—Soy el inspector Sejer, de la policía. ¿Tienes alguna noticia?
—Hemos pasado por todas las casas de la ladera. Por todas. En muchas no había nadie, pero en Feltspatveien nos encontramos con una señora que dijo que un coche grande había dado marcha atrás para dar la vuelta en su patio; ella vive en el número uno. Le pareció que era una especie de furgoneta. Y dentro del coche iba una niña con chaqueta verde y el pelo muy blanco recogido en lo alto de la cabeza. Ragnhild va peinada así muchas veces.
—Continúa.
—El coche dio la vuelta en medio de la cuesta y volvió a bajar. Desapareció en la curva.
—¿Te dijo la hora?
—Las ocho y cuarto.
—¿Puedes venir hasta aquí?
—Estamos llegando, vamos por la rotonda.
Colgó. Irene Album seguía de pie.
—¿Quién era? —susurró—. ¿Qué han dicho?
—Alguien la ha visto —contestó lentamente—. Montada en un coche.
Por fin sonó el grito. Fue como si el sonido se abriera paso entre el tupido bosque, provocando un suave movimiento en la cabeza de Ragnhild.
—Tengo hambre —dijo la niña de repente—. Quiero irme a casa.
Raymond levantó la vista. Påsan se paseaba sobre la mesa de la cocina sorbiendo la maizena que habían esparcido. Se habían olvidado del tiempo y del espacio. Habían dado de comer a todos los conejos, Raymond le había enseñado todas sus fotografías, recortes de revistas cuidadosamente pegados en un gran álbum. Ragnhild se reía sin parar del rostro tan raro que tenía Raymond. En ese momento reparó en que debía de ser tarde.
—Te daré una rebanada de pan con algo.
—Quiero irme a casa, tenemos que hacer la compra.
—Primero iremos a la colina y luego te llevaré a casa.
—¡Ahora! —insistió la niña—. Quiero irme a casa ya.
Raymond miró desesperadamente a su alrededor en busca de algún aplazamiento.
—Sí, sí, lo sé. Pero primero tengo que ir a comprar leche para papá. Abajo, donde Horgen. No tardaré mucho. Mientras tanto puedes esperar aquí; así tardaré menos.
Raymond se levantó y la miró. Observó esa carita iluminada con la boca en forma de corazón que le recordaba cierto caramelo. Tenía los ojos claros y azules, y las cejas oscuras, una sorpresa bajo el blanco flequillo. Luego suspiró con pesar, se levantó y abrió la puerta de la cocina. Ragnhild quería marcharse ya, pero no sabía el camino y tendría que esperar. Fue hasta el pequeño cuarto de estar con el conejo en brazos, y se acurrucó en el rincón del sofá. Marthe y ella no habían dormido mucho durante la noche, y con el animalito caliente junto al cuello le entró rápidamente el sueño. Al poco rato se le cerraron los ojos.
Había pasado un buen rato cuando él por fin volvió. Permaneció mucho tiempo sentado mirándola, extrañado de lo silenciosamente que dormía. Ni un movimiento, ni siquiera un pequeño suspiro. A Raymond le pareció que la niña había crecido un poco, que se había hinchado como un pan en el horno. Al cabo de un rato perdió la calma; no sabía qué hacer con las manos, de manera que se las metió en los bolsillos y empezó a balancearse de lado a lado en el sillón. Le dio por frotar la tela del pantalón, mientras se balanceaba cada vez más deprisa mirando preocupado por las ventanas y hacia el pasillo que conducía al dormitorio de su padre. Sus manos se movían sin cesar, mientras miraba fijamente el pelo resplandeciente como la seda de Ragnhild, casi como la piel del conejo. Luego suspiró en voz baja y se calmó. Se levantó y zarandeó suavemente a la niña.
—Ya podemos irnos. Deja que coja a Påsan.
