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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (27 page)

BOOK: No me cogeréis vivo
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El Semanal, 29 Junio 2003

Istolacio, Indortes, Lutero

Estaba el otro día con unos lectores cuando alguien, aludiendo a estos panfletos dominicales, me puso los pelos de punta. «Le agradezco que defienda con objetividad la Historia como nos la enseñaron en el colegio», dijo, y me hizo polvo. En primer lugar, el arriba firmante nunca ha pretendido ser defensor objetivo de nada. Consideren la objetividad cuando digo que Fernando VII era un perfecto y nocivo hijo de puta rodeado de curas reaccionarios, o que la pérfida Albión, esa entrañable aliada del Pepé en la última guerra del Golfo, se ha pasado los últimos quinientos años dándole a España por saco. Pero lo de la objetividad es anecdótico. Lo que de veras me acojonó fue que mi interlocutor, sin duda queriendo ser amable, creyera que, porque me repatea la forma en que ahora se enseña Historia a los chicos, y atribuya a la Logse de mis amigos Maravall y Solana buena parte del analfabetismo rampante, añoro los libros de texto de mi tierna infancia. Y tampoco es eso. Admito que antes los libros del cole tenían información.

Quiero decir que había fechas, batallas y nombres de reyes, referencias que facilitaban un marco general donde después podías encajar las cosas que leías o que vivías, sin poner cara de cenutrio cuando alguien mencionaba el nombre de Viriato, la palabra almorávide, Otumba, Cavite, Isidoro de Sevilla o el tributo de las Cien Doncellas. O las que fueran. Pero de ahí a decir que aquellos libros eran un modelo de objetividad y de rigor histórico va un abismo. Valgan, de muestra, unos ejemplos tomados de mi Historia de España de Maristas, segundo grado. Por ejemplo: «Istolacio e Indortes -aquellos dos caudillos enfrentados a los cartagineses cuando la idea de España no existía ni de coña- son los dos primeros mártires de la independencia patria». Tampoco está de más considerar, en lo que vale, esta otra perla: «Almohades, almorávides y benimerines cayeron sobre la indomable España, que supo triunfar de todos». O la justificación histórica para la expulsión de los judíos, que según el texto: «Eran objeto del odio popular por su avaricia y crímenes». Por no hablar de «la herejía protestante predicada por el vicioso Lutero»; o, vueltos a la limpieza étnica, la de los moriscos, cuya conversión «no había sido sincera y aborrecidos por el pueblo a causa de su codicia desmesurada, por lo que fueron arrojados al África». Y todo ese entrecomillado, damas y caballeros, puesto negro sobre blanco en un libro -muy bien editado, por cierto- de la Editorial Luis Vives, años 50, con nihil obstat del censor, canónigo D. Vicente Tena, e imprímase de monseñor Lino, obispo de Huesca. Con dos huevos.

Como puede comprobarse, en lo de manipular cual bellacos por acción u omisión, todas las épocas cocieron habas. Incluso estoy convencido de que aquellos libros de mi infancia tergiversaban más que los de ahora. Lo que pasa es que antes, además de afirmar que nuestra raza era el copón de Bullas -igual les suena el argumento-, contaban cosas y te enseñaban también los hechos fundamentales de la Historia. Ahora, bajo el pretexto de corregir aquella manipulación, lo negamos y borramos todo; y en su lugar imponemos la nada y la gilipollez políticamente correcta, sustituyendo la idea de España vista en conjunto, como plaza pública de pueblos y lenguas -que el nacionalismo franquista y sus herederos se apropiaran del concepto, corrompiéndolo, no lo anula en absoluto-, por doscientas españitas mezquinas que, según algunos textos modernos, siempre fueron a su rollo y nada tenían que ver unas con otras.

