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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (29 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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«Veamos…»

Hojeaba entonces su cuadernillo y encontraba indefectiblemente la información. ¿Había ido a la farmacia? Sí. Pero ¿por qué volvía entonces hoy? Dos veces en el lapso de pocos días era sospechoso. ¿Y si se procuraba un medicamento peligroso para desembarazarse de su marido? Pues claro, ¡era evidente! Seguiría vigilándola…

Su decepción fue grande cuando, años más tarde, lo suspendieron en la facultad de derecho y vio cómo se truncaba su gran carrera en la policía, con la que había soñado siempre. No obstante, el joven Petitjean no era de los que renuncian tan rápidamente a sus sueños de infancia. Si no entraba por la puerta grande, tanto daba, empezaría por abajo y luego subiría peldaño a peldaño.

Ingresó en la policía en calidad de inspector y fue destinado a la estación de Lyon para ocuparse de los viajeros sin billete. El día en que se puso su uniforme por primera vez se sintió verdaderamente investido de una misión, como si la seguridad de toda Francia recayera sobre sus hombros.

Se negó a dejarse llevar por la decepción cuando descubrió la profunda inutilidad de su puesto: se dijo que era un paso, que debía resistir. Por supuesto, algunos días, la melancolía ambiental, aunada al deterioro de las instalaciones, vencía su buen humor. Pero él seguía confiando: algún día llegaría su hora.

La comisaría estaba situada en el nivel inferior de la estación, sin ventanas ni ningún tipo de abertura hacia la calle. Unos fluorescentes atornillados detrás de unas viejas pantallas de plástico amarillento difundían una débil luz tan lúgubre como las paredes, que parecía que no se hubieran pintado nunca, o el mobiliario de metal gris que databa de mediados del siglo pasado. El olor a humedad que emanaba ese lugar insalubre no se borraba sino para dar paso de vez en cuando a efluvios procedentes de los aseos de al lado.

Pero lo peor era sin duda su relación con su jefe, un tipo desmotivado cercano a la jubilación, vencido por el sistema, cuya única satisfacción era ladrar consignas sin molestarse en comprobar qué consecuencias reales tenían éstas sobre el terreno. Ya nada le interesaba, salvo tal vez las revistas porno y los boletos de la lotería que se alineaban sobre su escritorio, a los que la luz mortecina de los fluorescentes confería un aspecto tan triste y envejecido como al mobiliario.

El inspector Petitjean se lo había prometido a sí mismo: jamás se dejaría llevar por el desánimo o la falta de motivación. «El día que dejes de creer en ello, estás acabado», se repetía sin cesar. Entonces se entregaba en cuerpo y alma a la única tarea que se le confiaba, y sometía a los viajeros sin billete a un interrogatorio digno de los más grandes casos criminales, acorralándolos, llevándolos a veces a confesar otras fechorías menores, y sobre todo —era su obsesión— dejando al descubierto sus intenciones ocultas. Excediéndose ampliamente en sus atribuciones, llevaba a cabo una detallada investigación. Incluso había vuelto en ocasiones sobre el terreno para comprobar ciertas declaraciones, aprovechando la falta de control de su trabajo por parte de sus superiores. La mayoría de los infractores eran estudiantes sin blanca cuyo único crimen era haberse subido a un tren sin llevar billete. Varios de ellos se habían desmoronado durante el interrogatorio, y Petitjean, aunque nunca lo había pretendido, estaba convencido de que era el resultado inevitable de su profesionalidad. Algunos se habían quejado a su superior, quien, obviamente, se había desentendido por completo del asunto.

Ese día, el inspector Petitjean estaba de bastante mal humor. Era su tercer domingo seguido en el trabajo. Había comenzado a sentir que su exceso de celo hacía de él un blanco fácil para esa clase de tareas.

El teléfono sonó en la sala de al lado, un viejo timbre muy ruidoso. Su jefe descolgó sin decir una palabra y a continuación formuló abruptamente las mismas preguntas que repetía varias docenas de veces al día desde hacía años.

—¿Qué tren? ¿Qué andén? ¿A qué hora?

Colgó con fuerza el auricular y luego se lo oyó berrear a través de la puerta:

—¡Petitjean! ¡Vía 19! ¡Marsella! ¡18.02 horas!

Sin decir palabra, el inspector se puso en camino. Ánimo y… paciencia. Algún día, estaba seguro de ello, pillaría de ese modo a un criminal fugado y conseguiría que confesase sus fechorías. Se reconocería entonces por fin su talento como investigador. Su ascenso sería fulgurante.

29

E
l cuero chirrió bajo sus posaderas mientras tomaban asiento en los profundos sillones que invitaban al relax. Luego esperaron tranquilamente a que el camarero del hotel Intercontinental hubiese terminado de servirles.

—Les ruego que llamen si necesitan cualquier cosa, señor Dunker —murmuró antes de retirarse.

