No mires atrás (14 page)

Read No mires atrás Online

Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

BOOK: No mires atrás
4.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Papá! —gritó Raymond—. ¿Qué estás haciendo?

—Nada, nada. Buscaba la dentadura.

—Siéntate. Vas a romperte las piernas.

El viejo llevaba medias elásticas, y por encima de ellas se veían las rodillas, hinchadas como dos pálidos bollos con manchas hepáticas que parecían pasas.

Raymond lo ayudó a meterse en la cama y le alcanzó la dentadura. El viejo evitó la mirada de Sejer y dirigió la vista al techo. Sus ojos eran descoloridos, con pupilas minúsculas, enmarcadas por cejas anchas y espesas. Se colocó la dentadura. Sejer se acercó y se situó frente a él mientras miraba por la ventana, que daba al patio delantero y a la carretera. Las cortinas estaban echadas y solo permitían que entrara un poco de luz.

—¿Desde aquí puede ver lo que pasa en la carretera? —preguntó Sejer.

—¿Es usted policía?

—Sí. Tiene una buena vista desde aquí, si corre las cortinas.

—Nunca lo hago. Excepto cuando hace mal tiempo.

—¿Ha visto por aquí algún coche desconocido o alguna moto?

—Alguna vez. Coches de la policía, por ejemplo. Y ese trineo de Papa Noël que lleva usted.

—¿Y gente caminando?

—Excursionistas. Se empeñan en subir a la colina para recoger piedrecitas. O ver esa laguna podrida. Por cierto, está llena de cadáveres de ovejas. Bueno, cada loco con su tema.

—¿Conocía usted a Annie Holland?

—Conozco a su padre de cuando tenía el taller. Solía dejar el coche cuando algo no le funcionaba.

—¿Usted regentó el taller?

El viejo se tapó con el edredón y asintió con la cabeza.

—Tenía dos hijas. Rubias, guapas.

—Annie Holland ha muerto.

—Lo sé. Leo los periódicos, como la mayoría de la gente.

Señaló un montón de periódicos que había en el suelo debajo de la mesilla, junto con otra cosa de un papel más chillón y más brillante.

—Anoche vino un señor a hablar con Raymond. ¿Lo vio usted?

—Solo oí murmullos ahí fuera. Puede que Raymond no sea muy rápido —dijo en tono cortante—, pero no tiene ni pizca de maldad. ¿Lo entiende usted? Es tan dócil que se le puede llevar atado con una hebra de lana. Siempre hace lo que se le manda.

Raymond asentía una y otra vez con la cabeza, mientras se rascaba la tripa.

Sejer captó la mirada clara del viejo.

—Lo sé —admitió en voz baja—. ¿Así que los oyó usted murmurar? ¿No le pudo la curiosidad y corrió un poco la cortina?

—No.

—No es usted muy curioso, ¿verdad?

—Cierto, no lo soy. Nosotros nos ocupamos de nosotros, no de los demás.

—Y si le digo que existe una mínima posibilidad de que ese hombre esté implicado en el asesinato de la hija de Holland, ¿comprendería usted la gravedad del asunto?

—Pues sí, pero no miré por la ventana; estaba leyendo el periódico.

Sejer observó la pequeña habitación y sintió un escalofrío. No olía muy bien: al padre seguramente le funcionaba mal el riñón. El cuarto necesitaba ventilación y una buena limpieza, y al viejo habría que darle un baño caliente. Dijo adiós y salió al aire fresco, inspirando profundamente. Raymond lo siguió y se quedó de pie con los brazos cruzados, mientras Sejer se acomodaba tras el volante.

—¿Has arreglado el coche, Raymond?

—Papá dice que necesita una batería nueva. Y ahora no tengo dinero. Cuesta más de cuatrocientas coronas. Casi nunca conduzco por las carreteras —se apresuró a añadir.

—Muy bien. Métete en casa, tienes frío.

—Sí —dijo tiritando—. Y he regalado mi anorak.

—Pues no deberías haberlo hecho, ¿no crees? —exclamó Sejer.

—Me sentí obligado —dijo en un tono triste—; estaba allí tumbada, sin nada encima….