Durante un instante, Ragnhild se quedó completamente aturdida. Se levantó despacio y miró fijamente a Raymond. Luego fue tras él hasta la cocina y se puso el anorak. Salió de la casa y vio cómo metía al pequeño animal marrón en la jaula. Su cochecito de muñecas seguía en la parte de atrás de la furgoneta. Raymond parecía triste, pero la ayudó a meterse en el coche. Luego se sentó delante e introdujo la llave para arrancar, pero no ocurrió nada.
—No arranca —dijo Raymond irritado—. No lo entiendo. Hace un momento funcionaba. ¡Mierda de coche!
—¡Tengo que irme a casa! —dijo Ragnhild en voz muy alta, como si eso ayudara a mejorar la situación.
Raymond seguía dando vueltas a la llave y pisando el acelerador. Había corriente y el motor daba vueltas, pero todo quedaba en un quejido que no lograba arrancar.
—Tendremos que ir andando.
—¡Pero está muy lejos! —lloriqueó la niña.
—No, no tanto. Estamos en la parte de atrás de la colina, casi en lo alto. Desde aquí se puede ver tu casa. Yo te llevaré el cochecito.
Raymond se puso un anorak que había en el asiento delantero, volvió a salir de la furgoneta de un salto y le abrió la puerta. Ragnhild llevaba la muñeca y él empujaba el cochecito, que iba dando pequeños tumbos por el camino lleno de baches. Enseguida Ragnhild pudo ver la colina que se erguía ante ellos, rodeada de oscuro bosque. De repente tuvieron que acercarse a toda prisa a la cuneta, mientras un coche pasaba a gran velocidad, dejando tras de sí una espesa nube de humo. Raymond conocía bien el camino, pero se desplazaba lentamente. Ragnhild podía seguirlo sin problema. Al cabo de un rato el camino se hizo más empinado, para acabar en un lugar donde los coches podían dar la vuelta. El sendero que iba por la derecha de la colina resultaba blando y agradable al andar. Las ovejas lo habían ensanchado y estaba sembrado de excrementos que parecían perdigones. Ragnhild se divertía pisándolos; estaban secos y enteros. Pasados unos minutos, vieron algo relucir entre los árboles.
—La laguna de la Serpiente —dijo Raymond.
La niña se detuvo a su lado. Miró fijamente y vio las hojas de los lirios, y un pequeño bote que estaba en la orilla boca abajo.
—No te acerques al agua —dijo Raymond—. Es peligroso. Nadie puede bañarse aquí. Te hundes en la arena y desapareces. Arenas movedizas —añadió dándose importancia.
Ragnhild se estremeció. Recorrió la orilla de la laguna con la mirada; era una línea continua amarilla, de juncos, excepto en un solo lugar, donde algo, que con un poco de benevolencia podía llamarse playa, interrumpía la línea como un oscuro guión. Los dos dirigieron sus miradas a ese punto. Raymond soltó el cochecito y Ragnhild se metió un dedo en la boca.
Thorbjørn jugueteaba con el teléfono móvil. Tenía dieciséis años, y el pelo oscuro ligeramente ondulado en una media melena, recogido con un pañuelo de colores. Las puntas que salían del nudo en la frente como dos plumas rojas le hacían parecer un indio rostro pálido. Evitó la mirada de la madre de Ragnhild y optó por fijar la vista en Sejer, mientras se relamía los labios sin parar.
—Lo que has averiguado es muy importante —confesó Sejer—. Por favor, escribe las señas aquí. ¿Te acuerdas del nombre?
—Helga Moen, en el número uno. Una casa gris con perrera.
Hablaba en susurros y anotó las señas con mayúsculas en el bloc que le había alcanzado Sejer.
—Estuvimos primero en la colina, volvimos a bajar, fuimos a la laguna de la Serpiente y echamos un vistazo en los senderos de la zona. También dimos una vuelta por el embalse, la tienda de Horgen y la playa del Cura. Y por la iglesia. Al final visitamos un par de granjas en Bjerkerud y el Centro Hípico. A Ragnhild le gustaban, eh.., quiero decir, le gustan mucho los animales.