Bromas y contradicciones propias aparte, aborrezco los nacionalismos grandes tanto como los pequeños, porque todos, hasta los vinculados a causas nobles, engordan con lo más reaccionario y mezquino de la sucia condición humana; pero no soy tan imbécil como para confundir estupidez de malas bestias con cultura y memoria, que son nobilísimas y respetables, ni tan mierdecilla, quizás, como quienes agachan las orejas por si alguien los interpreta mal y los llama fascistas. Por eso digo que cuando eduquen a mis nietos, si los tengo, prefiero que les hablen de Lutero, de Almanzor, del concilio de Toledo, de Cánovas y Sagasta o del desastre de la Invencible, que de la influencia histórica del silbo canario, el refajo ansotano y su impronta en los fueros de Aragón, la pelota vasca como resistencia cultural neolítica, o el ruido de alpargatas de los portapasos de la Macarena como clave y esencia de la nación andaluza.

El Semanal, 06 Julio 2003

Esta navaja no es una navaja

Qué cosas. Abro un diario y me topo con un titular inquietante: Menor detenido por matar a una turista. Hay que ver, me digo. Estos menores violentos, enloquecidos por la tele y los dibujos animados. Un chaval es autor del apuñalamiento, sigue la cosa. El menor homicida iba acompañado de un amigo. Porca miseria, pienso. Cada vez tenemos asesinos más jovencitos. Y es que, claro. Con tanto Matrix y tanto videojuego, así anda el patio. Niños psicópatas a troche y moche. Sigo leyendo: Al robarle el bolso y resistirse la mujer, el chaval zanjó el forcejeo con una puñalada. Pues vaya con el chaval, concluyo. Como para disputarle una bolsita de gominolas. Si uno es así de cabroncete en la tierna infancia, imagínate cuando sea mayor. Sigo leyendo, y más abajo me entero de que el menor era de origen marroquí, y ya había sido detenido antes: la cosa viene como perdida en el texto, y es evidente que el redactor, procurando no meterse en jardines racialmente incorrectos, ha situado la nacionalidad y la marginalidad del chaval –en lo de chaval insiste cinco veces– de forma casual, como de pasada. Comprendo esa cautela, aunque sea discutible: si destacar que el niño era marroquí puede interpretarse como asociación facilona de la inmigración con la delincuencia, también es cierto que diluir el dato, o camuflarlo en el texto, es sustraerle al lector una clave para comprender el suceso. Pero, bueno. Asumo que, en estos tiempos, y con lectores que no siempre son capaces de hilar fino, hay que asírsela –observen hasta qué punto refina ser académico de la R.A.E.– con papel de fumar.

Total. Abro otro periódico y me encuentro una foto del chaval. Quiero decir del menor. Y el niño, que sale esposado, es un pedazo de moro más alto que los policías que lo trincan. Diecisiete años, dice el pie de foto. El nene. Interno en un reformatorio para menores con delitos graves, once meses por robo con intimidación, disfrutando del cuarto permiso de fin de semana. Lo demás, rutina: Madrid, dos jóvenes navajeros al acecho, una turista paseando –delante del palacio de las Cortes, por cierto, lugar peligroso de cojones–, tirón del bolso, la turista que no se deja, cuchillada, tanatorio. Suceso habitual en una ciudad, como en otras, donde la madera, escasa de medios y personal, maniatada por la infame lentitud de la Justicia y por el miedo a que los apóstoles de lo conveniente confundan eficacia y contundencia razonable con exceso policial, prefiere tocarse los huevos a complicarse la vida. Lo que me preocupa es que, en vez de limitarse a contarlo, y punto, diciendo que dos navajeros peligrosos acaban de cargarse a otra guiri, el redactor en cuestión, o sus jefes, o el director de su periódico, tengan tanta jindama a que los tachen de intolerantes y de racistas y de incitar a sus lectores a desconfiar de los inmigrantes, que prefieren marear la perdiz con circunloquios, rodeos y pepinillos en vinagre, repitiendo veinte veces lo de chaval, y pasando de puntillas por el origen marroquí.