La puerta acolchada de cuero marrón del salón privado volvió a cerrarse silenciosamente, desplazando los vapores de coñac que flotaban en el aire. Marc Dunker paseó la mirada a su alrededor: estanterías señoriales de caoba adornadas con libros encuadernados en piel roja, demasiado brillantes para ser antiguos, y lámparas de pie dorado cubiertas por pantallas opalescentes verde esmeralda que difundían una luz refinada sin alterar la atmósfera íntima y más bien oscura de la habitación.

Había elegido ese lugar por consejo de Andrew. Situado en la plaza de la Ópera, a pocos metros de la oficina, ofrecía un ambiente que invitaba, según él, al respeto y a una cierta contención, criterios ingleses donde los haya, propicios para hacer buenos negocios. Era la quinta vez que los tres hombres se reunían allí, y Dunker seguía satisfecho de su elección. Apreciaba sobre todo los grandes sillones, que parecían tragarse a sus dos principales accionistas, mientras que su elevada estatura le permitía mantenerse a él a una altura conveniente, gozando así de una posición aventajada. Estaba convencido de que esa configuración tendría un impacto en absoluto desdeñable en su relación.

—Estamos de acuerdo —dijo el más recio de los dos echando una ojeada al tercer personaje.

Sonreía mientras hablaba y, de vez en cuando, alzaba las cejas, lo que hacía que se le formaran unas profundas arrugas en la cabeza, calva en su mayor parte. A Dunker le parecía que hacía honor a su nombre: David Poupon.
[2]
Bajo y regordete, tenía en efecto, a pesar de su edad, aspecto de bebé gordo sonriente, y un aire amistoso del que Dunker desconfiaba por completo. Prefería al otro, Rosenblack, mucho más desabrido, pero al menos no ocultaba sus intenciones. Por otra parte, este último no hacía ningún esfuerzo por disimular su falta de interés hacia Dunker, y no levantaba en ningún momento la mirada de los papeles que hojeaba sobre sus rodillas, rascándose casi de continuo la cabeza por detrás de la oreja derecha.

Dunker entornó los ojos concentrándose en el discurso de Poupon.

—Hemos llegado a la conclusión de que tanto los fondos de inversión que yo presido como los fondos de pensiones aquí representados por nuestro amigo —dijo sonriendo en dirección a su colega, siempre absorto en sus papeles— necesitan que su sociedad arroje un 15 por ciento de dividendos desde el trimestre próximo, y que la cotización en Bolsa llegue a un alza anual del 18 por ciento como mínimo.

El hombre formuló sus exigencias sin deshacerse de su infame sonrisa.

Dunker, que no le quitaba ojo, guardó silencio hasta que estuvo seguro de que su interlocutor había terminado. Se concedió después unos segundos para beber un trago de coñac: conocía la fuerza del silencio impuesto al que aguarda que uno responda.

—No puedo comprometerme alcanzar un alza del 18 por ciento, pues no controlo todos los parámetros, como ustedes saben. Además…

Dio un segundo trago a la copa, ahora con su interlocutor en vilo.

—Además —añadió—, está ese estúpido periodista, Fisherman, que sigue minando nuestra imagen repitiendo sandeces por detrás. Desafortunadamente, sus análisis son muy seguidos por los mercados financieros…

—Estamos convencidos de que es usted capaz de gestionar esa situación. Además, es por ese motivo por lo que en la última asamblea general decidimos mantenerle al frente de la empresa.

Dunker captó a la primera la amenaza apenas velada, pronunciada siempre con una sonrisa.

—Usted sabe tan bien como yo que los periodistas son incontrolables… Por más que se le comuniquen buenas noticias cada dos por tres, Fisherman repite en cada artículo que nuestros equipos no son suficientemente productivos, lo que es totalmente falso, por otra parte. Les meto presión y trabajan duro —dijo con el orgullo de un capitán que defiende a sus tropas.

—Raramente hay humo sin fuego —repuso Rosenblack, sin alzar la mirada.

Dunker dio un trago a su coñac, contrariado. ¡Menuda lata era informar a gente que no sabía nada del propio negocio y que jamás habían puesto un pie sobre el terreno!

—Confío en su capacidad para encontrar una solución —declaró Poupon.

Varios largos segundos de silencio.

—En realidad tengo una idea —dijo Dunker—, pero necesito su aprobación, ya que podría tener consecuencias…

—¡Ah! ¿Lo ve?…

El rollizo Poupon estaba claramente satisfecho de haber acertado. Se agitó en su sillón como uno hace a veces en el cine, después de la publicidad, para buscar una postura cómoda antes de que empiece la película.

—Mi idea se basa en inflar artificialmente el volumen de negocio…

Rosenblack levantó por fin una mirada taciturna en dirección a Dunker, como un viejo perro somnoliento junto al fuego al que le parece haber oído que su amo pronunciaba la palabra «paseo».

