Amalia pierde definitivamente el hilo y se pregunta si la sensación de extrañeza que la aleja es fruto de la resaca amarga o de un exceso de lucidez. En un gesto inconsciente, se echa la mano al culo y tantea el minúsculo bulto que una bolsita recién comprada al taxi número 3 de su agenda forma en uno de los bolsillos traseros de su pantalón de cuero color hueso. Con el tacto cae en la cuenta de lo que está haciendo y de que lo hace sin ansiedad ni intenciones inmediatas y sonríe sorprendida. «Amalia, ¿me estás escuchando?», la saca Laura del ensimismamiento. «Perdóname, guapa, hoy me he levantado un poco rarita», y deja escapar otra sonrisa que exaspera a la chica y la hace sentir excluida de algún secreto, pero que en realidad es inconsciente. «¿Se puede saber qué te pasa? Joder, tía, estamos hasta el cuello, llevamos tres meses preparando esta convocatoria, hay al menos cincuenta periodistas esperando a ver si algo sale mal, y la Susín ha preguntado ya cuatro veces por ti… Primero me llamas por la mañana colocada con una historia de un colchón y de que estás cagada porque te espían y cuarenta cosas más fruto del colocón, que a mí no me engañas. Luego me dejas todo el puto día colgada, precisamente hoy, con la rueda de prensa del acto más importante que vamos a llevar este año, y puede que en los próximos, convocada. Y para colmo, me vienes ahora con secretitos y medio volada, con risitas, como si tuviéramos tiempo para esas mierdas.» La mirada de Amalia corta en seco las quejas de Laura. No queda ni rastro de la sonriente melancolía de hace unos instantes, sino una dureza mineral que se convierte en ferocidad cuando saca la bolsita del bolsillo trasero y se la estampa a la chica contra el pecho mientras le mastica en voz baja y tono determinante: «Ya no tengo nada que ver con todo esto, con ninguno de vosotros, esto se ha terminado.»
Laura, en un ataque de despecho pequeño y seguramente harta de lidiar sola sin reconocimientos, ha traspasado el umbral prohibido y es consciente. «Lo que no se puede decir jamás se dice, bajo ningún concepto», es una de las primeras y poquísimas órdenes estrictas que recibió de Amalia cuando comenzó a trabajar con ella. Ambas sabían muy bien a qué se refería. Por aquella época, las juergas las corrían juntas, Amalia había sido su instructora mucho más allá del ámbito de los medios de comunicación y la agencia. Con ella aprendió a manejarse en el mundo de la noche, a camelar a los artistas e interpretar a los políticos, aprendió a seducir y, sobre todo, a fingirse seducida por alguien. El pacto se refiere a esas noches que uno desearía olvidar, porque se ha pasado en la seducción, o en consumiciones, o en la muestra de sí mismo, o por cualquier otro desmán. Pueden salir juntas siempre que se mantenga un respeto estricto en este punto. Lo que pasa en que en los últimos dos años las distancias entre ellas se han acentuado. Después de una relación frustrada y frustrante con un hombre que Laura considera incluso denunciable, Amalia se ha empeñado en denigrarse con tal perseverancia que a la chica le parece que los episodios que debe olvidar son demasiados y muy difíciles de sortear, así que se han acabado distanciando. Cada una por su lado, lo que no quiere decir que hayan dejado de compartir ciertos gustos y veladas íntimas, sólo que llega un momento en el que cada una opta por un taxi diferente.