Escamoteando que las palabras delincuente e inmigrante, cuando van juntas, son uno de los principales problemas de seguridad en ciertas ciudades españolas. Y no porque los emigrantes sean delincuentes, ojo, sino porque nuestro egoísmo e imprevisión complican mucho las cosas. En el caso de los numerosos jóvenes marroquíes que cruzan el Estrecho, por ejemplo, pocos se ocupan de atenderlos, evitando que se busquen la vida a su aire. Y olvidamos que un inmigrante marginado y sin trabajo puede volverse muy peligroso en una sociedad opulenta, confiada en sus derechos y libertades, tan ostentosa y estúpidamente consumista como la nuestra, que él, con diferentes valores y afectos, no considera suya, y a la que ve como lugar hostil o territorio a depredar. Como un coto de caza lleno de tentaciones. Negar eso, disimularlo como si origen, cultura y ubicación social no tuvieran nada que ver, es alimentar el problema. Ni los inmigrantes deben ser acosados y expulsados, como dicen los cenutrios malas bestias, ni todos son angelitos negros de Machín. Tenga diecisiete o cuarenta años, tan hijo de puta es un navajero nacido en Badajoz como el que nace en Tetuán. Y lo históricamente probado es que una democracia se suicida cuando, en parte por culpa de los explotadores, los demagogos y los imbéciles socialmente correctos, los animales de la ultraderecha intransigente llenan sus mítines de votantes hartos de que los apuñalen para robarles el bolso.

El Semanal, 13 Julio 2003

¿Cómo pude vivir sin Beckham?

Les juro a ustedes por mis muertos que yo no sabía quién era Beckham. Supongo que alguna vez, hojeando revistas a la hora de los crispis y el colacao, me había topado con su careto. Digo que supongo, porque la verdad es que no lo sé. Para mí todos los futbolistas son iguales, y lo mismo me da un negro que un hijoputa de blanco. La legítima del balompedista, la Spice pija esa, o ex, o lo que sea, sí que me sonaba de verla en la tele hace años –tengo una hija, háganse cargo–, cuando estaba con las otras, que eran, me parece una anoréxica, una deportista y una pelirroja, o por ahí, y las discográficas sacaban cada semana un grupo de pavas imitándolas, al rebufo del asunto. Pero en fin. El caso es, como digo, que mi vida transcurría hasta hace unas semanas con absoluta normalidad, ignorante de quién era Beckham, su arte futbolero, la pasta que gana y lo guapo que es el tío. Y de pronto, zaca, me cae un diluvio de informaciones sobre el fulano, fotos, reportajes, y hasta abren con él los telediarios para contarme que acaba de visitar una guardería o un asilo o algo en Japón. Y no puedo menos que preguntarme cómo he podido vivir hasta hoy, escribir novelas y artículos, ir por la vida, en resumen, sin saber nada de ese individuo; sin el que –acabo de descubrirlo– el Real Madrid, España, el mundo, la existencia misma, no serían lo que son. Y mucho me temo que de ahora en adelante, me interesen o no el fútbol, las spices pijas y las guarderías japonesas, Beckham formará parte de mi vida para siempre jamás. Que voy a tragar Beckham por un tubo, me guste o no me guste. Por cojones.

Ignoro lo que mi primo era antes para el mundo. Para mí, sujeto paciente del bombardeo, acaba de nacer, alehop, otra estrella. Otro nombre imprescindible del que todo cristo da por supuesto –quizá sea cierto a partir de ahora, y es lo que me preocupa– que deseo, exijo, necesito saberlo todo. Y no digo, achtung, que mi extrema ignorancia sobre la vida y milagros de ese digno deportista le reste un gramo de mérito. No. Lo que pasa es que todo el putiferio montado en torno al personaje me lleva a reflexiones incómodas. Verbigracia. ¿Cómo es posible que, de la noche a la mañana, algo o alguien –hablo de Beckham como podría hacerlo de los restaurantes sushi– desconocido para mí se convierta en objeto de culto apasionado o al menos de interés por mi parte? ¿De verdad soy el único que no se había percatado hasta ahora del carisma de mi primo? ¿Soy tan idiota como parezco, hojeando revistas cada mañana como un loco para informarme sobre un fulano que, juegue en el Madrid, juegue en el Mindanao o juegue a la bolsa, me importa literalmente un carajo? Y ahora que los periódicos meten a Bustamante y los desfiles de modas en las páginas de Cultura –imagino que el fútbol está al caer–, ¿me habré vuelto un inculto recalcitrante y postmoderno?

