No mires atrás (11 page)

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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

BOOK: No mires atrás
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—No lo creo —murmuró el joven.

—Pero ¿no estás seguro?

—Casi seguro. Ella jamás lo mencionó.

Su voz ya era apenas audible.

—¿Tienes a alguien con quien hablar?

—Tengo a mi abuela.

—¿Mantienes una relación estrecha con ella?

—Ella está bien. Hay paz y tranquilidad aquí.

—¿Tienes un anorak azul, Halvor?

—No.

—¿Qué te pones para salir?

—Una cazadora vaquera. O un plumón cuando hace frío.

—¿Prometes llamarme si tienes algo que decirme?

—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Halvor, levantando la vista extrañado.

—Déjame decirlo de otra manera: ¿llamarás a la comisaría si se te ocurre algo, cualquier cosa, que en tu opinión pudiera explicar por qué ha muerto Annie?

—Sí.

Sejer miró el cuarto donde se encontraba, con el fin de recordarlo. Su mirada se detuvo en la Virgen. Vista de cerca, la figura parecía más valiosa.

—Es una figura bonita. ¿La has comprado en el sur de Europa tal vez?

—Me la han regalado. Me la regaló el padre Martin. Soy católico —añadió.

Esa información hizó que Sejer lo mirara más de cerca. Era un muchacho reservado y severo; daba la impresión de estar ocultando algo que no debían descubrir. Tal vez tendrían que obligarlo a abrirse, abrirse como una almeja en agua hirviendo. La idea le fascinaba.

—¿De modo que eres católico?

—Sí.

—Perdona mi curiosidad, pero ¿qué es lo que te atrajo de la fe católica?

—Es evidente, ¿no? La absolución. El perdón.

Sejer asintió.

—Pero eres muy joven. —Se levantó y sonrió al muchacho—. No creo que hayas tenido tiempo de pecar mucho todavía.

La frase quedó un instante flotando en el aire.

—De vez en cuando he tenido algún mal pensamiento.

El comentario impresionó a Sejer.

—Lo que nos has contado será comprobado, claro está —dijo—. Lo hacemos con todo el mundo. Volverás a tener noticias nuestras.

Le dio un fuerte apretón de mano, intentando transmitirle ánimo. Luego atravesaron la cocina, que olía ligeramente a verduras hervidas, y volvieron al cuarto de estar, donde estaba la anciana, sentada en una mecedora y envuelta en una manta. Los miró asustada cuando salieron. Fuera observaron la moto, una Suzuki negra, cubierta con un plástico.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —le preguntó Skarre ya en el coche.

—Probablemente. No ha hecho ninguna pregunta. Ni una sola. Alguien ha matado a su novia, y él no parece hacerse muchas preguntas. Pero eso no tiene por qué significar nada.

—De todos modos es bastante curioso.

—Tal vez ahora que acabamos de marcharnos, también él lo está pensando.

—O tal vez sabe qué le sucedió a su novia, y por eso no se le ocurrió hacer preguntas.

—Ese anorak que encontramos le estaría muy grande a Halvor, ¿no crees?

—Tenía las mangas remangadas.

Era ya tarde y necesitaban una pausa. Abandonaron la pequeña población, dejándola a solas con sus temores y sus pensamientos. En Krystallen la gente cruzaba la calle una y otra vez, las puertas se abrían y cerraban, los teléfonos sonaban. La gente removía sus cajones en busca de viejas fotografías. Annie estaba en boca de todo el mundo. Los primeros y leves rumores nacían a la luz de las velas, y luego se extendían como la maleza entre las casas. Se tomaba alguna que otra copa. Había estado de guardia en ese pequeño callejón, y se infringía una regla tras otra.

Raymond, sin embargo, estaba absorto en otros quehaceres. Sentado a la mesa de la cocina, pegaba cromos en un cuaderno, cromos de figuras conocidas de los cómics. La lámpara del techo estaba encendida, su padre dormía la siesta, la radio emitía peticiones musicales de los oyentes. Glenn Kåre es felicitado por su abuela con este disco. Raymond escuchaba e inhalaba el pegamento, que olía a esencia de almendra. No se percató del hombre que le estaba mirando fijamente a través de la ventana.

Halvor cerró la puerta de la cocina y encendió el ordenador. Abrió el disco duro y miró pensativo la fila de archivos. Contenían juegos, declaraciones de la renta, presupuestos, listas de direcciones, una relación de su colección de compactos y otros asuntos triviales. Pero también había otra cosa, una carpeta cuyo contenido le era desconocido. Ponía «Annie». Se quedó mirándola pensativo. Apretando dos veces el botón del ratón, los archivos se abrirían, revelando en unos segundos su contenido. Pero había excepciones. Él mismo tenía una archivo llamado «Privado». Para abrirlo tenía que teclear una clave que solo él conocía. Lo mismo pasaba con el archivo de Annie. Él le había enseñado a cerrarlo para que nadie pudiera entrar, un procedimiento bastante sencillo. No tenía ni idea de la clave que ella había elegido, y tampoco de lo que contenía el archivo. Ella había insistido en mantenerlo en secreto, con una risita al ver su decepción. De modo que él le explicó cómo hacerlo, y luego tuvo que salir de la habitación y quedarse en el cuarto de estar mientras ella escribía la clave. Pulsó dos veces el botón del ratón, sin ningún motivo, y recibió inmediatamente el mensaje:
«Access denied. Password required»
.

