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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (41 page)

BOOK: No me cogeréis vivo
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También tenía una moto, aunque no era uno de los que van haciendo el cimbel como suicidas prematuros. Aquella mañana circulaba despacio, cerca de la playa, con el casco puesto y guardando las precauciones adecuadas. Y ése fue el momento que elegiste, maldita sea tu estampa, para salir con el coche de la gasolinera a toda velocidad, saltándote tres carriles antes de girar en dirección prohibida, a fin de ahorrarte los cien metros hasta el siguiente cambio de sentido. Llevabas a tu mujer y a tu hijo en el coche, y aun así hiciste esa pirula. Te jugaste tu vida y la de ellos por ganar tres minutos, y arrancaste de cuajo la de otro. Le diste de lleno, clac. Moto y motorista a tomar por saco. Doce días en coma, luchando entre la vida y la muerte. Y luego, ya sabes. Como esos aparatitos de las películas: la línea recta en el monitor. Piiiii. Pero no era una película, sino la vida de un joven lleno de sueños y esperanzas. Por usar un lenguaje de cine y que lo entiendas, cretino: cuando matas a alguien le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría llegar a tener.

Por supuesto, ahora estás en la calle, tan campante. Los miserables como tú no van a la cárcel. Ignoro exactamente qué te cayó, si es que fue algo además de tres meses sin permiso de conducir. Si la gentuza de tu calaña fuera al talego cada vez que despacha a alguien, las cárceles iban a parecer el camarote de los hermanos Marx. No hay más que veros pasar al volante, inconscientes, letales, a toda leche, creyéndoos inmortales. Seguros, como fue tu caso, de que si alguien palma, será otro. Así que imagino que a estas alturas ya estarás conduciendo de nuevo, como si nada. Los jueces son comprensivos en esto, por lo general; y en cierta forma toco madera, porque la vida da muchas vueltas y nunca se sabe. Ignoro si un día seré yo quien tenga que verse ante un juez. Pero tales son las contradicciones de la vida. Además, lo mío es sólo una hipótesis: no suelo ahorrarme esos cien metros hasta el cambio de sentido, ni me salto los carriles de tres en tres, ni circulo como un majara. Lo tuyo es una realidad: estoy hablando de ti y de tu caso. No tengo toda la información, pero sí la sospecha de que, en vez de prohibirte conducir durante el resto de tu vida, o mandarte un año a trabajar, por ejemplo, al hospital de tetrapléjicos de Toledo, ayudando a gente a la que otros como tú jodieron la vida, supongo que la Justicia, benévola, habrá permitido que te redimas con el pago de una multa. Es lo que suele. Y ahora ni remordimientos tienes, ¿verdad? Parece mentira la capacidad de supervivencia y egoísmo del ser humano. Cómo nos convencemos a nosotros mismos de que la mala suerte, el destino, etcétera, tuvieron la culpa. Al final siempre resultamos asquerosamente inocentes. De todo. Y quién te ha visto y quién te ve. Quién reconocería ahora en ti al lloroso mierdecilla que se justificaba ante los guardias, desolado, frente al cuerpo tirado en el suelo, aquel día de la gasolinera. Pasa el tiempo, y nos justificamos, y si los dolores propios terminan diluyéndose en el recuerdo, para qué decir de los dolores ajenos.

Por eso escribo hoy esta página. Para recordártelo. Para contar que me arrebataste a un amigo al que nunca llegué a conocer. Para decirte que ojalá revientes. Cabrón.