—¿Cómo?

Sejer lo miró asombrado. ¡El anorak que cubría el cadáver era de Raymond!

—¿La tapaste? —dijo.

—No llevaba nada de ropa —contestó el joven, dando patadas a la tierra con la zapatilla.

Pensó que la chica estaba pasando frío y que alguien debía taparla. Esos pelos rubios tal vez fueran pelos de conejo. Raymond masticaba caramelos. Sejer lo miró a los ojos. Eran ojos de niño, claros como el agua de un manantial, pero su musculatura era considerable. Su cabeza no cesaba de moverse.

—Fue muy amable por tu parte —dijo, observándolo muy de cerca—. ¿Hablaste con ella?

Raymond lo miró asombrado, y su mirada angelical fue desapareciendo poco a poco, como si intuyera la proximidad de una trampa.

—¡Pero si dijiste que estaba muerta!

Más tarde, cuando Sejer se hubo marchado, Raymond salió sigilosamente de la casa y echó un vistazo dentro del garaje. Cesar estaba en un rincón, debajo de un viejo jersey de lana, y aún respiraba.

Skarre acabó sus rutinas e informes con una pluma Microball número 05. Sonrió satisfecho y tarareó unas estrofas de «Jesus on the line». La vida no estaba mal, y un caso de homicidio era en realidad mucho más emocionante que un atraco a mano armada. Pronto llegaría el verano. Y allí estaba el jefe, saludándolo con un gran helado de cucurucho. Apartó los papeles y cogió el helado.

—El anorak que cubría parte del cadáver pertenece a Raymond —dijo Sejer.

Skarre se sorprendió tanto que se le cayó el helado.

—Pero dice que se lo puso al volver a casa, después de haber acompañado a Ragnhild; y le creo. La tapó porque estaba desnuda. Llamé a Irene Album, y Ragnhild insistió en que el anorak no estaba cuando ellos llegaron a la laguna. Pero sí es su anorak, así que tendremos que vigilarlo. Le expliqué que no podríamos devolvérselo enseguida y se quedó tan perplejo que le prometí una chaqueta vieja que tengo en casa y que nunca me pongo. ¿Y tú? ¿Has encontrado algo interesante? —preguntó por fin.

—He visitado a todos los vecinos de Annie. En general son buena gente, pero hay muchas multas por exceso de velocidad en esa calle —informó Skarre, retirando el papel del helado mientras Sejer se lamía las fresas del labio superior—. De veintiuna casas, ocho tienen una o más multas por exceso de velocidad. Revientan todas las estadísticas.

—Es que tienen un largo camino hasta el trabajo —explicó Sejer—. Trabajan en la ciudad o en el aeropuerto. No hay trabajo en Lundeby, ¿sabes?

—Ya, pero aun así se comportan como locos en la carretera. También he encontrado otra cosa. Mira esto. —Hojeó unos papeles y señaló—: Knut Jensvoll, Gneisveien ocho. El entrenador de balonmano de Annie. Cumplió una condena por violación. Dieciocho meses en la prisión de Ullersmo.

Sejer se inclinó y miró.

—Habrá logrado mantenerlo en secreto. Así que no menciones nada de esto cuando vayamos a hablar con él.

Skarre asintió y chupó el helado.

—Tal vez tengamos que interrogar a todo el equipo de balonmano. Puede que ese tío haya intentado algo con alguna de las chicas. ¿Qué tal te ha ido? ¿Traes detallados dibujos del coche sospechoso?

Sejer gimió y sacó los dibujos del bolsillo interior.

—Ragnhild dice que el cofre portaesquís era una barca. Y el de Raymond tiene mucha gracia —añadió en voz baja—. Pero lo más interesante es un excursionista que se detuvo delante de la casa del muchacho anoche, y que al parecer logró convencerle de que el coche era rojo.

Puso el dibujo sobre la mesa y se lo acercó a Skarre.

Este abrió unos ojos como platos.

—¿Cómo? ¿Fue capaz de explicar…?

—Algo entre medias —dijo Sejer lacónicamente—, con gorra. No me atreví a agobiarle mucho; se pone enseguida nervioso.

