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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (17 page)

BOOK: No mires atrás
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—Tampoco lo sabían sus padres. —Movió la cabeza, incrédulo—. Si lo hubieran sabido, lo habrían dicho, ¿no crees? ¿Es posible que ella no se hubiera dado cuenta?

—Naturalmente, tendrás que averiguar si visitó a algún médico y si lo sabía. Pero debe de haber tenido dolores en el abdomen, al menos durante la regla. Se entrenaba muy duramente. Tal vez tuviera tantas endorfinas circulando por el cerebro que ni notara el dolor. Pero lo cierto es que estaba acabada. Dudo que hubieran podido salvarla. El cáncer de hígado es muy complicado. —Señaló hacia la camilla, donde la cabeza y los pies de Annie se perfilaban claramente bajo la sábana—. En todo caso habría muerto dentro de unos cuantos meses.

Esa información hizo perder a Sejer por completo el hilo del motivo de su visita. Tardó un minuto en ordenar sus ideas.

—¿Debo contárselo a sus padres?

—Eso tendrás que decidirlo tú. Te preguntarán qué he encontrado.

—Será como perderla por segunda vez.

—Así es.

—Se reprocharán por no haberlo descubierto.

—Probablemente.

—¿Y qué pasa con su ropa?

—Impregnada de barro, excepto ese anorak que os mandé. Pero llevaba un cinturón con hebilla de latón.

—¿Sí?

—Una gran hebilla en forma de media luna con ojo y boca. El laboratorio encontró huellas dactilares en ella. Dos distintas. Unas eran de Annie.

Sejer cerró los ojos con fuerza.

—¿Y las otras?

—Desgraciadamente no están completas, poca cosa.

—¡Maldita sea! —murmuró Sejer.

—Seguro que él ha tenido algo que ver en esto. Pero la huella al menos servirá para excluir. Ya es algo, ¿no crees?

—¿Y la marca que tenía en la nuca? ¿Puedes saber si era diestro?

—No, no puedo. Pero visto que Annie estaba en forma, no pudo tratarse de un enclenque. Tuvo que haber una pelea. Me sorprende que ella siga tan entera.

Sejer suspiró y se levantó.

—Supongo que ya no está tan entera.

—Sí que lo está. Puedes comprobarlo si quieres. Soy un artesano y no hago chapuzas.

—¿Cuándo me darás el informe por escrito?

—Te llamarán. Puedes enviar a ese joven de pelo rizado. ¿Y tú? ¿Has encontrado algo?

—No —contestó Sejer con aire sombrío—. Nada. No veo ninguna razón por la que alguien quisiera matar a Annie Holland.

Tal vez Annie eligiera el título de una canción como clave. Por ejemplo, esa melodía de flauta que tanto le gustaba y que se llamaba «La canción de Annie».

Halvor meditaba y jugueteaba delante de la pantalla. Había dejado la puerta de la habitación entornada por si su abuela lo llamaba. A la mujer no le quedaba ya mucha voz, y levantarse del sillón era una laboriosa tarea cuando la atormentaba el reuma. Halvor apoyó la barbilla en las manos y miró fijamente la pantalla:
«Access denied». «Password requiered.»
En realidad tenía hambre. Pero, como tantas otras cosas, en ese momento el hambre era algo secundario.

Sentado en la comisaría, Sejer leía un grueso montón de hojas densamente escritas y grapadas en una esquina. Aparecían las letras OdB, que significaban «Orfanato de Bjerkeli». La infancia de Halvor era una lamentable historia. Su madre, una mujer frágil, pasaba la mayor parte del tiempo quejándose en la cama, con los nervios a flor de piel y una batería de tranquilizantes cada vez mayor a su alcance. No aguantaba la luz ni los sonidos agudos. Los niños no debían llorar ni hacer ruido.

Ciertamente Halvor había pasado lo suyo, pensó Sejer. Decía mucho en su favor que conservase un trabajo fijo y encima cuidase de su abuela.