Quería abrirlo. Era lo único que le quedaba de ella. ¿Y si contenía algo que pudiera ser peligroso para él? Tal vez fuera una especie de diario. Será una tarea imposible, pensó, mirando desconcertado el teclado en el que nueve números, veintinueve letras y una serie de signos formaban un número de posibilidades de combinación que él no podía ni imaginarse. Intentó relajarse y recordó de repente que también él había elegido un nombre. Era el nombre de una famosa mujer que había perecido en la hoguera y que luego había sido proclamada santa. Había sido una elección de lo más acertada, y ni siquiera a Annie se le habría ocurrido. Pero tal vez ella habría elegido una fecha. Era bastante corriente elegir la fecha de nacimiento de algún allegado, por ejemplo. Se quedó mirando fijamente el archivo durante un rato: solo veía un cuadrado insignificante y gris con el nombre de Annie. Tampoco debería abrirlo, pues precisamente por eso ella lo había cerrado, para mantenerlo en secreto. Pero ella ya no estaba y ya no valían las reglas de antes. Tal vez allí pusiera algo que pudiera explicar por qué era como era, tan condenadamente inconquistable.

Sus escrúpulos se pulverizaron, posándose como polvo en los rincones. Se había quedado solo, con una eternidad de tiempo y nada con qué llenarlo. Sentado en aquella habitación medio en penumbra, mirando la pantalla luminosa, se sentía muy cerca de Annie. Decidió comenzar por cifras, como fechas de nacimiento y números de carnets de identidad. Tenía unos cuantos en la cabeza, el de Annie, el suyo propio, el de su abuela. Podría buscar algunos más. Al fin y al cabo, ya tenía algo con qué empezar. Aunque ella también podría haber elegido una palabra, o varias palabras, o tal vez un refrán, o una cita, o tal vez un nombre. Sería muy laborioso. No sabía si llegaría a encontrarla, pero tenía mucho tiempo y mucha paciencia. Además, había otras maneras.

Comenzó por la fecha de nacimiento de Annie, la cual no había elegido, evidentemente, tres de marzo de 1980: cero, tres, cero, tres, uno, nueve, ocho, cero. Luego las mismas cifras empezando por el final.

«Access denied»
, parpadeaba la pantalla. De repente, su abuela apareció en la puerta.

—¿Qué han dicho? —preguntó, apoyándose en el marco.

Halvor se sobresaltó y se enderezó.

—No mucho. Solo hicieron algunas preguntas.

—¡Pero esto es horrible, Halvor! ¿Por qué ha muerto?

El joven la miró enmudecido.

—Eddie dijo que la encontraron en el bosque, junto a la laguna de la Serpiente.

—Pero ¿por qué murió?

—No me lo han dicho —susurró—. Me olvidé de preguntárselo.

Sejer y Skarre se habían apoderado de la sala de formación del barracón que había detrás de los Juzgados. Echaron las cortinas y apagaron casi todas las luces. Habían rebobinado la cinta hasta el principio. Skarre estaba preparado, con el mando a distancia en la mano.

El aislamiento sonoro de ese anexo construido tan deprisa, como una solución de emergencia, no era muy bueno. Oían sonar los teléfonos y cerrarse las puertas, voces, risas y coches que pasaban bramando. Un borracho aullaba en el patio. Y sin embargo, los sonidos llegaban atenuados, como un reflejo de que el día se estaba acabando.

—¿Qué diablos es eso?

Skarre se inclinó hacia delante.

—Alguien corriendo. Parece la atleta Grethe Waitz. Podría ser la maratón de Nueva York.

—Tal vez se haya equivocado de vídeo.

—Seguro que no. ¡Para!, creo que he visto islotes y escollos.

La imagen saltó de un lado para otro durante algún tiempo hasta que se quedó quieta y aparecieron dos mujeres en biquini, tumbadas sobre un monte pelado.

—La madre y Sølvi —dijo Sejer.

Sølvi estaba tumbada de espaldas con una rodilla doblada. Llevaba las gafas de sol sujetas en el pelo, tal vez para evitar círculos blancos alrededor de los ojos. La madre estaba parcialmente tapada por un periódico. Junto a ellas había revistas, cremas de sol, termos, varias toallas grandes de baño y un radiocasete.

La cámara ya había enfocado bastante tiempo a las dos adoradoras del sol. La lente buscó una playa más abajo, donde una chica entraba andando por la derecha. Llevaba una tabla de surf sobre la cabeza y se dirigía hacia el agua, parcialmente oculta a la cámara. No andaba de manera provocativa, caminaba exclusivamente con el fin de llegar, y no redujo la velocidad cuando el agua le cubrió las rodillas. Se oía el rumor de las olas, que eran bastante fuertes, y de repente la voz del padre:

—¡Vamos Annie, sonríe!

