No mires atrás (9 page)

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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

BOOK: No mires atrás
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—¿Talla?

—XL. Pero las mangas eran demasiado largas; estaban remangadas.

—Antes la gente llevaba etiquetas con su nombre en las chaquetas —recordó Sejer.

—Pues sí, durante la Edad Media más o menos.

—¿Y la pastilla?

—Nada interesante, me temo. Simplemente una pastilla de menta, de esas que están ahora de moda. Minúscula y tremendamente fuerte.

En realidad, Sejer se sentía decepcionado. Una pastilla de mentol no aportaba ningún dato relevante. Todo el mundo llevaba algo parecido en el bolsillo; él mismo llevaba siempre una bolsita de Fisherman’s Friend.

Se metieron de nuevo en el coche. En Krystallen, el tráfico se había intensificado, sobre todo niños con distintas clases de vehículos como triciclos, tractores, cochecitos de muñecas y un coche de madera hecho en casa por su propietario. Cuando aparcaron el coche de policía junto a los garajes, la policromada imagen del tráfico se congeló. Skarre no pudo resistirse a la tentación de comprobar los frenos de algunos de los vehículos, y estaba convencido de que el dueño de un Massey Ferguson color azul y rosa se orinó encima de puro susto al oír comentar al policía que uno de los faros traseros estaba roto.

La mayoría de la población intuía que había pasado algo, pero no sabían exactamente qué. Nadie se había atrevido a llamar a la puerta de los Holland para preguntar.

Realizaron su cometido casa tras casa, cada uno por un lado de la calle. Una y otra vez tuvieron que contemplar la incredulidad y el susto que se reflejaban en los rostros estupefactos. Algunas mujeres empezaban a llorar, los hombres palidecían y guardaban silencio. Sejer y Skarre esperaban cortésmente un rato antes de empezar con sus preguntas. Todos conocían bien a Annie. Varias mujeres la habían visto en el momento de marcharse. Los Holland vivían en la casa situada en el extremo de la calle, así que tuvo que pasar por todas las viviendas para llegar hasta allí. Durante años, excepto el último en que se estaba haciendo adulta, Annie había cuidado de los hijos de todos ellos. La mayoría mencionó su carrera en el balonmano y el asombro general cuando dejó el equipo, porque Annie era tan buena que el periódico local escribía sobre ella muy a menudo. Un matrimonio mayor recordaba que antes había sido mucho más vivaracha y extrovertida, pero atribuyeron el cambio al hecho de que se estuviera haciendo mayor. Había crecido muchísimo, dijeron. Antes era bastante baja y menuda, y de pronto empezó a crecer.

Skarre no visitó las casas por orden, por lo que en ese momento se encontraba en la casa color naranja. Resultó pertenecer a un soltero próximo a los cincuenta. En medio del salón tenía una barca de verdad con velas incluidas. Al fondo podía verse un colchón y un montón de cojines, y en la borda había fijado un soporte para botellas. Skarre miró fascinado la barca, que era de un color rojo vivo, con las velas blancas, y por un instante recordó su propio piso y la ausencia de cualquier decorado fuera de la ortodoxia.

Fritzner no conocía bien a Annie, ya que no tenía hijos a los que ella pudiera haber cuidado, pero a veces la había bajado al centro en su coche. La muchacha solía aceptar la oferta cuando hacía mal tiempo, pero cuando hacía bueno le indicaba por señas que continuara sin ella. Annie le gustaba. Muy buena portera, dijo en tono grave. Sejer se dirigió a continuación a la fila de casas de más adentro y llegó al número seis, donde vivía una familia turca. La familia Irmak se disponía a cenar cuando llamó a la puerta. Estaban sentados a la mesa, en medio de la cual se veía una nube de vapor que salía de una gran cacerola. El hombre de la casa, una figura majestuosa con camisa bordada, le tendió la mano. Sejer les contó que Annie Holland había muerto y que al parecer alguien la había matado.