La De Pablos se ha quedado en el sitio, agarrotada, con la vista fija en algún punto lejano más allá de su interlocutora y los músculos de la quijada tirantes por la tensión. Lo cierto es que en este momento le habría resultado muy difícil moverse, porque las palabras que acaba de oír han puesto en marcha su cabeza, que necesita de toda la energía que el cuerpo sea capaz de producir para mantenerse firme. La ha pillado desprevenida y duda sobre si no puede o no quiero alejar de sí las sensaciones que con tanta facilidad ha expulsado unas horas antes al despertarse. Están allí, todo está dentro de ella, el colchón mugriento, los restos de sangre y vómito, los pasos apresurados entre los árboles, la sombra presentida y la carrera enloquecida desde el bosque hasta su casa. ¿Cómo puede haberlos olvidado con tanta facilidad? ¿En qué tipo de monstruo se ha convertido? Más: ¿qué ha pasado para que ahora, en cambio, quiera bucear en ello, y no sólo eso, sienta la necesidad de rebobinar y rebuscar entre las cosas que ha ido enterrando en el agujero mental de los olvidos negros? La costumbre le trae a la cabeza la posibilidad de renunciar, no pasa nada, estás a salvo, es sólo la resaca depresiva, y la rechaza tajante. De nuevo la ocupa la extrañeza, pero esta vez no es dulce, mueve al asco, e instintivamente se rodea el vientre con los brazos. En ese instante, quizá respondiendo al gesto, Laura, que tampoco se ha movido del sitio y permanece con la vista fija en las botas de su mentora, alza la cara dispuesta a decir algo, pero la corta el grito de Curra Susín, que se acerca implacable a paso de apisonadora. «Hombre, ya veo que empieza a llegar la gente importante. Debe de ser que comienza la fiesta», grita refiriéndose al retraso de Amalia.
Las tardes primaverales de la rambla de Catalunya. No hay nada comparable en la ciudad, ningún otro paseo. Barcelona no es ciudad de pasear, por mucho que se empeñe en vender Ramblas y paseo de Gracia. Uno necesita, para disfrutar ese ejercicio, lugares donde la gente sea discretamente feliz, donde se alternen madres jóvenes con hijos sanos, parejas dichosas, algunas bicicletas, terrazas con señoras de las de toda la vida, o sus dignas sucesoras, viendo pasar el día con tranquilidad y al menos una iglesia antigua. Si además pulula algún que otro turista, no pasa nada, pero sin exagerar. Sólo rambla de Catalunya cumple en Barcelona esos requisitos, y la tarde del lunes de mi cita con Eva y Ulrike la recorrí entera, desde la Gran Via hasta la Diagonal, varias veces. A la segunda vuelta, el espectáculo de una población con la vida resuelta me había calmado buena parte de los nervios que cargaba. Los paseos son el mejor escaparate de gente normal, inconscientemente normal, personas que no han tenido que realizar ningún esfuerzo, al menos que recuerden, para llevar la vida que llevan y que legarán a sus vástagos. Las Amalias, Estrellas, Saras, Ulrikes, los Ayerdis y Titos que en el mundo han sido no tienen nada que hacer en lugares de paseo, a no ser descubrir su propia anormalidad.
No me extrañó que desde el otro lado del móvil Eva Sacaluga me alejara de aquel escenario, pero sí que quedáramos en un bar tranquilo en medio de una calle peatonal del barrio de Gràcia. Extraño lugar, no por el espacio en sí, un local de buen gusto a medio camino entre el restaurante cómodo y el café literario, sino porque a aquella hora, las siete de la tarde, ni ellas ni yo dábamos el perfil del cliente, la mayoría espectadores de los cines Verdi, lugar de culto, situados en el inmueble vecino. Me sorprendió por lo pacífico, había esperado más bien una coctelería, algún bar de diseño o sencillamente el bar de un hotel.
Franqueé la entrada, y desde allí abarqué con la vista todo el local sin dar con las chicas. Estaba decidiendo si quedarme o esperarlas en la calle cuando me llamaron desde la barandilla de un piso superior, como un altillo. La cabeza de Eva Sacaluga asomaba sonriente al final de una amplia escalera que arrancaba a mi derecha.