Vaya usted a saber. Lo cierto es que ya hay otro famoso del que ya no me voy a despegar ni con agua caliente. Aunque haya clases. Al menos éste no cobra por calzarse a Marujita Díaz, sino por ser, dicen, competente en su oficio. Y hablando de la consistencia de la fama estelar, aunque tenga poco que ver con esto –en el fondo sí lo tiene–, me estoy acordando, mientras tecleo, del debut de Enrique Iglesias como cantante, hace unos años. De mi asombro patedefuá ante el hecho de que un jovenzuelo a quien nadie había oído cantar fuese acogido, antes ya de abrir la boca, con delirio de fans y prensa a tope, cual Mike Jagger. Como, por no salir de la copla, mi estupefacción cada vez que veo en la tele a ese pedazo de sex simbol y extraordinaria vocalista llamada Paulina Rubio, paseándose delante de un público enfervorizado que le arroja calzoncillos y dice que está buenísima. O sea. Hablo de todos esos innumerables fulanos y fulanas que van y vienen, alimentando la maquinaria mediática que se los sacó de pronto de la manga. En realidad, que tengan todos los méritos del mundo o sean unos pobres tiñalpas, nada tiene que ver. Fíjense en todas esas marujas desencadenadas, presuntas respetables matronas con hijos y nietos, que lo mismo aplauden a José Saramago que a Coto Matamoros, o le piden autógrafos a Yola Berrocal mientras la besan y la llaman bonita. No hablo de canción, ni de fútbol, ni de nada. Sólo de estupidez humana. De la mía y la de ustedes. De la altísima cuota diaria de baba que este país de soplapollas necesita derramar para sentirse a gusto.

El Semanal, 27 Julio 2003

El timo del soldadito Pepe

Es que lo ponen a huevo. Observen si no la perla. Televisión, hora de máxima audiencia, publicidad: «Nuestras fuerzas armadas siempre están donde se las necesita». Ahí, nada que objetar. Las fuerzas armadas están para eso. Patria aparte, soldado viene de soldada, que significa cobrar por jugarse el pellejo. Al oír lo de fuerzas armadas –fuerza que lleva armas– uno imagina a intrépidos guerreros desembarcando con el machete entre los dientes, corriendo colina arriba bajo el fuego enemigo, o defendiendo Perejil hasta la última gota. Incluso –a ver si le hago caso a mi madre y me reconcilio con los obispos de una puta vez– a curtidos lejías sin rastro de grifa en la mirada marcial, llevando en alto al Cristo crucificado en las procesiones de Málaga tras poner su equis en la correspondiente casilla eclesiástica de Hacienda. Uno espera eso, por lo menos, de un anuncio que reclama voluntarios para las fuerzas armadas. Pero no. Desilusión al canto. En vez de referirse a la guerra espantosa, que es lo relacionado de toda la vida con ese oficio, se diría que el anuncio se lo encargaron a la factoría Disney.

Supongo que también lo han visto: unos jóvenes y jóvenas con cara de buenos chicos, maravillosos, solidarios, vestidos de camuflaje, ayudando a la gente de una manera, oyes, que te pone la carne de gallina, sonrientes, abnegados, maravillosos. Éste da de beber al sediento, aquel viste al desnudo, el de acá visita al enfermo, el otro consuela a los afligidos. Todo como a cámara lenta y con música, creo recordar –lo mismo no era esa peli, pero se parece– de La Cenicienta. Ya saben. Eres tú el príncipe azul que yo soñé. Y, por supuesto, ni pistolas, ni tanques, ni nada. Armas de destrucción masiva o en menudeo, ni por el forro. El arma de esos muchachos, desliza implícitamente el anuncio, es su corazón de oro. Disparar ya no se lleva, por Dios. Para antibelicistas, nosotros. Tenemos las únicas fuerzas armadas pacifistas del mundo. Invento nacional, marca Acme. Así que ya lo sabes, joven. Si quieres ayudar a tu prójimo, hazte soldado.

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