—A esto lo llamo yo rapidez.

—Yo lo llamo más bien atrevimiento —replicó Sejer—. De hecho, estamos hablando de una persona que sabe quién es Raymond. Sabe que ellos lo vieron, y tenía que asegurarse de qué fue exactamente lo que vieron. De manera que debemos centrarnos en el coche. ¡Ese tipo tiene que estar muy cerca, demonios!

—Pero eso de plantarse delante de la casa de Raymond es bastante arriesgado. ¿Alguien más lo vio?

—He preguntado por las casas. Nadie lo vio. Si llegó por la colina, la casa de Raymond es la primera, y se ve poco desde la granja de abajo.

—¿Y el viejo?

—Oyó murmullos fuera y no sintió la tentación de correr la cortina.

Comieron el helado en silencio.

—¿Debemos olvidarnos de Halvor y de la moto?

—En absoluto.

—¿Cuándo vamos a traerlo aquí?

—Esta noche.

—¿Por qué esperar hasta entonces?

—Esto está más tranquilo por la noche. Por cierto, hablé con la madre de Ragnhild mientras la niña iba dejando pruebas cristalinas en el bloc de dibujo. Sølvi no es hija de Holland. Y al padre biológico se le ha negado el derecho a las visitas debido seguramente a borracheras y violencia.

—Pero Sølvi tiene veintiún años, ¿no?

—Ahora sí. Pero ha habido años de dolorosos conflictos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que ese tipo ha vivido, en cierta manera, la experiencia de perder a una hija. Ahora su ex mujer, con la que mantiene una relación tensa, tendrá esa misma experiencia. Tal vez quisiera vengarse. Bueno, es solo una idea.

Skarre silbó por lo bajo.

—¿Quién es él?

—Eso vas a averiguarlo tú en cuanto acabes el helado. Y luego te pasas por mi despacho. Si lo encuentras, nos pondremos en marcha inmediatamente.

Sejer se marchó. Skarre marcó el número de teléfono de Holland, y chupó el helado mientras esperaba.

—No quiero hablar de Axel —dijo la señora Holland—. Estuvo a punto de destrozarnos la vida, y después de muchos años hemos logrado por fin quitárnoslo de encima. Si yo no hubiera ido a los tribunales, él habría conseguido arruinar la vida de Sølvi.

—Solo quiero su nombre y dirección. Es simple rutina, señora Holland. Hay mil cosas acerca de ese tipo que tenemos que comprobar.

—Jamás ha tenido nada que ver con Annie. ¡Gracias a Dios!

—El nombre, señora Holland.

La mujer cedió por fin:

—Axel Bjørk.

—¿Tiene usted más datos?

—Lo tengo todo. Su número de carnet de identidad y también sus señas, si es que no se ha mudado. Ojalá lo haya hecho. Vive demasiado cerca. A solo una hora en coche.

Se iba encolerizando conforme hablaba.

Skarre tomó nota y le dio las gracias. Luego volvió a encender el ordenador para buscar a Bjørk, mientras pensaba en lo poco eficaz que resultaba la protección a la intimidad de las personas; tan solo una lona transparente tras la que resultaba imposible esconderse. Encontró al hombre sin muchos esfuerzos y comenzó a leer.

—¡Hostia! —exclamó dirigiendo una mirada de disculpa hacia el cielo.

Luego pulsó «imprimir» y se reclinó en la silla. Cogió la hoja, la leyó una vez más y cruzó el pasillo en dirección al despacho de Sejer. El inspector jefe estaba delante del espejo con una manga de la camisa remangada, rascándose el codo.

—Me he dejado la pomada en casa —murmuró.

—Aquí está. Tiene antecedentes, claro —dijo Skarre, que se sentó poniendo la hoja sobre la mesa.

—Bueno, vamos a ver. Bjørk, Axel, nacido en 1948.

—Policía —dijo Skarre en voz baja.

Sejer no reaccionó. Seguía leyendo y asintió lentamente con la cabeza.

—Ex policía. Bueno, tal vez no te apetezca venir.

—Pues claro que sí. Pero resulta un poco fuerte, ¿verdad?