El Semanal, 16 Agosto 2004

Judío, alérgico, vegetariano

Se llama Daniel Sherr, habla siete idiomas, es neoyorkino y muy amigo mío. Alguna vez lo mencioné de pasada en esta página. También es el mejor traductor simultáneo del mundo, utilísimo para alguien que, como yo, habla inglés como los indios de las películas de John Ford: yo venir en gran pájaro metálico, yo querer agua de fuego, yo ciscarme en gran padre blanco de Washington que habla con lengua de serpiente, etcétera. Así que cada vez que viajo a los Estados Unidos para presentar una novela, exijo llevarlo de escolta, y hacemos la tournée taurino-musical en plan dúo Sacapuntas, con gran éxito de público y crítica, sobre todo por su parte, pues es tan concienzudo y tan serio traduciendo las barbaridades que les suelto a las amas de casa de Wisconsin, por ejemplo, que la gente piensa que está de cachondeo, y lo adoran. Además, Daniel es un profesional cultísimo e impecable. Un mercenario cualificado, como a mí me gustan. Traduce literal, perfecto, preciso cual bisturí, sin arquear una ceja haga yo lo que haga pasar por su boca, aunque a veces suelto complejas atrocidades para ver cómo se las apaña. En Los Ángeles, hace nada, tradujo lo de: «Ese cabrón analfabeto de George Bush y la pandilla de gansters paranoicos de ultraderecha que tiene secuestrada la libertad en este país y nos están jodiendo a todos» de carrerilla y sin alterarse, pese a la cara de espanto que ponía la periodista que me entrevistaba. Luego sacó de la mochila una manzana y se puso a morderla, tranquilo.

Entre otras muchas cosas –excéntrico, antitabaquista, ciclista, ecologista– Daniel también es judío, alérgico y vegetariano. Como no hace comidas normales, necesita reponer energías a todas horas, y su mochila es una especie de súper ambulante: fruta, verduras y tupervares con arroz. Verlo comer o buscar pasto que no lo envíe directamente a las tinieblas exteriores de la ley mosaica o a la unidad de cuidados intensivos de un hospital es como para hacer fotos: sólo puede ingerir arroz, fruta, verdura y pollo. Si huele el pescado entra en coma, los huevos le bloquean la glotis, la carne de ternera le desprende las uñas, o yo qué sé. La leche. Quiero decir que también la leche le sienta como una patada en el hígado. A veces me acompaña a cenar –saca brócoli del bolsillo y lo mastica en plan Bugs Bunny mirando con desconfianza a los camareros–, y luego, cuando me voy al hotel a las tantas de la noche, se larga con una bicicleta alquilada al barrio chino, en busca de arroz hervido.

También tiene un corazón de oro. Ama al género humano, es bondadoso y asquerosamente sociable. Cuando entra en un avión o en un ascensor se enrolla con el primero que encuentra, y uno y otro terminan contándose intimidades que a mí me sonrojan. Es dulce con los perros y con los niños, y cada vez que ve a un zagal empieza a hacerle muecas y a darle conversación en cualquier idioma. El problema es que, como tiene pinta extravagante y viaja con extraños pañuelos al cuello y camisetas espantosas, las madres se acojonan y apartan a sus hijos, alarmadas, mirándonos como si él fuera un paidófilo psicópata y yo su cómplice. Y con los policías, para qué hablar. Cualquier paso de Daniel por un control de viajeros con rayos equis es un espectáculo. En primer lugar –ya dije que es ecologista acérrimo–, cada vez que llega a un hotel pregunta si allí reciclan. Y si la respuesta es negativa, va metiendo en un maletón enorme todos los papeles, periódicos, revistas, plásticos y botellas que encuentra, y viaja con todo eso a cuestas de ciudad en ciudad, de país en país, el hijoputa, hasta llegar a su casa, donde distribuye cada cosa en el contenedor correspondiente. En los Estados Unidos, con policías acostumbrados a las sectas y a los majaras y a toda esa murga, tiene un pase. Pero imagínense el cuadro cuando viene a España –trabaja mucho en Madrid y Barcelona–, en los aeropuertos, intentando convencer a un guardia civil de que los veintisiete cascos vacíos de botella son para reciclarlos en Nueva York, o de que la fruta que lleva no puede pasar por la máquina detectora porque las radiaciones, dice, destruyen las vitaminas. Yo suelo pasar por su lado como si no lo conociera, y lo espero al otro lado hasta que llega media hora después, arrastrando la maleta medio deshecha y mal cerrada, indignado, sudoroso, lamentando la falta de conciencia del mundo en que vivimos.

