventó todo. Hasta el último detalle. Y lo más deplorable es que es lo único que jamás me contó sobre su infancia.

31
Terriers escoceses

G
urney estaba recostado en la silla, examinando sus manos. Las vio más arrugadas y ajadas de lo que las habría imaginado si no estuviera mirándolas. Las manos de su padre.

Cuando Madeleine despejó la mesa, parecía sumida en profundos pensamientos. Una vez que todos los platos y las sartenes estuvieron en el fregadero y cubiertos con agua caliente jabonosa, cerró el grifo y habló sin alterarse.

—Así que supongo que tuvo una infancia horrible.

Gurney levantó la mirada.

—Es de suponer.

—¿Te das cuenta de que durante los doce años de nuestro matrimonio en que estuvo vivo, solo lo vi tres veces?

—Así somos.

—¿Te refieres a tu padre y a ti?

Él asintió de manera vaga, concentrándose en un recuerdo.

—El apartamento donde crecí en el Bronx tenía cuatro habitaciones: una pequeña cocina comedor, una pequeña sala de estar y dos dormitorios minúsculos. Éramos cuatro: mi madre, mi padre, mi abuela y yo. ¿Y sabes qué? Casi siempre había solo una persona en cada habitación, salvo cuando mi madre y mi abuela estaban juntas viendo la televisión en la sala. Incluso entonces mi padre se quedaba en la cocina y yo en uno de los dormitorios. —Rio, luego se detuvo con una sensación de vacío, pues había oído ese sonido sarcástico como un eco de su padre—. ¿Recuerdas esos imanes con forma de terrier escocés? Si los alineabas de una manera se atraían. Si los alineabas al revés se repelían. Así era nuestra familia, cuatro terriers escoceses alineados de manera que nos repelíamos a las cuatro esquinas del apartamento. Lo más lejos posible los unos de los otros.

Madeleine no dijo nada, solo volvió a abrir el grifo y se ocupó de lavar los platos de la cena. Los aclaró y los apiló en el escurridor, junto al fregadero. Cuando hubo terminado, apagó la luz del techo que quedaba sobre la isleta de la cocina y fue al otro lado de la gran sala. Se sentó en un sillón junto a la chimenea, encendió la lámpara que tenía al lado y sacó su labor de punto—un gorro de lana rojo—de una bolsa grande que había en el suelo. Miraba de cuando en cuando hacia la dirección de Gurney, pero se quedó en silencio.

Dos horas después se fue a acostar.

Gurney, entre tanto, había ido a buscar las carpetas del caso Perry del estudio, donde habían quedado apiladas desde que las quitó de la mesa grande el día que los Meeker habían ido a cenar. Había estado leyendo los resúmenes de las entrevistas realizadas sobre el terreno, así como las transcripciones de aquellas que se habían realizado y registrado en la comisaría del DIC. Le daba la sensación de que era un montón de material que dibujaba una imagen coherente.

Algo de aquello no tenía ningún tipo de sentido. Estaba, por ejemplo, el incidente del desnudo en el pabellón, contado por cinco residentes de Tambury. Decían que Flores había sido visto un mes antes del asesinato apoyado en un solo pie, con los ojos cerrados y las manos en posición de oración delante de él, en lo que se tomó por una especie de postura de yoga, completamente desnudo en el centro del pabellón ajardinado de Ashton. En todos los resúmenes de las entrevistas, el agente había anotado que el individuo que describía el incidente no había sido testigo directo, pero lo presentaba como algo que «sabía todo el mundo». Todos manifestaron haberlo oído de otras personas. Algunos podían recordar quién se lo había mencionado, otros no. Nadie recordaba cuándo. Otro incidente del que se informó con detalle hacía referencia a la discusión entre Ashton y Flores una tarde de verano en la calle principal del pueblo, pero una vez más ninguno de los «testigos», incluidos dos que lo describieron con detalle, lo habían visto con sus propios ojos.

Las anécdotas eran abundantes; los testigos, escasos.

Casi todos los interrogados veían el asesinato en sí a través de la lente de uno entre un puñado de paradigmas: el monstruo de Frankenstein, la venganza de un amante despechado, criminalidad mexicana inherente, inestabilidad homosexual, el envenenamiento de Estados Unidos por la violencia mediática.

Nadie había sugerido una conexión con las alumnas relacionadas con abusos sexuales de Mapleshade o la posibilidad de un móvil de venganza surgido de la anterior conducta de Jillian, áreas donde Gurney creía que finalmente se encontraría la clave del asesinato.

