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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (38 page)

BOOK: No me cogeréis vivo
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El Semanal, 17 Mayo 2004

Santiago Matamagrebíes

Que sí, hombre. Que sí. Me parece de perlas. A ver por qué diablos se han mosqueado algunos carcamales por el hecho de que el cabildo de la catedral de Santiago de Compostela, con buen criterio y admirable visión de la coyuntura, anuncie la retirada de la belicosa imagen del apóstol Santiago escabechando morisma: una talla de madera policromada del siglo XVIII en la que, con absoluto desprecio hacia la realidad multicultural, el respeto a la totalidad de etnias y la verdadera misión de los ejércitos españoles, que es hacer de oenegés y de Beba la Enfermera poniéndole tiritas a la gente cuando se hace pupa, representa al Hijo del Trueno en actitud neonazi, espada en mano, ejerciendo intolerable violencia racial contra el colectivo magrebí que en el siglo IX se buscaba la vida en Clavijo. Ya era hora, aplaudo, de que alguien pusiera coto a esa provocación. Gesto que estoy seguro responde a causas éticas –al fin la Iglesia Católica ha visto la luz, después de tantos siglos pidiendo leña y cajitas de fósforos– y no a laegoísta preocupación ante la posibilidad de que un peregrino chungo llamado Omar o Ali, por ejemplo, al grito de Alá Ajbar, meta una mochila bomba debajo del botafumeiro y nos fastidie el Jacobeo. Es más. Creo que, al hilo de esa admirable iniciativa, el nombre de Santiago Matamoros que figura en tantos textos seculares y en tanto monumento, debe ser reescrito de forma conveniente. Santiago Matamagrebíes suena menos ofensivo y más socialmente correcto. Porque una cosa es explotar a mis primos por cuatro duros y llamarlos moromierdas por la calle, y otra herir su sensibilidad sensible con iconografía fascista. Ojo.

Por eso, puestos a mejorar el ambiente, estoy dispuesto a ir más lejos. Para radical, yo. Así evitaré cartas como la última, en la que un lector imbécil me llama de derechas porque hace semanas critiqué la eliminación del yugo y las flechas, sin caer en la cuenta, el analfabeto, de que yo no me refería al emblema falangista, sino al Tanto monta, monta tanto de Isabel, reina de Castilla, y Fernando, rey de Catalunya, antes absurdamente llamado rey de Aragón. Pero a lo que iba. Decía que lo de quitar a esa mala bestia asesina del apóstol Santiago dando mandobles debe hacerse no sólo en Compostela, sino en todas partes: el palacio Rajoy, la ciudad, el Camino, etcétera. Y puestos a ello, a fin de mantener las sensibilidades musulmanas en estado razonable, sugiero eliminar también las cadenas que figuran en el escudo de España y en el de Navarra, pues conmemoran otras cadenas aciagas: las que rodeaban la tienda del Miramamolín –Al Nasir para los amigos– aquel año 1212 en que los almohades se llevaron las suyas y las de un bombero en las Navas de Tolosa. En la misma línea sería aconsejable, asimismo, eliminar la granada del escudo español, por razones obvias: ese Boabdil llevado llorando a la frontera entre tricornios de guardias civiles, como el Lute. Y ya puestos a meter mano al escudo, sería bueno revisar las dos siniestras columnas del Plus Ultra, con sus connotaciones de genocidio y limpieza étnica, que a cualquier mejicano o peruano deben de ofenderle un huevo y parte del otro. Sin olvidar un buen trabajo de piqueta en los escudos imperiales del siglo XVI donde campea el águila bicéfala franquista.

La tarea es vasta, pero necesaria. Esa Rendición de Breda, por ejemplo, donde Velázquez humilló a los holandeses. Ese belicista Miguel de Cervantes, orgulloso de haberse quedado manco matando musulmanes en Lepanto. Esa provocación antisemita de la Semana Santa, donde San Pedro le trincha una oreja al judío Malco en claro antecedente del Holocausto. Y ahora que Chirac nos quiere tanto, también convendría retirar del Prado esos Goya donde salen españoles matando franceses, o los insultan mientras son fusilados. Lo chachi sería crear una comisión de parlamentarios cultos –que nos sobran–, a fin de borrar cualquier detalle de nuestra arquitectura, iconografía, literatura o memoria que pueda herir alguna sensibilidad norteafricana, francesa, británica, italiana, turca, filipina, azteca, inca, flamenca, bizantina, sueva, vándala, alana, goda, romana, cartaginesa, griega o fenicia. A fin de cuentas sólo se trata de revisar treinta siglos de historia. Todo sea por no crispar y no herir. Por Dios. Después podemos besarnos todos en la boca, encender los mecheritos e irnos, juntos y solidarios, a tomar por saco.