Ella prosiguió sin inmutarse, cada vez más adentro, ignorando la petición. Pero luego acabó volviéndose, no sin algún esfuerzo bajo el peso de la tabla. Durante unos instantes miró a Sejer y a Skarre. El viento hacía bailar sus cabellos rubios alrededor de las orejas, una sonrisa le iluminó por un instante la cara. Skarre miró esos ojos grises y notó cómo se le ponía la piel de gallina, mientras seguía con la vista a esa muchacha de piernas largas desplazándose entre las olas. Llevaba un bañador negro de los que utilizaban las nadadoras, con una cruz arriba en la espalda, y un chaleco salvavidas azul.

—Esa tabla no es de principiantes —murmuró Skarre.

Sejer no le contestó. Annie se adentraba cada vez más en el mar. Por fin se detuvo y consiguió subirse a la tabla. Agarrando la vela con manos firmes, encontró por fin el equilibrio. Luego la tabla dio un giro de ciento noventa grados y cogió velocidad. Los hombres estaban callados mientras Annie se alejaba cada vez más surcando las olas como un gran velero. El padre la seguía con la cámara. Ellos eran los ojos del padre. La veían como él veía a su propia hija a través de la lente. Se esforzaba por mantener la cámara quieta; debía evitar temblar con el fin de hacer los honores a la tabla de surf. A través de las imágenes, los dos policías sintieron su orgullo, ese orgullo que el padre debió de haber sentido por ella. Ella estaba en su elemento. No parecía tener miedo a caerse y acabar en el agua.

De repente desapareció y pudieron ver una mesa puesta con mantel de flores, platos, vasos, cubiertos pulidos, y flores silvestres en un jarrón. Chuletas, salchichas y beicon en una tabla. La barbacoa al rojo vivo. El sol se reflejaba en las botellas de Coca-Cola y agua mineral. Sølvi de nuevo, con minifalda y la parte de arriba del biquini, recién maquillada; la señora Holland con un decoroso vestido de verano. Y finalmente Annie, de espaldas, con bermudas azul marino. De repente se volvió hacia la cámara, una vez más a petición de su padre. La misma sonrisa, un poco más amplia esta vez, mostrando sus hoyuelos e indicios de finas venas azules en el cuello. Sølvi y la madre charlaban al fondo, se oía el sonido de cubitos de hielo. Annie se estaba sirviendo Coca-Cola. Se volvió lentamente otra vez, con una botella en la mano, y preguntó a la cámara:

—¿Coca-Cola, papá?

La voz era sorprendentemente profunda. La siguiente imagen mostraba la cabaña por dentro. La señora Holland estaba junto al banco de cocina partiendo una tarta.

«Coca-Cola, papá.» La voz era cortante, y sin embargo suave. Annie había querido a su padre. Se notaba en aquellas tres cortas palabras; revelaban ternura y respeto, eran transparentes, al igual que un vaso a través del cual se aprecia la diferencia entre una limonada y un vino tinto. La voz tenía profundidad y calor. Para su padre, Annie era la niña de sus ojos.

El resto de la película pasó titilando. Annie y su madre jugando al badminton, sin aliento, con un viento demasiado fuerte, estupendo para hacer surfing, terrible para la pelota de pluma. La familia reunida en torno a la mesa dentro de la cabaña, jugando al Trivial Pursuit. Un imagen de cerca del tablero mostraba claramente quién iba ganando, pero Annie no presumía de ello. Generalmente no decía gran cosa, eran Sølvi y la madre las que hablaban sin parar: Sølvi con una voz dulce y frágil; la de la madre, más grave y ronca. Skarre soltó una larga bocanada de humo y se sintió más viejo que en mucho tiempo. La película titilaba de nuevo y de repente emergió un rostro rubicundo con la boca abierta de par en par. Un tenor impresionante llenó la habitación.


Nessun dorma
—dijo Konrad Sejer, y se levantó pesadamente.

—¿Cómo dices?

—Luciano Pavarotti. Canta a Puccini. Deja el vídeo en el archivo.

—Era buena haciendo surfing —concluyó Skarre solemnemente.

A Sejer no le dio tiempo a contestar. El teléfono los interrumpió. Skarre lo descolgó, a la vez que cogía un bloc y un bolígrafo. Lo hizo automáticamente. Tenía una fe firme en tres cosas: meticulosidad, entusiasmo y buen humor. Sejer iba leyendo conforme Skarre anotaba: Henning Johnas, Krystallen, número cuatro. A las doce cuarenta y cinco. La tienda de Horgen. Moto.

—¿Puede acercarse a la comisaría? —preguntó Skarre con voz febril—. ¿No? Entonces iremos a su casa. Es un dato muy importante. Gracias, y hasta ahora.

Colgó.

—Uno de los vecinos, un tal Henning Johnas, que vive en el número cuatro. Acaba de llegar a casa y enterarse de lo de Annie. La cogió en la rotonda ayer y la dejó en la tienda de Horgen. Dice que allí había una moto esperándola.

Sejer volvió a sentarse.

—La misma moto que vio Horgen. Halvor tiene una moto —dijo pensativo—. ¿Por qué no puede venir ese hombre hasta aquí?

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