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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (33 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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—Bueno, lo cierto es que dudo mucho que sea usted una buena cristiana…

Se quedó inmóvil, muy ofendida, y luego se echó a temblar, roja de ira.

—¡Cómo se atreve!

—Creo que no obedece usted los preceptos de Jesús…

—¡Por supuesto que sí!

—No soy especialista en el tema pero… no recuerdo que Jesús dijera nunca «Amadme». Por el contrario, estoy seguro de que dijo «Amaos los unos a los otros».

Me miró en silencio con la boca entreabierta, completamente estupefacta. Grogui.

Permaneció así largo rato, petrificada, mirándome con sus grandes ojos abiertos. Me pareció casi enternecedora y, al final, terminé sintiendo compasión por ella.

—En cambio —añadí—, reconozco que sigue usted los preceptos de Jesús cuando ordena «Ama a tu prójimo como a ti mismo».

Su mirada se tiñó de incomprensión. Seguía en silencio, desconcertada, cada vez más conmovedora. Puse mucho tacto de mi parte y le pregunté con sinceridad:

—Señora Blanchard, ¿por qué no se ama usted a sí misma?

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D
os de la mañana. No lograría volver a dormirme si no dejaba de dar vueltas una y otra vez en mi mente a los mismos pensamientos. De todas formas, no tenía respuesta. No sabía lo que verdaderamente quería Dubrovski. Resulta increíble cómo la imposibilidad de comprender una situación puede generar tanto estrés.

¿Y la lista de accionistas que había visto en Google en la que aparecía su nombre? ¿Realmente se trataba de otro hombre? ¿Y si fuese él? Tal vez debería haber escarbado un poco. Había estado algo flojo en ese punto. ¿Cuál era el nombre de la empresa? Luxores, Luxares, algo así…

Ya estaba, ahora que mis pensamientos habían ido en esa dirección, sí que me sería imposible volver a dormirme sin comprobarlo. ¡Menuda lata! ¿Por qué no podía desconectar mi mente por la noche, dejar de cavilar y dormir tranquilamente?

Estiré el brazo hacia el interruptor de la lámpara que había sobre mi mesilla, entornando los párpados para evitar que la luz me deslumbrara.

¡Clic! Vi un breve fogonazo y luego la lámpara se apagó. La bombilla acababa de fundirse. «Vaya… qué le vamos a hacer. Bueno, con menos luz, no me desvelaré y me resultará más fácil volver a dormirme.»

Me levanté en la oscuridad y me deslicé hasta la ventana. Entreabrí la cortina para dejar entrar la pálida luz de la noche. La ciudad dormida seguía centelleando tímidamente.

Crucé la habitación y me senté delante del ordenador. La pantalla cobró vida difundiendo su débil y fría luz en la penumbra. Las familiares notas musicales que acompañaban siempre a su despertar rompieron por un momento el profundo silencio de la noche.

Mis dedos anquilosados teclearon el nombre de Igor en Google.

Los resultados en ruso aparecieron nuevamente en la pantalla. Pasé varias páginas, una tras otra, leyendo en diagonal las listas de resultados. No pude reprimir un bostezo seguido de un leve escalofrío. Estaba en calzoncillos, con el pecho al descubierto, y la noche era fresca.

Reconocí de pronto la lista de nombres, cada uno seguido de un porcentaje. Hice clic. La sociedad de la que Igor era accionista mayoritario en un 76,2 por ciento se llamaba Luxares, S.A. No obstante, la página no publicaba nada más que cifras sacadas de la contabilidad de la empresa.

Tecleé su nombre en la casilla de búsqueda de Google y pulsé la tecla «Intro». Sólo veintitrés resultados. Tanto mejor. Sitios de prensa, de información financiera… Luego reparé en el que parecía ser el sitio oficial de la empresa: «
www.luxares.fr
, Luxares, S.A., sociedad de restauración especializ…»

Hice clic.

No pude evitar dar un salto atrás, estupefacto al ver lo que tenía ante mí.

La foto que acababa de aparecer en mitad de la pantalla, desgarrando la oscuridad de mi habitación, había sido tomada de noche. En primer plano, las odiosas viguetas metálicas se enredaban en la penumbra como para cortarles el paso a invisibles asaltantes. Detrás de ellas, los grandes ventanales iluminados desde el interior revelaban la lujosa decoración de Le Jules Verne.

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T
enía miedo. Ya no era la ligera aprensión que me acompañaba desde el comienzo de nuestro pacto, sino una angustia que me atenazaba y ya no me soltaba. El hombre que había tomado el control de mi vida era tanto o más peligroso como poderoso y rico. Ya no tenía más que una obsesión: liberarme de su abrazo.

Llamé al inspector Petitjean, le confié mi descubrimiento e insistí en tener la protección de la policía. Me repitió lo que ya me había dicho: se trataba de una serie de conjeturas inquietantes, en efecto, pero no constituían ni el esbozo de un delito. No podía hacer nada por mí.