—¡Oh, no! —dijeron asustados—, no puede ser verdad.

Esa chica tan guapa del número uno, ¡la hija de Eddie! La única familia que los había recibido bien cuando se mudaron allí. Habían vivido en más sitios, y no habían sido bien acogidos en todas partes. ¡No puede ser verdad! El hombre lo cogió del brazo y lo llevó hasta el sofá.

Sejer se sentó. Irmak no mostraba esa manera de ser dócil y sumisa que había observado en otros emigrantes, sino que rebosaba dignidad y fe en sí mismo. Resultaba liberador.

La mujer había visto a Annie al marcharse. Alrededor de las doce y media, creía. Iba andando tranquilamente a lo largo de las casas con una mochila en la espalda. No habían conocido a Annie de más joven, pues solo llevaban cuatro meses viviendo allí.

—Chica como un chico —dijo, ajustándose el pañuelo que le cubría la cabeza—. ¡Grande! ¡Mucho músculo! —añadió bajando la vista.

—¿Cuidó alguna vez de sus hijos?

Sejer dirigió la mirada a la mesa donde una niña esperaba pacientemente. Una niña callada, inusualmente guapa, con pestañas muy tupidas. Su mirada era profunda y negra, como el pozo de una mina.

—Queríamos pedírselo —se apresuró a contestar el hombre—, pero los vecinos dijeron que ya no le apetecía. Así que no quisimos ser pesados. Además, mi mujer está en casa todo el día y nos apañamos bien. Solo yo tengo que marcharme todas las mañanas. Tenemos un Lada. El vecino dice que no es un coche de verdad, pero a nosotros nos sirve. Va y viene todos los días desde la calle Poppels, donde tengo una tienda de especias. Por cierto, ese eccema que tiene usted en la frente desaparecería con especias. No especias del supermercado. Especias de verdad, de Irmak.

—¿Ah, sí? ¿Es posible?

—Limpia el sistema. Elimina el sudor más deprisa.

Sejer asintió, serio.

—¿De manera que ustedes nunca tuvieron relación con Annie?

—No realmente. Algunas veces, cuando pasaba corriendo, yo la paraba y le amenazaba con la mano. Le decía: «Corres tanto que dejas atrás tu alma, chica». Ella se reía. Yo seguía diciéndole: «Yo te enseñaré a meditar. Correr por las calles es una manera difícil de encontrar la paz». Entonces se reía aún más y desaparecía en la curva.

—¿Estuvo alguna vez dentro de esta casa?

—Sí. Eddie la envió el día que llegamos con una maceta para darnos la bienvenida. Nihmet lloró —dijo mirando a su mujer, quien en ese momento también lloraba. Se tapó la cara con el pañuelo y les dio la espalda.

Cuando Sejer se marchó, le dieron las gracias por la visita y le dijeron que sería bienvenido de nuevo en su casa. Se quedaron mirándole desde la entrada. La niña, que estaba colgada del vestido de la madre, le recordaba a su nieto Matteus, con sus ojos oscuros y los rizos negros. Fuera, en la calle, se detuvo un instante y miró a Skarre, que en ese momento salía del número uno. Se saludaron con la cabeza y volvieron a separarse.

—¿Muchas puertas cerradas? —preguntó Skarre.

—Solo dos, Johnas en el número cuatro y Rud en el ocho.

—He tomado nota de todo.

—¿Alguna reflexión inmediata?

—Solo que todo el mundo la conocía y que entró y salió de las casas durante años. Y obviamente se la apreciaba por todas partes.

Llamaron a la puerta de Holland y salió a abrir una chica joven. Sin duda, se trataba de la hermana de Annie. Eran parecidas y, sin embargo, distintas. Tenía el pelo tan rubio como Annie, pero la raíz más oscura. Sus ojos, muy claros e inseguros, estaban apresados en un marco de rimmel negro. No era grande ni alta como Annie, ni atlética ni bien formada. Llevaba mallas de color lila con rayas pespunteadas y una blusa blanca con varios botones abiertos.