Mapleshade y el pasado de Jillian: dos aspectos que presentaban muchos más interrogantes que hechos. Quizás ese terapeuta retirado al que Savannah había mencionado podría ayudar con ambos. Simon Kale, un nombre fácil de recordar. Simon and Garfunkel. Simón dice. Simon Kale de Cooperstown… ¡Dios! Estaba demasiado agotado.

Fue al fregadero y se echó agua fría en la cara. El café le pareció una buena idea, luego lo contrario. Volvió a la mesa, encendió otra vez su portátil y encontró el número de teléfono y la dirección de Kale en menos de un minuto a través del directorio de Internet. El problema era que no se había dado cuenta de que los informes de entrevistas le habían absorbido durante mucho rato y ya eran las 23.02. ¿Llamar o no llamar? ¿En ese momento o por la mañana? Estaba ansioso por hablar con el hombre, por seguir una pista concreta, algo que le acercara a la verdad. Si Kale ya estaba en la cama, la llamada no sería bien recibida. Por otra parte, el hecho de que fuera tan tarde y la inconveniencia podrían servir para enfatizar que aquello era urgente. Llamó.

Después de tres o cuatro tonos, respondió una voz algo andrógina.

—¿Sí?

—Simon Kale, por favor.

—¿Quién es?—La voz, todavía de género incierto, aunque tendía a masculina, sonaba ansiosa e irritada.

—David Gurney.

—¿Puedo decirle al doctor Kale el motivo de su llamada?

—¿Con quién estoy hablando?

—Está hablando con la persona que ha contestado al teléfono. Y es un poco tarde. Ahora, ¿podría decirme por qué…?

Se oyó otra voz al fondo, una pausa, el sonido del teléfono cambiando de manos.

Una voz remilgada, seria, anunció:

—Soy el doctor Kale. ¿Quién es?

—David Gurney, doctor Kale. Lamento molestarle tan tarde, pero es un asunto urgente. Trabajo de asesor en el caso del asesinato de Jillian Perry y estoy tratando de formarme una idea sobre Mapleshade. Se me sugirió que usted podría ser una persona útil. —No hubo respuesta—. ¿Doctor Kale?

—¿Asesor? ¿Qué significa eso?

—Me ha contratado la familia Perry para que les proporcione un punto de vista independiente de la investigación.

—¿Ah, sí?

—Esperaba que pudiera ayudarme a hacerme una idea más exacta del alumnado y la filosofía general de Mapleshade.

—Yo diría que Scott Ashton es la fuente perfecta para esa clase de información. —Había acritud en su comentario, que suavizó añadiendo en un tono más desenfadado—: Yo ya no formo parte del personal de Mapleshade.

Gurney buscó un punto de apoyo en lo que sonaba como una grieta entre los dos hombres.

—Creo que su posición puede darle más objetividad que la de alguien todavía implicado con la escuela.

—No es un tema que quiera discutir por teléfono.

—Eso puedo entenderlo. La cuestión es que yo vivo en Walnut Crossing y no me molestaría ir a Cooperstown, si puede concederme media hora.

—Ya veo. Desafortunadamente, me iré un mes de vacaciones a partir de pasado mañana.

Lo dijo más como un impedimento legítimo que como una excusa. Gurney tenía la sensación de que Kale no solo estaba intrigado, sino que podría tener algo interesante que decir.

—Sería de enorme ayuda, doctor, si pudiera verle antes. Resulta que tengo una reunión con el fiscal del distrito mañana por la tarde. Si pudiera dedicarme un rato, quizá podría desviarme un poco del camino…

—¿Tiene una reunión con Sheridan Kline?

—Sí, sería muy útil contar con su opinión antes de eso.

—Bueno…, supongo… Todavía, necesitaría saber más de usted antes…, antes de que considere apropiado discutir nada. Sus credenciales y demás.

Gurney respondió con lo más destacado de su currículo y el nombre de un subinspector con el que Kale podría hablar en el Departamento de Policía de Nueva York. Incluso mencionó, medio pidiendo perdón, la existencia de un artículo de la revista
New York
publicado hacía cinco años que glorificaba sus contribuciones a la solución de dos infames casos de asesinato. El artículo le hacía parecer como un cruce entre Sherlock Holmes y Harry
el Sucio
, lo cual le resultaba embarazoso. Pero también podía ser útil.

Kale accedió a reunirse con él a las 12.45 del día siguiente, viernes.