Pese a haber estado antes en el café, aquélla era la primera vez que subía al altillo, y apenas me dio tiempo a fijarme en una zona con mesas de billar, porque la apabullante presencia de Ulrike me deslumbró hasta el punto de quitarme de la vista a la mismísima Eva de mis ansiedades. Aquella extraordinaria mujer tenía el brillo propio de los seres nacidos para ser expuestos, de los ejemplares únicos en su especie. Con la foto de Sara Pop en la mente como toda referencia, había esperado encontrarme a una jovencita frágil y aniñada, y tenía ante mí a una de las hembras mejor construidas que habían visto y seguramente verían mis ojos, ya sea en el mundo real o en la ficción. La sonrisa que mostraba la otra cuando por fin pude abstraerme de aquella visión no dejaba lugar a dudas, había quedado en evidencia.
—Bueno, aquí te dejo con Ulrike, como habíamos quedado. Espero que os entendáis. —Ya recogía su bolso.
—Pero ¿cómo?, ¿no te quedas?
No era la situación que yo esperaba, y el tono me delató de nuevo, la ansiedad por volver a perder de vista a Eva. Ella sacudió la cabeza confirmando la negativa e hizo un gesto inequívoco llevándose la mano derecha a la oreja con los dedos pulgar y meñique estirados, pero no volvió a decir ni palabra. Solamente dio un beso suave en los labios de Ulrike y bajó apresuradamente la escalera. La amiga de mi amiguita muerta empezó a hablar sin dejarme tiempo siquiera de acomodarme o pensar qué estaba pasando.
—Mira, porque me ha dicho Eva que eres un buen amigo suyo, que si no… —Me gustó la consideración—. Yo estoy destrozada, todo esto ha sido horrible, tío, te juro que estoy acojonada, no sé qué hacer, no me atrevo a trabajar ni casi a salir de casa, no puedo ir sola al baño ni subir las persianas. Porque esto se veía venir, estaba cantado, si tratas con los malos, tarde o temprano acabas pagando, y eso es ni más ni menos lo que le ha pasado a Sara, ¡a ella!, era la más buena, tío, era tan buena que no tenía ni miedo, porque era incapaz de ver el mal. Pero yo sí que lo veo, vaya si lo veo…
—¿Qué mal? ¿Quiénes son los malos?
Ulrike no parecía escucharme. El banco largo que recorría la pared le servía de diván y se desmadejó todavía más, estirando sus piernas inacabablemente por debajo de la mesa, de manera que la cinturilla del vaquero bajó un par de dedos. Pensé que en cualquier momento asomaría por aquella frontera movediza la primera muestra de los pelillos del coño de la chica, imaginaba que negros y de un rizado eléctrico, como los de la cabeza. El top que llevaba encima, una pieza mínima de tirantes en terciopelo granate, dejaba al descubierto todo el vientre desde cuatro dedos antes de llegar al ombligo y, por encima, asomaba la blonda de un sujetador negro e historiado. Pero no fue eso lo que me puso caliente, sino la manera en la que la mujerona que me había encontrado a la llegada se iba convirtiendo, palabra a palabra, gesto a gesto, en una chavala candorosa. ¿O era una pose?
—Ulrike —la saqué de su abstracción—, escúchame, ¿qué malos, a qué malos te refieres?
—Pues a los malos, ¿a quién, si no? Tío, ya intenté explicárselo a Sara, por un lado estamos los buenos, y por otro, están los malos, ¿entiendes? —Por el momento, lo único que yo entendía era que ella se encontraba bajo el efecto del shock o de alguna droga—. Los malos no son como en las películas, pero sí son monstruos, monstruos de carne y hueso como nosotros, hombres y también mujeres que viven del mal, de hacer el mal, y con eso ganan mucho dinero. Son sencillamente malos, ¿entiendes? No es fácil de entender, porque no queremos verlos, pero ellos son como el demonio. Ellos matan, eso está claro, tío, clarísimo, ahora más que nunca, y están cerca. Matan, hacen daño, y a veces disfrutan haciéndolo, no tienen remordimientos, porque no saben lo que son, sólo ganan dinero, y hacen que otros ganen dinero, y más vale que no te cruces en su camino porque estás perdido, no se puede jugar con los malos.