—¿Sølvi? —preguntó Sejer.

La joven asintió con la cabeza y le tendió una mano flácida. Los precedió hasta el interior de la casa y buscó inmediatamente refugio en su madre. La señora Holland estaba sentada en el mismo rincón del sofá que la vez anterior. La expresión de su rostro había cambiado en las pocas horas que habían transcurrido desde entonces: ya no mostraba esa crispante desesperación, más bien parecía afligida y agotada, además de envejecida. No se veía al padre por ninguna parte. Sejer intentó estudiar a Sølvi discretamente. Tenía una cara y un cuerpo muy diferentes a los de su hermana: no mostraba los anchos pómulos de Annie, ni su barbilla prominente o sus grandes ojos grises. Más débil y algo llenita, pensó. Bastó una conversación de media hora para averiguar que las dos hermanas nunca habían mantenido una relación estrecha. Habían vivido cada una su vida; Sølvi trabajaba de aprendiz en una peluquería y nunca había mostrado interés por los niños de los demás, nunca había hecho deporte. Sejer pensó que seguramente solo se interesaba por ella misma, por su aspecto. Incluso entonces, sentada en el sofá junto a su madre, estaba colocada convenientemente, como si fuera una vieja costumbre: una rodilla encogida, la cabeza ligeramente ladeada, las manos cruzadas alrededor de una pierna. Varios anillos de bisutería brillaban en sus dedos. Tenía las uñas largas y pintadas de rojo. Un cuerpo redondo, sin ángulos, sin carácter, como si le faltaran esqueleto y músculos, como si fuera solo piel estirada sobre un trozo de barro para modelar de color rosa. Sølvi era bastante mayor que su hermana, pero tenía una expresión ingenua. Su madre había adoptado una postura protectora y no paraba de acariciarle el brazo, como si fuera necesario consolarla constantemente por algo, o tal vez advertirle de algo. Sejer no sabía muy bien de qué. Las dos hermanas habían sido muy distintas, a decir verdad. El rostro de Annie en las fotos era más maduro. Miraba a la cámara con una expresión prudente, como si no le gustara que le hicieran fotos pero se hubiera resignado a la autoridad, tal vez porque era una chica bien educada. Sølvi posaba todo el tiempo. De aspecto se parecía a la madre, pensó Sejer, y Annie al padre.

—¿Sabes si Annie había hecho alguna nueva amistad últimamente? ¿Si había conocido a alguien? ¿Habló de ello?

—No le interesaba conocer a gente —contestó Sølvi alisándose la camisa.

—¿Sabes si llevaba un diario?

—¡Oh, no! A Annie no le iban esas cosas. Era distinta a las demás chicas; un poco masculina por así decirlo. No le gustaba nada arreglarse. Llevaba el medallón de Halvor, pero solo porque él insistía en que lo llevara. En realidad le estorbaba cuando corría.

La voz de Sølvi era clara y dulce, como de niña pequeña, a pesar de tener seis años más que Annie. «Trátame bien —pedía la voz—, ya ves que soy pequeña y frágil.»

—¿Conoces a sus amigos?

—Eran más jóvenes que yo, claro, pero sé quiénes son.

Se tocaba los anillos vacilando un poco, como si intentara comprender esa nueva situación en la que de repente se encontraba.

—¿Quién de ellos crees que la conocía mejor?

—Salía con Anette, pero solo si iban a hacer algo en concreto. Quiero decir, no quedaban solo para charlar.

—Vivís algo aislados aquí en el campo —dijo Sejer con prudencia—. ¿Hacía alguna vez autoestop?

—Jamás. Yo tampoco —se apresuró a añadir—. Pero nos llevan a menudo. Conocemos a casi todo el mundo.

Casi, pensó Sejer.

—¿Crees que se sentía infeliz por algo?

