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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (37 page)

BOOK: No abras los ojos
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—Cree que nos enfrentamos a un gran psicópata, ¿no?

—Sí.

Rodriguez se espabiló y salió de la oscura preocupación en la que estuviera sumido.

—¿Qué le hace estar tan seguro? ¿Una obra enferma escrita hace cuatrocientos años?

«¿Qué me hace estar tan seguro?» Gurney pensó en ello. ¿Una corazonada? Aunque era uno de los clichés más antiguos del oficio, no le faltaba verdad. Pero también había algo más.

—La cabeza.

Rodriguez lo miró fijamente.

Gurney respiró para calmarse.

—Algo en la cabeza… Dispuesta sobre la mesa de la forma en que estaba, frente al cuerpo.

Kline abrió la boca como si estuviera a punto de hablar, pero no lo hizo. Rodriguez solo se quedó mirando.

—Creo que el que hizo eso—continuó Gurney—, de esa manera particular, estaba anunciando que tiene una misión.

Kline torció el gesto.

—¿Significa que pretende hacerlo de nuevo?

—O que ya lo ha hecho otra vez. Yo creo que ansía hacerlo.

42
La magia del señor Jykynstyl

E
l clima se mantuvo perfecto durante el viaje de Gurney desde los Catskills a Nueva York a media mañana. Al acelerar por la autopista, el aire fresco y el cielo despejado daban energía a sus pensamientos, le imbuían optimismo sobre el impacto que había causado en Kline y, en menor medida, en Rodriguez.

Quería consolidar su posición con Kline, encontrar una manera de asegurarse de que lo mantendrían en el caso. Y quería llamar a Val, ponerla al corriente. Pero también necesitaba, allí y en ese momento, reflexionar sobre la reunión a la cual se dirigía. El encuentro con el hombre del «mundo del arte». Un tipo que quería darle cien mil dólares por un retrato gráficamente mejorado de un chiflado. Alguien que bien podría ser él mismo un chiflado.

La dirección que Sonya le había dado correspondía a una residencia de arenisca en medio de una manzana silenciosa y arbolada, unas calles más arriba de la 60 Este. El barrio exudaba el aroma del dinero, un miasma elegante que lo aislaba del bullicio de las avenidas que lo rodeaban.

Dejó el coche en una zona de aparcamiento prohibido justo delante del edificio, como Sonya le había indicado trasmitiéndole la información de Jykynstyl. No habría ningún problema, cuidarían del automóvil.

Una puerta de entrada de gran tamaño esmaltada en negro conducía a un ornado vestíbulo de azulejos y espejos, que llevaba a una segunda puerta. Gurney estaba a punto de pulsar el timbre de la pared cuando abrió una mujer joven y atractiva. Mirándola mejor, se dio cuenta de que era una joven de aspecto corriente cuya apariencia se elevaba, o al menos quedaba dominada, por unos extraordinarios ojos, que en ese momento lo evaluaban como si apreciaran el corte de una chaqueta de sport o la frescura de un pastel en el escaparate de una panadería.

—¿Es usted el artista?

Gurney captó algo voluble en el tono, algo que no podía identificar.

—Soy Dave Gurney.

—Acompáñeme.

Entraron en un gran vestíbulo. Había un perchero, un paragüero, varias puertas cerradas y una amplia escalera de caoba que conducía al siguiente piso. El brillo oscuro del cabello de la chica hacía juego con el tono de la madera. La joven lo condujo por la escalera hasta una puerta, que abrió para dejar a la vista un pequeño ascensor con su propia puerta corredera.

—Vamos—dijo con una leve sonrisa que a Gurney le resultó curiosamente desconcertante.

Entraron, la puerta se cerró sin el menor sonido, y el ascensor subió sin apenas provocar sensación de movimiento.

Gurney rompió el silencio.

—¿Tú quién eres?

La chica se volvió hacia Gurney, con sus extraordinarios ojos iluminados por alguna broma privada.

—Soy su hija.

El ascensor se había detenido con tanta suavidad que Gurney ni lo había notado. La puerta se abrió. La chica salió.

—Venga.

La estancia estaba decorada al estilo de un salón victoriano opulento. Había plantas tropicales de grandes hojas en macetas a ambos lados de una gran chimenea y varias más junto a los sillones. Al fondo, al otro lado de un arco ancho se veía un comedor formal, con mesa, sillas y aparador, todo en madera tallada de caoba muy pulida. Cortinas de damasco verde oscuro cubrían las ventanas altas en las dos salas, oscureciendo la hora del día, la época del año, creando la ilusión de un mundo elegante, a la deriva, donde los cócteles podían estar siempre a punto de ser servidos.

—Bienvenido, David Gurney. ¡Qué bien que haya venido tan pronto!

Gurney siguió la voz de acento extraño hasta su origen: un hombre pequeño y pálido, empequeñecido aún más por el enorme sillón club de piel en el que estaba sentado, junto a una planta imponente de selva tropical. El hombre tenía en la mano una copita llena de un licor de color verde pálido.