El lapsus le hizo sonrojarse. Sejer le dio una ligera palmadita en el hombro.
—Siéntate, Thorbjørn —exclamó señalando el sofá, donde había un sitio libre al lado de la señora Album.
Ella estaba centrada en otros pensamientos: la terrorífica posibilidad de que Ragnhild tal vez no volviera jamás y que ella, su madre, se viera obligada a vivir el resto de su vida sin aquella niña de grandes ojos azules. Estos pensamientos le llegaban en forma de pequeños pinchazos que ella saboreaba cuidadosamente. Estaba rígida, como si una viga de acero le atravesara la espalda. La mujer policía, que apenas había abierto la boca en el tiempo que llevaban allí, se incorporó lentamente. Por primera vez se atrevió a hacer una sugerencia.
—Señora Album —dijo en voz baja—, déjeme preparar un poco de café.
La mujer asintió débilmente con la cabeza. Se levantó y siguió a la policía hasta la cocina. Se abrió el grifo y se oyó el tintineo de tazas. Sejer hizo una seña imperceptible a Karlsen con la cabeza en dirección a la entrada, donde se pusieron a murmurar en voz muy baja. Thorbjørn apenas veía la cabeza de Sejer y la punta negra y resplandeciente del zapato de Karlsen. En la penumbra podrían mirar sus relojes sin que nadie los viera. Los miraron y se hicieron señas. La desaparición de Ragnhild ya era algo serio; habría que poner en marcha el gran aparato. Sejer se rascó el codo a través de la tela de la camisa.
—No soporto la idea de encontrarla en una cuneta.
Abrió la puerta con el fin de respirar un poco de aire fresco. Y allí estaba la niña. Con su chándal verde, en el primer escalón y con una manita blanca apoyada en la barandilla.
—¿Ragnhild? —preguntó sorprendido.
Una feliz media hora más tarde, bajando en su coche por Skiferbakken, Sejer, satisfecho, se pasó los dedos por el pelo. Karlsen pensó que su jefe, con el pelo recién cortado, parecía un cepillo de acero, de esos que se emplean para quitar pintura vieja. Los pronunciados rasgos de su rostro parecían más relajados de lo habitual. Al llegar a la mitad de la cuesta pasaron por la casa gris. Vieron la perrera y un rostro que miraba a través del cristal de la ventana. Si Helga Moen estaba esperando una visita de la policía, iba a llevarse una gran decepción. Ragnhild estaría sentada sobre las rodillas de su madre con un gran bocadillo en la mano.
El momento en que la niña había entrado tranquilamente en el cuarto de estar se había quedado grabado en la memoria de los dos hombres. La madre, al oír la fina voz de la pequeña, salió disparada de la cocina y se abalanzó sobre su hija, rápida como una fiera que agarra a su presa y no está dispuesta a soltarla por nada del mundo. Parecía que Ragnhild se hallase dentro de una trampa de zorros. Los delgados brazos y piernas y el escaso pelo blanco se veían dispersos entre los sólidos brazos de su madre. Y así se quedaron. De ninguna de ellas salió ni un sonido, ni un sollozo. Thorbjørn seguía jugueteando con el teléfono móvil, la mujer policía hacía ruido con las tazas y Karlsen se retorcía el bigote una y otra vez, mientras una feliz sonrisa se dibujaba en su rostro. La habitación se iluminó, como si el sol penetrara de repente por la ventana. Y luego llegó por fin una mezcla de risas y sollozos: «
¡ERES UNA NIÑA MALÍSIMA!
».
—He estado pensando —dijo Sejer carraspeando— en tomarme una semana de vacaciones. Todavía me quedan algunos días.
Karlsen se balanceó al pasar por un badén.
—¿Para qué quieres una semana de vacaciones? ¿Para hacer paracaidismo en Florida?