Había buscado en vano todas las opciones factibles para liberarme, y la única idea más o menos realista que había encontrado había sido la de tratar de negociar con Igor. La presencia de Audrey había hecho fracasar ese proyecto, y ahora ya no tenía el valor de volver a ello, después de la que había armado. Lo había insultado en presencia de Catherine, y él no era de la clase de personas que perdonan fácilmente.

Me vi obligado a rendirme a la evidencia: mi única esperanza de acabar con ese pacto sería cumplir con la última prueba que me imponía y que, por supuesto, era irrealizable. Estaba en una trampa, en una ratonera.

Los dos días que siguieron fueron para mí una tortura. Buscaba desesperadamente una solución a esa ecuación imposible. Mis noches se volvieron turbadoras, entrecortadas. En el trabajo, me costaba mucho concentrarme en mis entrevistas. Llegué a hacer dos veces la misma pregunta a un candidato, que me lo hizo notar amablemente. Alice me dijo que tenía un aspecto cadavérico y me aconsejó que consultase con un médico cuanto antes. Andaba por mal camino…

La tarde del segundo día, cuando desandaba lo andado al salir de la oficina para volver a por mi cartera, que había olvidado, sorprendí a Vladi, que se encontraba como por casualidad a pocos metros detrás de mí en la avenida de la Ópera. Mi miedo subió un entero.

La noche siguiente tuve un sueño raro. Transcurría en Estados Unidos, en una granja de Misisipi. Una rana se había caído en una cuba llena de nata. El borde estaba muy alto, y el animal se hallaba atrapado al no encontrar un punto de apoyo para propulsarse al exterior. No tenía ninguna posibilidad de salir de allí. Su suerte estaba sellada. Ya no podía sino dejarse morir en el fondo. Pero la rana era demasiado estúpida como para comprender esa evidencia, y seguía luchando sin reflexionar acerca de la inutilidad de su acción, gastando en vano sus energías para tratar de salir de su prisión mortal. A fuerza de agitarse, sin embargo, batió de tal forma la nata que ésta se transformó en mantequilla. Pudo entonces apoyarse encima, saltó fuera de la cuba y recuperó su libertad.

Al alba, mi decisión estaba tomada. Pelearía con uñas y dientes para quitarle el puesto al presidente de mi empresa.

38

N
o perdí ni un segundo. Ese mismo día me procuré en el sitio web de la Cámara de Comercio los estatutos de Dunker Consulting, así como las últimas cuentas e informes oficiales publicados. Tenía que conocer todos los engranajes de la organización.

Me sumí dos tardes seguidas en esa literatura de un erotismo tórrido. ¿Por qué los juristas franceses se expresan de un modo tan alambicado para decir cosas a veces simples? Tuve que rendirme a la evidencia rápidamente: mi formación en contabilidad anglosajona no me permitía entender todo aquel galimatías. Me iba a hacer falta ayuda.

Una de las ventajas del oficio de seleccionador es que te haces rápidamente con una abultada agenda de direcciones. Me puse en contacto con un joven director financiero que había seleccionado para una pyme pocas semanas antes. Un tío simpático, que me había causado buena impresión. Tanteé el terreno mencionando que necesitaba ayuda, y él respondió en seguida positivamente. Todos los documentos en mi poder salieron esa misma tarde por correo exprés.

Nos encontramos pocos días después en una terraza de un café cercano al Luxemburgo. Llegó a la hora en punto. Alto y delgado, llevaba un traje beige muy moderno y una camisa blanca de la que se había desabrochado el último botón, el nudo de la corbata algo suelto.

Había tenido la amabilidad de invertir tiempo en leerlo todo.

—Dunker Consulting es una SAS que cotiza en el Nuevo Mercado de la Bolsa de París —me dijo.

—¿Una SAS?

—Sí, una Sociedad por Acciones Simplificada. Es una forma jurídica cuya especificidad es que la mayor parte de las normas de funcionamiento están regidas por sus estatutos, no por el derecho común.

—Los directivos dictan sus propias normas, ¿es eso?

—De alguna manera, sí.

—¿Y cuáles son las normas que la caracterizarían, en este caso?

—Nada especial, aparte del nombramiento del presidente.

—Eso, precisamente, me interesa…

—El presidente es elegido directamente por la asamblea general de accionistas, lo que no es muy corriente.

—Todos los accionistas votan para elegir al presidente, ¿no?

—No, no es exactamente así. Sólo los que están presentes en la asamblea. Todos tienen derecho a participar en ella, por supuesto, pero en la práctica eso no le interesa a casi nadie…, salvo a los grandes accionistas, por supuesto.

—Los grandes accionistas…

—Sí. Hay dos accionistas principales, y docenas de miles de pequeños accionistas.

—Déjeme adivinar… Apuesto a que uno de los grandes es Marc Dunker…

—No, no posee más que el 8 por ciento de las acciones.

Recordé entonces que Alice ya me lo había dicho. Tras la salida a Bolsa, no había conservado más que una pequeña parte de la empresa. El poder ya no estaba realmente en sus manos. Fenomenal…

—¿Quiénes son los demás?