Cuando Gurney trató de organizar sus ideas para la reunión con Klein, y elaborar una lista en su cabeza de temas que quería abordar, descubrió por enésima vez que excitación y cansancio constituían unos cimientos muy débiles sobre los que organizar nada. Concluyó que dormir sería la manera más eficaz de emplear el tiempo. Sin embargo, en cuanto se quitó la ropa y se metió en la cama al lado de Madeleine, el sonido de su móvil lo devolvió a la encimera de la cocina, donde lo había dejado sin darse cuenta.

La voz al otro extremo había nacido y se había criado en un club de campo de Connecticut.

—Soy el doctor Withrow Perry. Ha llamado. Puedo darle justo tres minutos.

Gurney tardó un momento en centrarse.

—Gracias por llamar. Estoy investigando el asesinato de… —Perry lo cortó.

—Sé lo que está haciendo. Sé quién es. ¿Qué quiere?

—Tengo algunas preguntas que podrían ayudarme a…

—Adelante, hágalas.

Gurney contuvo el impulso de hacer un comentario sobre la actitud del hombre.

—¿Tiene alguna idea de por qué Héctor Flores mató a su hija?

—No. Y para que conste, Jillian era la hija de mi mujer, no mía.

—¿Sabe de alguien más además de Flores que pudiera tenerle ojeriza, una razón para matarla o hacerle daño?

—No.

—¿Nadie?

—Nadie, y supongo que todos.

—¿Qué significa?

Perry rio: un sonido grave y desagradable.

—Jillian era una zorra mentirosa y manipuladora. No creo que sea el primero en decírselo.

—¿Qué es lo peor que le hizo nunca?

—No voy a hablar de eso con usted.

—¿Por qué cree que el doctor Ashton quería casarse con ella?

—Pregúnteselo.

—Se lo estoy preguntando a usted.

—Siguiente pregunta.

—¿Jillian habló de Flores alguna vez?

—Conmigo, desde luego, no. No teníamos ninguna relación. Deje que sea claro, detective: estoy hablando con usted solo porque mi mujer ha decidido encargar esta investigación no oficial y me ha pedido que conteste su llamada. La verdad es que no tengo nada con lo que contribuir y, para ser sincero con usted, considero que su esfuerzo es una pérdida de tiempo y de dinero.

—¿Cómo se siente respecto al doctor Ashton?

—¿Que cómo me siento? ¿Qué quiere decir?

—¿Le cae bien? ¿Lo admira? ¿Le da lástima? ¿Lo desprecia?

—Nada de eso.

—¿Entonces qué?

Hubo una pausa, un suspiro.

—No tengo interés en él. Considero que su vida no es asunto mío.

—Pero hay algo en él que… ¿qué?

—Solo la pregunta obvia. La pregunta que ya ha planteado en cierto modo.

—¿Cuál?

—¿Por qué un profesional tan competente iba a casarse con una chica descarriada como Jillian?

—¿Tanto la odiaba?

—No la odiaba, señor Gurney, no más de lo que odiaría a una cobra.

—¿Mataría a una cobra?

—Una pregunta pueril.

—Hágame el favor.

—Mataría a una cobra que amenazara mi vida, igual que usted.

—¿Alguna vez ha querido matar a Jillian?

Rio sin humor.

—¿Es esto una suerte de juego infantil?

—Solo una pregunta.

—Me está haciendo perder el tiempo.

—¿Todavía posee un rifle Weatherby 257?

—¿Qué tiene que ver eso con nada?

—¿Es consciente de que alguien con un rifle como ese disparó a Scott Ashton la semana después del asesinato de Jillian?

—¿Con un Weatherby 257? Por el amor de Dios, ¿no estará insinuando…? ¿No se atreverá a insinuar que de alguna manera…? ¿Qué demonios está insinuando?

—Solo estoy haciendo una pregunta.

—Una pregunta con implicaciones ofensivas.

—¿Debo asumir que todavía está en posesión del rifle?

—Asuma lo que quiera. Siguiente pregunta.

—¿Sabe a ciencia cierta dónde estaba el rifle el 17 de mayo?

—Siguiente pregunta.

—¿Alguna vez Jillian llevó a sus amigos a su casa?

—No, y le doy las gracias a Dios por esos pequeños favores. Me temo que su tiempo ha terminado, señor Gurney.

—Pregunta final: ¿conoce el nombre o la dirección del padre biológico de Jillian?

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