El Semanal, 24 Mayo 2004

Jóvenes lobos negros

Detengo el coche en un semáforo de la Castellana de Madrid, y miro a uno y otro lado los enormes bloques de cemento, acero y cristal con rótulos de bancos, financieras y cosas así, sintiéndome como el conductor del carromato de las películas de John Ford, ya saben, cuando la caravana cruza el desfiladero mientras suenan tambores comanches y los pioneros se tocan con aprensión la cabellera. Estoy parado en el semáforo, como les cuento, pero hay un buen pedazo de sol que se mete entre las torres altísimas e ilumina la calle, enmarcando en un rectángulo de luz a dos niños que caminan con sus mochilas a la espalda camino del cole, a una viejecita que cruza despacio, a un señor de pelo gris que lee el Marca y a una señora madura, guapa, que cruza con el paso firme y el poderío de quien tuvo, y retuvo.

Mientras espero con las manos en el volante, pienso que no está mal del todo. Me refiero a esto. Siguen mandando los de siempre, claro. Los que no dejaron de hacerlo nunca. Pero la vida continúa, los chicos se besan en los parques, a los obispos nadie les hace ni puto caso, gracias a Dios, y a lo mejor ese mensaka con cara de peruano que se para al lado con la moto, o la mujer de aire eslavo y ojos claros que espera el autobús, traen en su sangre y en su ambición y en su voluntad la solución biológica que cambiará al fin esta España vieja, egoísta, insolidaria, enferma, cantamañanas e ignorante. A ver si hay suerte, me digo, y el indio y la ucraniana y el moro y el negro de color preñan a nuestras hijas y son preñados por nuestros hijos, rediós, y mandan a tomar por saco todo el tinglado de la antigua farsa y a los innumerables mangantes, demagogos y sinvergüenzas que viven de él, de trapichear con nuestra estupidez y nuestra vileza de casposo campanario de pueblo. A ver si los bárbaros cruzan en masa el Danubio otra vez y nos dan candela. La Historia demuestra que, a veces, de los incendios y el degüello nacen Venecias.

Estoy pensando en eso, más o menos, y hasta se me pone en la cara una sonrisilla, supongo. Como si el rectángulo de sol se hiciera más amplio y me iluminara también a mí. Entonces miro a la derecha y los veo salir del edificio de oficinas financieras. Son cinco hombres jóvenes que parecen troquelados en una máquina de fabricar ejecutivos: los mismos trajes oscuros, la misma clase de corbatas, la misma forma de peinarse, de caminar, de mirar, de imitarse unos a otros. Cantan de lejos, al primer vistazo. Teléfono móvil, ordenador portátil, inglés fluido, master aquí y allá, dinero en cualquiera de sus infinitas manifestaciones virtuales de ahora: plástico, impulsos electrónicos, fibra óptica. Son killers en versión postmoderna, asesinos cualificados desprovistos de piedad y de sentimientos. Fríos como peces, tiburones de moqueta dispuestos a vender su alma por ser durante cinco minutos Michael Douglas en Wall Street. Parecen, me digo al verlos pasar, una manada de lobos jóvenes y crueles: asépticos, seguros, guapos o intentando serlo, dispuestos a devorarse entre ellos sin remordimiento, miembros de una religión implacable cuyo cielo es medio punto más en la bolsa, cuyo purgatorio es el índice de cada día, cuyo único infierno es el fracaso. Se creen una casta privilegiada. Una élite. Pero en realidad, contemplados uno a uno, no son nada: sólo la prescindible infantería de un ejército siniestro. Basta fijarse en sus zapatos. Tarde o temprano la mayor parte de ellos caerá, será devorada por su propio Saturno ajeno a la compasión, y al minuto siguiente estarán otra vez ahí, idénticos a sí mismos, goteándoles el colmillo, dispuestos a ejercer la depredación para la que son entrenados. Por eso, al verlos cruzar ante mi coche ajenos a todo lo que no sea el próximo zumbido del teléfono móvil o la próxima cotización, mirando el mundo con el desprecio y la avidez de su ambición –el bono de rendimiento, el sueldazo, el coche de quince kilos, el chalet maravilloso, la mujer despampanante, las vacaciones caribeñas de cinco estrellas– siento que una nube oscura oculta el rectángulo de sol y que el día se vuelve gris. Y pienso que el mensaka peruano y la polaca de la parada del autobús y yo mismo, por mucho cóctel biológico y mucha imaginación que nosotros o nuestros nietos le echemos al asunto, nunca tendremos la menor posibilidad –nunca la tuvimos, y ahora menos que nunca– en manos de estos inmortales e implacables hijos de puta.