El Semanal, 23 Agosto 2004

Pepe y Manolo en Formentera

Pues eso. Que arribé de madrugada y estoy fondeado frente a los Trocados, en Formentera, con treinta metros de cadena en cinco de sonda, intentando recobrarme de una larga noche frente a la pantalla de radar o con los prismáticos en la cara, esquivando mercantes que nunca se apartan aunque vayan a vela y encima vean tu luz roja de babor, los muy cabrones. Estoy tumbado en el camarote, digo, durmiendo el sueño glorioso de los marinos cansados que al fin arrían velas y echan el hierro donde querían echarlo, sobando como un almirante pese a los rayos de sol que se filtran por los portillos, y además tengo la suerte de que no hay ningún retrasado mental con moto de agua dando por saco cerca, y de postre hace dos semanas que no leo periódicos, ni oigo la radio, ni tengo la menor idea de cómo andan la comisión del 11-M, ni el Pesoe, ni el Pepé, ni el plan Ibarretxe, o sea, ni puta falta que me hace, ni a mí ni a nadie. Estoy tal cual, digo, dormido y razonablemente feliz, soñando que una sirena se desliza a mi lado y me despierta con la habilidad que tienen las sirenas como Dios manda para esa clase de menesteres despertatorios, cuando un estruendo exterior estremece los mamparos. Chunda, chunda, hace, igual que cuando estás en la calle y pasa un imbécil con la radio a toda leche y las ventanillas del coche abiertas.

Me levanto, jurando a los doctrinales. Después subo a cubierta y veo el otro barco. La playa tiene muchas millas y hay sitio de sobra; pero el recién llegado ha venido a situarse cerquísima de mi banda de estribor. Es un yatecito a motor de nueve o diez metros, algo cochambroso, con música bailonga atronando por los altavoces de la bañera y tres jóvenes señoras en tanga y con las tetas al aire bailando en la proa. Para ser exactos, se trata de una rubia y dos morenas. Y para ser más exactos todavía, lo de señoras resulta relativo, porque tienen una pinta de putas que te rilas. Con Ibiza cerca y a primeros de agosto, no digo más.

Pero lo mejor, el tuétano del asunto, son los tres jambos. El dueño del barco está al timón, en la toldilla. Cincuentón, moreno, peludo, tripón, con una cadena de oro al cuello. Sus dos colegas responden al mismo perfil ibérico: barriga cervecera desbordándoles la cintura del bañador, latas de birra en la mano. Un común toquecito hortera. Españoles maduros de toda la vida, con aspecto y maneras de estarse corriendo una juerga de cojón de pato. El típico Manolo que le ha dicho a su respectiva: oye, Maruja, me voy tres días con Pepe y Mariano a pescar atunes en alta mar, para descansar un poco del curro, y a la vuelta te llevo con los críos a la playa. Eso es lo que imagino mientras los observo moverse al ritmo de la música, bailoteando a saltitos discotequeros entre sorbo y sorbo a la cerveza alrededor de las pájaras de la proa, que siguen a lo suyo sin hacerles mucho caso. Y entonces, como si me hubieran adivinado el pensamiento, uno empieza a darse golpecitos de nalga con la grupa de una de las tordas y le grita al patrón: «Vente pacá, Manolo, que no decaiga». Lo juro: Manolo. Tal cual. Y entonces llega Manolo moviendo la tripa al ritmo de la murga discotequera, esforzadamente moderno a tope, y agarra a una chocholoco, la rubia, y se tira al agua con ella, y allí le quita el tanga y lo agita en alto como trofeo antes de ponérselo de gorro, y los colegas lo jalean desde el barco, y uno saca una cámara y le hace una foto chapoteando con la lumi apalancada, el tanga en el cogote y él sonriendo regordete y triunfante, imaginando, supongo, la envidia de los compañeros del curro cuando en septiembre les enseñe el afoto. Ese afoto que luego la legítima siempre encuentra escondido en un cajón y te cuesta, según la pasta que tengas, el divorcio o un disgusto.