—Infeliz no. Pero tampoco era la alegría de la casa, que digamos. No se interesaba por casi nada. Por cosas de chicas, me refiero. Solo por el colegio y por correr.

—¿Y por Halvor, tal vez?

—No lo sé seguro. También con él se mostraba indiferente. Como si nunca fuera capaz de decidirse del todo.

Sejer vio en su mente la imagen de una chica con una mirada escéptica, una chica que hacía lo que le daba la gana, que escogía sus propios caminos y que había mantenido a todos a distancia. ¿Por qué?

—Tu madre dice que antes Annie era más alegre —dijo Sejer en voz alta—. ¿Opinas tú lo mismo?

—Sí, antes hablaba más.

Skarre carraspeó de pronto.

—Ese cambio —dijo—, ¿creen que llegó repentinamente? ¿O fue sucediendo a lo largo del tiempo?

—No —respondió ella mirando a su madre—. No sé exactamente. Cambió y ya está.

—¿Puedes decirnos algo de cuándo sucedió ese cambio, Sølvi?

Se encogió de hombros.

—El año pasado. Halvor y ella rompieron, y justo después dejó el balonmano. Y creció muchísimo. Toda la ropa se le quedó pequeña y se volvió muy callada.

—¿Quieres decir malhumorada, o arisca?

—No. Simplemente callada. Desilusionada, diría yo.

—¿Desilusionada?

Sejer miró de reojo a Sølvi. Sus mallas resultaban de lo más llamativas, del color de las lilas de la infancia de Sejer.

—¿Sabes si Annie y Halvor mantenían relaciones sexuales?

La chica enrojeció.

—No lo sé. Mejor pregúnteselo a Halvor.

—Así lo haré.

—Esa hermana —dijo Sejer, cuando estaban de nuevo sentados en el coche— es de esa clase de chicas que a menudo acaban siendo víctimas. Quiero decir, de un hombre con malas intenciones. Está tan absorta en sí misma y en su aspecto que no sería capaz de captar las señales de peligro. Me refiero a Sølvi. No a Annie. Annie era reservada y deportista. No pretendía impresionar a la gente. No hacía autoestop, y no tenía interés alguno por conocer a gente nueva. Si hubiera subido en algún coche, sin duda habría sido en el de alguien conocido.

—Eso es lo que decimos siempre.

Skarre miró a Sejer.

—Ya lo sé.

—Tú tienes una hija que también fue adolescente —dijo Skarre con curiosidad—. ¿Cómo fue en realidad?

—Bueno —murmuró Sejer, mirando por la ventana—, fue más bien Elise la que se ocupó de eso. Pero sí recuerdo aquella época. La pubertad es un terreno difícil de pisar. Mi hija era la alegría de la casa hasta cumplir los trece años, entonces empezó a gruñir. Gruñó hasta cumplir los catorce, y después empezó a morder. Y luego se le pasó todo.

Luego todo pasó… Recordó cuando cumplió los quince y empezaba a convertirse en una pequeña mujer, y él no sabía cómo dirigirse a ella. Lo mismo debió de pasarle a Holland… Cuando la niña deja de ser niña y tienes que buscar un nuevo lenguaje. Difícil.

—¿Pasaron uno o dos años hasta que se acabaran los problemas?

—Pues sí —contestó pensativo—, supongo que sí.

—¿Te interesa ese cambio en la chica?

—Algo puede haber sucedido. Tengo que averiguar qué. Quién era, quién la mató y por qué. Ya es hora de hacer una visita a Halvor Muntz. Seguramente estará esperándonos. ¿Cómo crees que se siente él?

—Ni idea. ¿Puedo fumar en el coche?

—No. Por cierto, llevas el pelo un poco largo, ¿no?

—Pues sí, ahora que lo dices.

Miraron cada uno por su ventanilla. Skarre se sacó un rizo de la nuca y lo estiró en toda su longitud. Al soltarlo, volvió a encogerse rápidamente, como un gusano sobre una placa de calor.

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