El Semanal, 14 Junio 2004

En Londres están temblando

Huy, qué miedo. Una enérgica protesta, nada menos. Temblando tienen que estar en Londres. Resulta que el Gobierno español ha protestado con extrema energía ante el británico, después de que dos militronchos de la Royal Navy, adscritos a los servicios secretos de Su Graciosa Majestad, fueran descubiertos en la Costa del Sol al volante de una furgoneta con matrícula de Gibraltar cargada con material militar. Sin pedirle permiso a nadie, claro. Por la cara, como suelen. Por lo visto, lo que mosqueó a los picoletos, o a los maderos, o a quienes los trincaron, fue que conducían sobrios. Y ya se sabe: dos ingleses sobrios en Málaga llaman mucho la atención. El caso es que a los guiris los colocaron creyendo que se trataba de narcotraficantes; pero al darles el estáis servidos dijeron: no, oiga, somos agentes de la Queen y de su vástago el Orejas, ya saben, Cero Cero Siete al aparato. Esto es material secreto y lo llevamos a nuestra colonia colonial. Somos unos mandados, y las explicaciones las da el maestro armero. Así que las autoridades españolas se pusieron en contacto con el maestro armero, y éste dijo lo de siempre: sorry my friend, very lamentable mistake, error, malentendido, cosas de la vida y del tráfico por carretera, etcétera. No ocurrirá never more, santo Tomás Moore.

Pero no vayan a creer que las autoridades españolas, que en asuntos de soberanía nacional son siempre enérgicas y tenaces cual perros doberman, se dieron por satisfechas. No. Vía Ministerio de Exteriores, el Gobierno exigió a las autoridades británicas una explicación exhaustiva de lo ocurrido. Lo hizo, insisto, con tanta energía y firmeza, que estoy seguro de que a la hora de publicarse esta página –la tecleo con tres semanas de antelación– el Gobierno británico, acojonado, habrá aclarado el asunto con luz y taquígrafos. Faltaría más. Ni Blair –el amigo íntimo de Bush y del extinto José María Aznar, el Eje del Bien– ni sus ministros de la Pérfida Albión desean verse expuestos a las espantosas represalias que la audaz diplomacia española puede poner en marcha si no media satisfacción conveniente. Tiemble después de haber reído, míster. A ver si se creen esos fanfarrones arrogantes que porque, hace dos años y mandando el Pepé, el desembarco en pleno día de treinta comandos de marina británicos en una playa de La Línea no tuviera consecuencia ninguna –fue un error, dijeron también entonces, imperturbables–, nuestra Costa del Sol va a convertirse en el chichi de la Bernarda.