—No somos mejores que los demás, ¿no crees, Skarre? Tendremos que escuchar también la versión del hombre. Puedes contar con que será diferente a la de la señora Holland. De modo que deberemos ir hasta Oslo. Al parecer trabaja por turnos, lo que significa que tenemos posibilidades de encontrarlo en casa.

—Sognsveien cuatro está en Adamstuen. Es ese edificio rojo que hay junto a la parada del tranvía.

—¿Tan bien conoces aquello? —preguntó Sejer asombrado.

—Trabajé de taxista en Oslo durante dos años.

—¿Hay algo que no hayas hecho?

—Nunca me he tirado en paracaídas —contestó Skarre estremeciéndose.

Skarre demostró los conocimientos adquiridos en su época de taxista dirigiendo a Sejer por el camino más corto: entraron por Skøyen, giraron a la izquierda por la calle Halvdan Svartes, pasaron por el parque Vigeland, subieron por Kirkeveien y bajaron por Ullevål. Aparcaron en lugar prohibido delante de una peluquería y encontraron el nombre de Bjørk en la tercera planta. Llamaron a la puerta y esperaron. Nadie contestó. Una mujer apareció por la puerta contigua, haciendo ruido con un cubo y una fregona.

—Ha ido a la tienda —dijo—, o eso creo porque salió con botellas vacías en una bolsa de plástico. Suele comprar en Rundingen, justo aquí al lado.

Le dieron las gracias y salieron. Se sentaron en el coche a esperar. Rundingen era una pequeña tienda de ultramarinos con tantos carteles rosas y amarillos en el escaparate que resultaba difícil ver el interior. La gente entraba y salía, la mayoría mujeres. Cuando Skarre hubo fumado un cigarrillo con la ventanilla abierta y el brazo fuera, apareció un hombre vestido con una gruesa camisa canadiense y zapatillas de deporte. A través de la ventana abierta oyeron el tintineo de las botellas que llevaba en la bolsa. El tipo era de complexión fuerte y muy alto, aunque no lo parecía tanto porque andaba cabizbajo y con una hosca mirada clavada en la acera. No se fijó en el coche.

—Sin duda podría tratarse de un antiguo colega. Espera a que doble la esquina, luego sal y comprueba si entra en el edificio.

Skarre esperó, abrió la puerta y dobló rápidamente la esquina. Luego dejaron pasar dos o tres minutos antes de volver a subir.

El rostro de Bjørk en la puerta entornada era un manojo de músculos, nervios e impulsos que cambió de expresión varias veces en el transcurso de unos segundos. Primero esa cara relajada y neutral que no espera nada, con una mezcla de curiosidad. Luego, al descubrir el uniforme de Skarre, un rápido salto en la memoria con el fin de explicarse ese ser uniformado delante de su puerta, lo que había leído en el periódico sobre el cadáver en la laguna, y finalmente su propia historia, los nexos, y lo que habrían pensado. La última expresión, la que quedó fijada en su rostro, era una sonrisa mordaz.

—Bueno —dijo, abriendo la puerta del todo—, si no llegáis a aparecer, habría perdido todo el respeto por la investigación actual. Adelante. ¿Se trata del maestro y su aprendiz?

Ignoraron el comentario y entraron tras él en un pequeño vestíbulo donde el olor a alcohol era notorio.

El piso de Bjørk era muy moderno, con un salón espacioso y una habitación, además de una pequeña cocina que daba a la calle. Los muebles no hacían juego unos con otros, como si hubieran sido rescatados de distintas salas de estar. En la pared, sobre un antiguo escritorio, colgaba la foto de una niña. Tendría unos ocho años. El pelo era más oscuro, pero los rasgos no habían cambiado demasiado con el paso de los años. Era Sølvi. En una esquina había un lazo rojo fijado al marco.

Other books

Nowhere to Run by Franklin W. Dixon
Harry's Game by Seymour, Gerald
Unknown by LaNayia Cribbs
Ghosts & Gallows by Paul Adams
Flash Virus: Episode One by Steve Vernon
Exercises in Style by Queneau, Raymond
Before We Fall by Courtney Cole
Act of Treason by Vince Flynn