Pero lo mejor es que, cuando Manolo sale del agua y se pone a secarse desnudo, ciruelo al sol, mientras la rubia despelotada pasa de él y se va a bailar con las otras, y los colegas lo rodean cerveza en mano celebrando lo del tanga, juás, juás, qué jartá a reír nos estamos pegando, compadre, oigo que a otro de ellos lo llaman Pepe. Les doy mi palabra. Pepe esto y Pepe lo otro. Y me digo: no puede ser, es demasiado clásico todo, demasiado patéticamente perfecto. Pepe y Manolo. La España eterna, cutre, cañí, nunca se rinde. Entonces me entra así como una ternura retorcida y rara, oigan. Y, horrorizado de mí mismo, sonrío.

El Semanal, 30 Agosto 2004

Sin perdón

El otro día, oyendo la radio, me estuve riendo un rato largo. Y no porque el asunto fuese cómico. Todo lo contrario. Era la mía una risa atravesada, siniestra. Una risa con muy mala leche. Muy de aquí. La de cualquier español medianamente lúcido que ve enfrentadas la España virtual, oficial, y la España real, en cuanto se asoma un rato a observar la demagogia y la tontería que gastamos en este país de gilipollas.

La cosa, como digo, no era de risa. Un periodista entrevistaba por teléfono al padre de una joven asesinada. Tardé un rato en enterarme de que la chica asesinada era gitana, porque el entrevistador no mencionó su etnia. Esto, que en el terreno de lo socialmente correcto resulta, supongo, muy loable, informativamente hablando es una imbecilidad notoria; porque, se pongan como se pongan los tontos del haba y los cantamañanas, el hecho de que alguien sea gitano o no lo sea aclara situaciones que en otros casos tendrían difícil explicación. Decir que dos familias se tirotean, por ejemplo, sin matizar que son familias gitanas y hay de por medio un ajuste de cuentas, es escamotear claves necesarias del asunto; tanto como decir que a una joven la mató su hermano por deshonrar a la familia al llegar a casa faldicorta y maquillada, si no se especifica que hermana y hermano eran de origen marroquí, y este último integrista musulmán. Quiero decir lo obvio: no son los mismos mundos, ni las mismas reglas. No siempre. Olvidar esto acarrea la imposibilidad de comprender y solucionar el problema. Cuando hay solución, claro. Que ésa es otra. Porque sólo los cretinos y los que se dedican a la política –una cosa no excluye la otra– son capaces de afirmar que existen soluciones para todo.

Pero a lo que iba. Cuando al fin me enteré, o deduje, que era un asunto de rapto gitano y asesinato, advertí la parte surrealista del episodio radiofónico: una flagrante confrontación entre la España virtual, encarnada por el entrevistador y su panoplia de clichés de lo supercorrecto y lo megaincorrecto, y la España real, representada por un padre gitano –insisto en el dato étnico– cabreadísimo por la muerte de su hija. Ha pasado el tiempo, decía el entrevistador, y las heridas estarán cicatrizando, ¿verdad? … Cómo van a cicatrisá las jeridas de mi hiha, respondía el otro con mucha lógica forense, si está muerta y remuerta. Me refiero a las heridas morales, a las suyas, apuntaba el fulano de la radio. Quiero decir que el dolor ya no será el mismo, porque el tiempo serena las cosas y tal. ¿No? Pues no, respondía el padre. A mí, fíhese usté, no me serena ná de ná. Me duele iguá ahora que cuando me la mató ese hihodeputa. Su lenguaje de padre afectado –matizaba rápido el entrevistador– es comprensible por la pérdida que tuvo. Pero quizá haya llegado el tiempo del perdón. ¿Del perdón? –saltaba el otro–. ¿Del perdón de qué? Voy a desirle a usté una cosa: desde que ese perro entró en el estaripé, lo tengo controlao. Sé lo que hase, con quién se hunta. Conosco hente dentro, y ahí lo espero. Me pagará lo que me tiene que pagá.

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