Uno, que tiene sus fuentes, ya ha recibido el soplo sobre la panoplia de represalias que el Gobierno español se dispone a aplicar si no se aclaran las cosas. Tampoco se trata, ojo, de que la sangre llegue al Estrecho. La chulería y el desprecio continuos de Londres, los barcos de la OTAN escoltados por naves británicas bandera al viento cuando cruzan la bahía de Algeciras, el contubernio portuario, el pasarse por el forro de los huevos las aguas territoriales españolas, el blanqueo de dinero, los treinta mil gibraltareños y su chollo vitalicio, beneficiándose al mismo tiempo de España, Gran Bretaña, la Unión Europea y el campo de Gibraltar, no van a secuestrar las grandes líneas de nuestra serena política exterior. Y menos ahora, cuando al fin volvemos a Europa, dicen, y tenemos a ésta –nada más hay que verla– comiéndonos alpiste en la mano. O sea, que no hay que esperar gestos espectaculares, sino talante adobado de firmeza: mano de hierro en guante de terciopelo. Por eso las represalias que prepara el Gobierno español serán sutiles de forma, pero contundentes en cuanto al fondo. No les quepa duda. A mí, por lo menos, no me cabe. Entre ellas se contempla subir el precio de la litrona de cerveza, prohibir a los turistas ingleses rapados, tatuados y sin camiseta vomitar más de ocho veces seguidas en la vía pública, y hacer que al fin, con todo el peso de su autoridad, la Guardia Civil empiece a amonestar severamente con el dedo, o a mover la cabeza con aire reprobador, cada vez que vea pasar a esos hijoputas que viajan por España con el volante al otro lado y menos papeles que Farruquito, y que cuando se toman la decimosexta sangría ya no se acuerdan de circular por la derecha. Se van a enterar. No saben los ingleses con quién se juegan los cuartos. Hay Bambis que se revuelven en un palmo de terreno, oigan. Y se vuelven tigres.

El Semanal, 21 Junio 2004

Manguras tiene nombre de tango

Hay algo que no comprendo bien, pero tal vez me falta información. En lo que va de año, nuestros vecinos franceses le han metido mano a un montón de barcos que pasaban frente a sus costas soltando mierda. No hablo de vertidos en puertos ni derrames a lo bestia, sino de esos barcos que limpian tanques, sentinas y cosas así mientras navegan. Según las estadísticas, la suma anual de esos vertidos en alta mar equivale, a veces, a una marea negra. Con ese motivo los gabachos llevan empapelada una docena larga de barcos, tras sorprenderlos con reconocimientos aéreos o satélites, contaminando mar adentro. Y no sólo los que ensucian a veinte o treinta millas de la costa. Al mercante maltés Nova Hollandia lo trincaron de marrón setenta millas al oeste de la punta de Raz; y al chipriota Pantokratoras, cuando pasaba frente al Finisterre bretón, dos meses después de que lo pillaran vaciando algo ciento veinticinco millas al sudoeste de Penmarch. Quiero decir con esto que, aunque un pelín fantasmas, ya saben, la Frans y todo eso, nuestros vecinos de arriba se toman las cosas marinas en serio. Allí, quien la hace, la paga.

En España, una de dos: o el único barco que contaminó fue el Prestige, o a esa cuenta le están cargando, por comodidad y para no complicarse la vida, cuanto desaguisado marítimo vino después. Porque ya me contarán. Desde entonces no hay apenas nombres, ni responsables. Alguna cosilla suelta, un vertido por aquí, un chorrito por allá. Poca cosa. Como ese infeliz barco cargado de borregos que lleva un año pudriéndose en un puerto gallego. Porque eso sí: aquí sobre el papel todo es rigurosísimo, claro, y cuando al fin cae alguien, para que no se diga, se la endiñan hasta las amígdalas. Pregúntenselo al capitán Apóstolos Manguras, que se ha comido las suyas y las del ministro, el desgraciado, y ya sólo les falta fusilarlo. O tal vez lo que ocurre es que trincan muchos barcos delincuentes, pero en secreto. Puede ser, aunque me temo lo más probable: que aquí no se detecte, ni se sancione, ni se trinque a casi nadie. Misterios de la alta mar española y salada. Sobre todo teniendo en cuenta que, lo mismo que los franchutes, España tiene información por satélite, supongo, aviones de vigilancia marítima y una Armada, o sea, una Marina de guerra entre cuyas competencias deberían contarse tales cosas. Y disculpen si uso la palabra guerra, socialmente incorrecta; pero no se me ocurre otra, la verdad, para una Marina que lleva cañones, por muy humanitarias y oenegés que se hayan vuelto nuestras fuerzas de tierra, mar y aire. Tengo entendido que el ministro Bono estudia seriamente la posibilidad de llamarla Marinos sin Fronteras.

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