—Disculpe que no me levante para darle la bienvenida. Tengo problemas de espalda. De manera perversa, empeora cuando hace buen tiempo. Un misterio molesto, ¿no? Por favor, siéntese. —Hizo un gesto hacia un sillón idéntico situado frente al suyo, al otro lado de una pequeña alfombra oriental.

El hombre llevaba vaqueros desgastados y una sudadera color vino. Tenía el pelo corto, fino, gris, peinado sin mucho esmero. Las bolsas en los ojos creaban una impresión superficial de somnolienta indiferencia.

—¿Le apetece tomar una copa? Una de las chicas le traerá algo. —Su acento indefinido parecía tener múltiples orígenes europeos—. Yo he vuelto a cometer el error de elegir absenta.

Levantó su licor verdoso y lo miró como si fuera un amigo desleal. Continuó:

—No lo recomiendo. En mi opinión, ha perdido su alma desde que la legalizaron. —Se llevó la copita a los labios y vació la mitad del contenido—. ¿Por qué sigo tomándola? Es una pregunta interesante. Tal vez sea un sentimental. Pero, obviamente, usted no lo es. Usted es un gran detective, un hombre de claridad, sin apegos absurdos. Así que no tomará absenta. Pero puede beber otra cosa. Lo que desee.

—¿Un vaso de agua?


L’acqua minerale? Ein Mineralwasser? L’eau gazéifiée
?

—Agua del grifo.

—Por supuesto. —Su sonrisa repentina era brillante como huesos blanqueados—. Tendría que haberlo adivinado. —Levantó la voz solo un poco, como alguien acostumbrado a tener sirvientes cerca—. Un vaso de agua fría del grifo para nuestro invitado.

La chica de extraña sonrisa que decía que era su hija salió del salón.

Gurney se sentó tranquilamente en el sillón que el hombre pequeño le había indicado.

—¿Por qué tendría que haber adivinado que pediría agua del grifo?

—Por lo que la señorita Reynolds me contó de su personalidad. Veo que tuerce el gesto. Eso también debería haberlo previsto. Me mira con sus ojos de detective. Se pregunta: «¿Cuánto sabe de mí este Jykynstyl? ¿Cuánto le ha contado la señorita Reynolds?». ¿Estoy en lo cierto?

—Me lleva mucha ventaja. Solo me estaba preguntando sobre la relación entre el agua del grifo y mi carácter.

—Reynolds me dijo que usted es tan complicado en el interior que le gusta mantener la sencillez en el exterior. ¿Está de acuerdo con eso?

—Claro. ¿Por qué no?

—Eso está muy bien—dijo Jykynstyl, como un experto saboreando un vino interesante—. También me advirtió que siempre está pensando y que siempre sabe más de lo que dice.

Gurney se encogió de hombros.

—¿Es eso un problema?

Empezó a sonar música de fondo, tan baja que sus notas apenas resultaban audibles. Era una melodía triste, lenta, bucólica, de un violonchelo. Su presencia susurrada en la sala le recordó los aromas de jardín inglés que penetraban con sutileza en el interior de la casa de Scott Ashton.

El hombrecillo de pelo ralo sonrió y tomó un sorbo de absenta. Otra mujer joven con una figura espectacular, que exhibía gracias a unos tejanos de corte bajo y una camiseta escueta, entró en la habitación a través del arco del fondo y se acercó a Gurney con un vaso de cristal lleno de agua en una bandeja de plata. La chica tenía los ojos y la boca de una mujer cínica que le doblaba la edad. Cuando Gurney cogió el vaso, Jykynstyl estaba respondiendo a su pregunta.

—Para mí no es ningún problema, desde luego. Me gusta un hombre de sustancia, un hombre cuya mente es más grande que su boca. Ese es el tipo de hombre que es usted, ¿no?

Cuando Gurney no respondió, Jykynstyl se echó a reír. Era un sonido seco, sin sentido del humor.

—Veo que también es un hombre al que le gusta ir al grano. Quiere saber exactamente por qué estamos aquí. Muy bien, David Gurney. Al grano: es probable que sea su mayor admirador. ¿Por qué? Por dos razones. En primer lugar, creo que usted es un gran artista del retrato. En segundo lugar, tengo la intención de ganar un montón de dinero con su trabajo. Tenga en cuenta cuál de las dos razones he citado en primer lugar. Puedo decir por el trabajo que ya ha realizado que posee un raro talento para mostrar la mente de un hombre en las líneas de su rostro, para dejar que el alma se muestre a través de los ojos. Se trata de un talento que se nutre de la pureza. No es el talento de un hombre que está loco por el dinero o la atención, de un hombre que se esfuerza por ser agradable, de un hombre que habla demasiado. Es el talento de alguien que valora la verdad en todos sus asuntos: de negocios, profesionales, artísticos. Sospechaba que era esa clase de hombre, pero quería estar seguro. —Sostuvo la mirada fija de Gurney durante lo que pareció mucho tiempo, antes de continuar—. ¿Qué le gustaría comer? Hay una lubina fría en salsa
remoulade
, ceviche de marisco a la lima,
quenelles
de ternera, un fabuloso
steak tartare
de Kobe, lo que prefiera, ¿o tal vez un poco de todo?