—Vamos por partes, para que yo pueda entenderte. —Necesitaba poner orden en aquella preciosa cabeza destartalada—. Tú estuviste con Sara la noche que la mataron.
—Sí. Estuvimos trabajando.
—¿En qué?
—Tío, más vale que Eva tenga razón, porque, si no, la voy a cagar mucho. Tienes que escucharme, pero no me hagas preguntas difíciles de contestar. —De golpe se incorporó y volcó todo su cuerpo hacia mí sobre la mesa, dos enormes tetas estrujadas contra su propio nacimiento en la bandeja del tablero de madera—. Aquella noche Sara tenía que hacer un trabajo con un cliente, ella sola, pero decidimos ir juntas porque habíamos salido juntas y no nos apetecía separarnos. No era la primera vez que lo hacíamos, además, el tipo era un cliente fácil, un panoli al que le iba a dar igual una que dos que el coro entero del casino de Lloret. Es igual. Total, que acabada la faena él la acompañó al Paradís a comprar algo de farla, ya me entiendes, tío, coca y tal; Sara era así, no sabía parar, nunca tenía bastante. No sé, tío, estuve esperando en el hotel hasta casi las doce del mediodía. Al principio pensé que la muy tonta se había echado atrás y me había dejado plantada. Podía ser, tío, no pasa nada, la habitación estaba pagada y yo qué sé, no habíamos dormido, íbamos muy colocadas, a cualquiera le puede dar una volada y largarse… Estuve viendo la tele sin darme cuenta de que pasaba el tiempo, y cuando miré el reloj, ¡te cagas!, tío, eran ya las once de la mañana y ni siquiera un mensaje en el móvil. Yo ya sabía que le había pasado algo malo, muy malo.
—¿Qué hiciste?
—Nada, joder, ¿qué querías que hiciera? Esperé un rato más, una hora, creo, pillé un taxi y me fui a casa. Cerré todas las persianas y los cerrojos a la espera de noticias.
—¿Tú crees que el tipo que la acompañaba puede tener algo que ver?
Abrió dos ojos como platos mostrándome además de la sorpresa un par de pupilas anormalmente dilatadas.
—Tú no estás entendiendo nada, pero nada de nada. Aquel tío era un cliente que sólo quería pasar una noche un poco cochina sin que su mujer se enterara, seguramente un hombre recto, un buen tío, seguramente, no, totalmente, te lo podría jurar. Si había que dárselo todo hecho… No te voy a dar detalles, pero créeme si te digo que él no tuvo nada que ver.
Me empezaron a hacer gracia sus expresiones: una noche un poco cochina, un hombre recto. Estaba delante de la más espectacular puta de lux que me había cruzado hasta el día de los hechos, perteneciente al escuadrón de Curra Susín, con toda probabilidad adicta a alguna sustancia más o menos permitida que utilizaba, extraños adjetivos sin nombrar a Arcadi Gasch i Llobera ni a la Susín seguramente por una inercia de profesionalidad.
—¿Fuiste tú quien le dio a la policía el nombre de Gasch i Llobera?
En su tensión, no se dio ni cuenta de que yo había empezado a introducir en la conversación los nombres propios que ella me rateaba.
—No, claro que no. Cuando la policía llegó a mi casa ya sabía que habíamos estado los tres juntos, e incluso que ellos se habían marchado sin mí por la mañana. Yo no me fío de la policía, por eso no añadí ni una palabra a lo que ellos preguntaban, sólo contestaba sí o no, pero tampoco pusieron demasiada atención a lo que les decía. Bah, policías, tío, por algo son policías y no abogados o médicos, ¿no te parece?