—Había pensado bajar a la cabaña.
—Está en Brevik, ¿no?
—En la isla de Sand.
Se internaron en la carretera nacional y aceleraron.
—Yo no tengo más remedio que ir a Legolandia este año —murmuró Karlsen—. Ya no me libro. La niña se está poniendo muy pesada.
—Lo dices como si fuera un castigo —señaló Sejer—. Legolandia es una maravilla. Volverás de allí cargado de cajas de Lego y completamente contagiado por el virus. ¡Anímate! ¡No te arrepentirás!
—¿Así que has estado allí?
—Sí, con Matteus. ¿Sabes que han hecho una estatua del indio Toro Sentado exclusivamente con piezas de Lego? Un millón cuatrocientas mil piezas de Lego de colores muy especiales. Es increíble.
Se calló. Divisó la iglesia a la izquierda, una pequeña iglesia de madera pintada de blanco, algo separada de la carretera, entre campos amarillos y verdes, rodeados de frondosos árboles. Una hermosa iglesia, pensó; en un cementerio así debería haber enterrado a su mujer aunque hubiera estado más lejos para ir a visitarla. Ya era demasiado tarde, claro. Hacía más de ocho años que había muerto, y estaba enterrada en el cementerio del centro de la ciudad, justo al lado de la calle principal, la más transitada, rodeada de humos y ruido.
—¿Crees que la niña estaba bien?
—Eso parecía. He dicho a la madre que me llame cuando pase un rato. Supongo que la pequeña empezará a hablar. Seis horas —añadió meditabundo— son muchísimas horas. Ese tío extraño debe de tener mucho encanto.
—Al menos parece que tiene carnet de conducir; en ese caso no puede tener la cabeza completamente hueca.
—Eso no lo sabemos, ¿no? Si tiene carnet, quiero decir.
—Maldita sea, tienes razón —tuvo que reconocer Karlsen. De repente frenó y se metió en la gasolinera de lo que llamaban el centro, donde había una oficina de correos, un banco, una peluquería y una gasolinera. En la tienda Kiwi se veía un cartel pegado al cristal del escaparate que decía
VENTA DE MEDICINAS
. El peluquero tentaba a su clientela con una nueva cabina de rayos UVA—. Tengo que comprarme una tableta de chocolate. ¿Vienes?
Entraron. Sejer compró un periódico y una tableta de chocolate. Miró por la ventana hacia el fiordo.
—Perdone —dijo la chica desde detrás del mostrador—. No le habrá pasado nada a Ragnhild, ¿verdad?
—¿La conoces? —preguntó Sejer mientras ponía el dinero sobre el mostrador.
—No en persona, pero sé quiénes son. Su madre vino buscándola por aquí esta mañana.
—Ragnhild está bien. Ya se encuentra en casa.
La chica sonrió aliviada y le dio el cambio.
—¿Eres de aquí? —preguntó Sejer—. ¿Conoces a todos los que viven aquí?
—Supongo que sí. No somos muchos.
—Si te pregunto por un hombre un tanto especial, tal vez, que conduce una furgoneta, una furgoneta fea y sucia, ¿te dice algo?
—Debe de ser Raymond —contestó la chica—. Raymond Låke.
—¿Qué sabes de él?
—Trabaja en el Centro Laboral. Vive en una cabaña en la parte de atrás de la colina con su padre. Raymond es mongólico. Unos treinta años, muy buena persona. Por cierto, su padre llevaba antes esta gasolinera. Antes de jubilarse.
—¿Raymond tiene carnet?
—No, pero conduce de todos modos. El coche es de su padre, pero este permanece todo el tiempo en cama, y ya no controla mucho lo que hace su hijo. El comisario sabe que no tiene carnet y lo pilla de vez en cuando, pero no sirve de mucho. Es muy raro, pero Raymond solo conduce en segunda. ¿Se llevó él a Ragnhild?
—Sí.