Mientras hablaba, comenzó poco a poco a levantarse del sillón. Hizo una pausa, buscando un lugar para apoyar su copita. Se encogió de hombros y la colocó con delicadeza en la maceta de la enorme planta que tenía al lado. Luego, sujetando los brazos del sillón con las dos manos, se puso en pie con un esfuerzo considerable y se encaminó hacia el comedor a través del arco.

La característica más llamativa de la estancia era un retrato de tamaño natural en un marco dorado que colgaba en el centro de la pared más grande, de cara al arco. Con su conocimiento limitado de la historia del arte, Gurney situó su origen en algún punto del Renacimiento holandés.

—Es fascinante, ¿no? —dijo Jykynstyl.

Gurney mostró su conformidad.

—Me alegro de que le guste. Le hablaré de él mientras comemos.

Habían preparado dos lugares en la mesa, uno frente al otro. La comida a la que Jykynstyl había hecho referencia estaba dispuesta entre los dos en cuatro platos de porcelana, junto con botellas de Puligny-Montrachet y Château Latour, vinos que incluso alguien que no era un enófilo como Gurney sabía que eran tremendamente caros.

Gurney optó por el Montrachet y la lubina; Jykynstyl, por el Latour y el
steak tartare
.

—¿Las dos chicas son hijas suyas?

—Así es, sí.

—¿Y viven aquí juntos?

—De vez en cuando. No somos una familia con domicilio fijo. Yo voy y vengo. Es la naturaleza de mi vida. Mis hijas viven aquí cuando no están viviendo con otra persona. —Habló en un tono que a Gurney le pareció tan engañosamente informal como su mirada somnolienta.

—¿Dónde pasan la mayor parte de su tiempo?

Jykynstyl puso el tenedor en el borde del plato, como si se deshiciera de un obstáculo para expresarse con claridad.

—Yo no lo veo de esa manera, no pienso que esté aquí durante una temporada o allá durante otra temporada. Estoy… en movimiento. ¿Entiende?

—Su respuesta es más filosófica que mi pregunta. Se lo preguntaré de otra manera. ¿Tiene casas como esta en algún otro sitio?

—Los familiares en otros países a veces me reciben, o me soportan. No es lo mismo, ¿verdad? Pero tal vez en mi caso ambas cosas son ciertas. —Exhibió su sonrisa de frío marfil—. Así que yo soy un hombre sin hogar y con muchos hogares. —El acento híbrido, de ninguna parte y de todas, pareció hacerse más marcado para reforzar su declaración de nomadismo—. Al igual que el maravilloso señor Wordsworth, vago solitario como una nube. En busca de narcisos dorados. Tengo buen ojo para los narcisos. Pero tener buen ojo no basta. También hay que mirar. Ese es mi doble secreto, David Gurney: tengo buen ojo y siempre estoy mirando. Esto para mí es mucho más importante que vivir en un lugar determinado. Yo no vivo aquí o allí. Vivo en la actividad, en el movimiento. No soy un residente. Soy un buscador. Tal vez sea un poco como su propia vida, como su propia profesión. ¿Estoy en lo cierto?

—Entiendo su tesis.

—Entiende mi tesis, pero en realidad no está de acuerdo con ella. —Parecía más divertido que ofendido—. Y al igual que todos los policías, cuando se trata de preguntas prefiere hacerlas que responderlas. Una de las características de su profesión, ¿no?

—En efecto.

Jykynstyl hizo un sonido que podría haber sido una risa o una tos. Sus ojos no proporcionaron ninguna pista al respecto.

—Entonces le ofreceré respuestas en lugar de preguntas. Pienso que quiere saber por qué este hombrecillo un poco loco de nombre extraño quiere pagar tanto dinero por estos retratos que tal vez usted hace deprisa y con facilidad.

Gurney sintió una chispa de irritación.

—No tan deprisa ni con tanta facilidad. —Y mostró, a continuación, una chispa de disgusto al expresar la objeción.

Jykynstyl parpadeó.

—No, por supuesto que no. Perdone mi lenguaje. Creo que hablo este idioma mejor de lo que lo hago, pero fallo con los matices. ¿Lo intento de nuevo o ya entiende lo que estoy tratando de decirle?

—Creo que lo entiendo.

—Entonces, la pregunta fundamental: ¿por qué le ofrezco tanto dinero por este arte suyo?—Hizo una pausa, destelló la sonrisa gélida—. Porque lo vale. Y porque lo quiero en exclusiva, sin competencia. Así que le hago lo que creo que es una oferta preferente, una oferta que puede aceptar sin más, sin subterfugios, sin negociación. ¿Lo entiende?

—Creo que sí.

—Bien. Creo que se ha fijado en la pintura de la pared de detrás de mí. El holbein.

—¿Eso es un verdadero Hans Holbein?

—¿Verdadero? Sí, por supuesto. No poseo reproducciones. ¿Qué piensa usted de él?

—No tengo las palabras adecuadas.

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