—Hasta el momento —explicó Dunker—, hemos seguido siempre un estricto proceso de verificación de la solvencia de nuestros clientes antes de firmar un contrato. Si presentan dificultades financieras, exigimos un pago por adelantado de la totalidad de nuestros honorarios, lo que, por supuesto, raras veces se acepta. Si cambiásemos esa regla y cerrásemos los ojos ante el estado financiero de los nuevos clientes, obtendríamos un crecimiento inmediato del volumen de negocio de cerca de un 20 por ciento.

Poupon, atento, lo observaba con mirada cómplice. Rosenblack, en cambio, se mostraba escéptico.

—He calculado —continuó Dunker— que nos arriesgamos a tener una tasa del 30 por ciento de impagos, lo que no nos causaría muchas molestias por dos motivos: uno, la Bolsa no tiene ojos más que para el volumen de negocio y le importan muy poco los impagos. Y dos, nuestros consultores no cobran sus comisiones en función del volumen de negocio realizado, sino… del volumen de negocio ingresado. No hay pago, no hay comisión. Luego no perderíamos dinero por ese lado. En suma, no perderemos mucho, y las acciones subirán.

—Excelente —convino Poupon.

Rosenblack asintió lentamente con la cabeza al tiempo que esbozaba una mueca.

—¿Y en cuanto al 15 por ciento de los dividendos? —preguntó.

Dunker tomó lentamente un nuevo trago de coñac.

—Me ocuparé de ello —dijo entre dientes.

Poupon sonrió de nuevo.

—¡Perfecto! —exclamó—. Aunque tengo una mala noticia para usted: ¡este año no cobrará aún la indemnización de tres millones de euros prevista en su contrato en caso de cese del mismo!

Ambos rieron y Rosenblack hizo a su vez un esfuerzo al respecto. Entrechocaron las copas.

—Seguramente creerá usted que somos exigentes —añadió Poupon—, pero es así como se mueve el mundo: usted lo es con sus colaboradores, nosotros lo somos con usted, nuestros propios clientes lo son con nosotros… Siempre hay alguien por encima de uno, ¿no es así?

30

N
o creo ni una sola palabra de lo que ha dicho usted. La afirmación había caído como una sentencia inapelable, seguida de un silencio pesado, bajo la deprimente luz de un viejo fluorescente.

—Sin embargo, es la verdad —respondí, desamparado.

El inspector Petitjean caminaba arriba y abajo por detrás de su escritorio. Yo estaba sentado en lo que parecía una silla de colegio muy incómoda. El lugar era deprimente. Tenía hambre, muchísima hambre, y estaba agotado.

—Empecemos de nuevo desde el principio.

—Es la cuarta vez.

Había empezado a responder a sus preguntas intentando ser lo más vago posible hablando de un desafío que estaba obligado a cumplir, intentando hacerle creer, sin mentir explícitamente, que había sido víctima de una especie de novatada. Pero el hombrecillo era tenaz, y parecía tomarse el asunto muy en serio. ¿Todo eso por viajar sin billete?… ¿Acaso no tenía nada mejor que hacer? Acabó pillándome tras someterme a un verdadero bombardeo de preguntas y me vi obligado a cantar, contándole mi relación con Dubreuil. Sin embargo, vi cómo la duda seguía instalada en él. Se negaba obstinadamente a creerme. Dediqué entonces todas mis energías a intentar convencerlo de mi buena fe, pero cuanto más argumentaba yo, más ponía él mi palabra en entredicho.

—Dice que sigue las instrucciones de un hombre al que no conoce, que desea lo mejor para usted pero que, sin embargo, le ha sustraído sus documentos y lo ha dejado tirado en la otra punta de Francia para que aprenda usted a desenvolverse por sí mismo. ¿Es eso?

—Sí, en resumen.

—¿Y cree que voy a tragarme semejante historia? Desde que estoy en este oficio, ¡jamás he oído nada tan ridículo!

Nunca podría convencerlo. Pasaría allí la tarde, tal vez la noche…

Debía hacerlo de otra manera. ¿Cómo podía persuadirlo de mi buena fe?

«Si empujas, te repele. Vuelve las tornas…»

Tuve una idea.

—Hay algo más… —dije en tono confesional.

No pudo reprimir un esbozo de sonrisa, creyendo que estaba a punto de confesar.

—¿El qué?

Esperé unos instantes.

—Bueno…, creo que no voy a decírselo.

Me miró fijamente.

—No confío en usted.

Su rostro se encendió imperceptiblemente.

—¿Cómo que… no confía?

Me tomé mi tiempo.

—No confío… en su capacidad para escuchar.

—¿Qué me está contando? —farfulló, la cara cada vez más roja.

Aparté la mirada y barrí con ella el suelo, fingiendo tristeza.

—Es una historia… íntima, y no me apetece confiársela a alguien que ni siquiera se toma la molestia de sentarse para escucharme.

Tragó saliva.

—De todas formas —añadí—, no me creería, así que no serviría de nada que le hablase de ella.

Pasaron varios segundos. No lo miraba, pero sentía que no me quitaba los ojos de encima, con el rostro carmesí. Oía el ruido de su respiración.

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