—Un fondo de inversión, INVENIRA, representado por su presidente, David Poupon, y un fondo de pensiones norteamericano, STRAVEX, representado por un tal Rosenblack, gerente de la filial francesa. Ellos dos poseen el 34 por ciento de la sociedad. Ningún otro accionista, aparte del propio Dunker, posee más del 1 por ciento de las acciones. Es como decir que los dos grandes se reparten el pastel…

Los viandantes se multiplicaban delante de nosotros, en su mayor parte turistas o paseantes con gafas de sol, mucho menos apresurados que los parisinos que salían del trabajo. En la acera de enfrente eran numerosos los que se demoraban mirando las grandes fotos expuestas en las verjas del jardín del Luxemburgo. En la mesa de al lado, una joven devoraba unos buñuelos calientes que despedían un apetitoso aroma a manzanas y azúcar caramelizado.

Decidí correr entonces un riesgo enorme y le confesé mi proyecto a mi interlocutor.

Al menos, tuvo la delicadeza de no carcajearse y se contentó con esbozar una mueca.

—No quiero desanimarlo, pero no es tan sencillo…

—Sí, eso me temo.

—En realidad, no tiene matemáticamente ninguna oportunidad. Si Dunker se ha mantenido como presidente es porque necesariamente ha obtenido los votos de los dos grandes accionistas.

—¿Por qué? No tienen más que el 34 por ciento del total, no el 50…

—Por la razón que le indicaba hace un momento: los pequeños accionistas no asisten a las asambleas generales, no tienen nada que hacer allí. Sólo se presentan unos pocos jubilados que se aburren y van con la esperanza de que se ofrezca un cóctel después de la reunión. Son cuatro gatos. Por supuesto, su voto no influye en absoluto en el resultado final. Los pequeños accionistas son varias decenas de miles, y deberían acudir todos en masa para tener esperanzas de que pesaran sus voces. Eso, por supuesto, no sucede jamás, salvo tal vez cuando una empresa está al borde del precipicio y tienen miedo de perder sus ahorros. Entonces acuden a llorar a coro…

El que tenía ganas de llorar ahora era yo.

—Si Dunker fue reelegido presidente —añadió—, necesariamente tenía el apoyo de los dos grandes. Poseen el 34 por ciento del total, lo que debe de representar al menos el 80 por ciento de los derechos de voto de los accionistas presentes en la asamblea. No quiero prejuzgar su talento ni su poder de convicción, pero no veo por qué esos dos iban a cambiar de opinión para apoyar a un joven consultor asalariado de la empresa.

Me quedé pensativo, desanimado ante tanta sensatez.

Los turistas con ropa estival seguían desfilando con paso indolente delante de la verja del jardín, admirando las fotos.

—Lo siento por usted —acabó diciendo con un tono sincero.

Siempre es agradable sentir la compasión de los demás cuando todo va mal, pero no estaba dispuesto a tirar la toalla. Había que encontrar una solución, un plan de ataque. Debía de haber uno…

—Si estuviese en mi lugar, ¿qué haría usted? ¿Qué es lo mejor en este contexto?

Respondió sin titubear:

—Renunciar. No hay nada que pueda hacer. En su situación, tiene todas las de perder y nada que ganar.

«Mi situación… Si tú supieses, tío…»

Pagué las dos aguas y le di las gracias por su ayuda. Nos separamos.

Me metí a través del jardín del Luxemburgo. Caminar siempre me había ayudado a relajarme, a deshacerme de mi ansiedad. Me sentía abatido pero no quería capitular. Esa batalla era mi única esperanza de recobrar mi libertad, tal vez incluso de seguir con vida. Iba a lanzarme a ello en cuerpo y alma, aunque mis oportunidades de lograrlo fueran prácticamente nulas. Necesitaba encontrar un ángulo de ataque.

Envidiaba la despreocupación de los paseantes del jardín. Unos viejecitos ofrecían pan a los pájaros a pulso, con sus manos sirviendo de percha a las delicadas patas de los gorriones que acudían a coger la comida antes de echar a volar de nuevo hacia el árbol más próximo. Unos estudiantes probaban suerte seduciendo a las jóvenes que repasaban sus apuntes de la facultad en unas bonitas sillas de metal verde. Una fila india de ponis recorría los jardines, niños felices en sus grupas, seguidos de cerca por algunos padres protectores.

Tomé la salida cercana al Senado y me interné por las callejuelas que llevaban más allá del teatro del Odéon.

Pasé la tarde caminando a través de la capital para volver a mi casa, dándole vueltas a la situación en todos los sentidos, buscando las fallas del sistema, pensando en diferentes escenarios. Tenía el presentimiento de que lograría encontrar un punto de entrada, una idea que me permitiría repartir de nuevo las cartas y estar al menos en condiciones de intentar algo en ese asunto. Pero ¿eso era una intuición real, o simplemente la expresión de mi deseo ardiente de encontrar una solución?

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