Halvor iba tecleando los títulos de distintas canciones conforme los iba recordando. Las palabras
«Access denied»
aparecían constantemente, al igual que una mosca que uno cree ya muerta, pero que vuelve a zumbar una y otra vez. Había repasado todas las posibles claves numéricas que se le iban ocurriendo, todos los cumpleaños posibles, incluso el número de chasis de la bicicleta de Annie, que había encontrado en la llave de repuesto que le guardaba en un frasco. Tenía una DBS Intruder, y había insistido en que la llave de repuesto la guardara él. Por cierto, tendría que devolvérsela a Eddie. Tecleó la palabra «Intruder» en la pantalla.

Los problemas de alcohol del padre y los frágiles nervios de la madre habían marcado a la familia durante muchos años. Halvor y su hermano vagaban por la casa, procurándose ellos mismos comida y bebida cuando había. El padre solía salir a beber, gastando al principio su sueldo y luego el dinero del subsidio. Algunos buenos vecinos ayudaban en lo que podían discretamente, a espaldas del padre, que con los años se iba volviendo más violento. De vez en cuando repartía alguna bofetada que otra, bofetadas que luego se convirtieron en puñetazos. Los chicos se acurrucaban el uno junto al otro y se encerraban en sí mismos, cada vez más delgados y más callados.

Annie no elegiría una clave de números, pensó Halvor. Era chica, y seguro que había inventado algo más romántico. Era más probable que se tratara de una combinación de palabras. Se imaginó dos o tres palabras, posiblemente palabras con un significado profundo y simbólico. O un nombre, claro, pero ya los había probado casi todos, incluso el nombre de la madre de Annie, aunque sabía que ella jamás habría elegido precisamente ese nombre. Y también tecleó el nombre del padre de Sølvi, Axel Bjørk, y el de su perro, Aquilles
. «Access denied.»

Halvor tenía las manos estrechas y los dedos finos. No eran gran cosa para oponer resistencia a un furibundo borracho incontrolado al borde del precipicio. Haber tenido que luchar contra ese padre debió de haber sido terrible. Los dos hermanos aparecían regularmente en Urgencias con moratones y lesiones causadas por golpes, y la famosa mirada suplicante que decía: «Soy bueno. No me pegues». Solían pelearse con los chicos de su calle, se habían caído por la escalera y de la bicicleta, pero protegían a su padre. El hogar les agotaba, pero resultaba seguro. La alternativa era el orfanato o un hogar provisional, y la posibilidad de que los separaran. Halvor se desmayaba constantemente en el colegio debido a la desnutrición y a la falta de sueño. Él era el mayor, y el pequeño recibía la mayor parte de la comida.

Halvor pasó a los libros que sabía que Annie había leído, y de los que hablaba a menudo. Títulos, personajes, cosas que estos habían visto. Tenía tiempo de sobra. Se sentía muy cerca de Annie mientras hacía eso. Encontrar la clave sería como volver con Annie. Tenía la sensación de que ella lo acompañaba en la búsqueda y de que tal vez le diera una pista cuando llevara ya bastante tiempo en ello. Pensó que su mensaje llegaría en forma de recuerdo, de algo que ella había dicho alguna vez, algo que él había almacenado en su cerebro, y que aparecería cuando profundizara lo suficiente. Cada vez se acordaba de más cosas. Era como quitar capa tras capa de telaraña, y encontrar algo detrás de cada una de ellas: una acampada, un paseo en bicicleta, o alguna película. Habían ido al cine muy a menudo. Y la risa de Annie. Una risa grave, casi masculina. Su mano fuerte cuando le daba una palmada en la espalda diciendo: «¡Déjalo, Halvor!», de una forma muy especial, cariñosa y amonestadora a la vez. Otras formas de caricias no eran frecuentes.

Cada vez que Protección de Menores anunciaba su visita, el padre tomaba algún tranquilizante, ordenaba y sentaba al pequeño sobre sus rodillas. Era muy fuerte y capaz de ofrecer un aspecto completamente fiable, lo que hacía que las asustadizas tontuelas de Protección de Menores retrocedieran inmediatamente. La madre sonreía débilmente bajo la manta. El pobre Torkel tenía que cargar con toda la responsabilidad cuando ella estaba enferma, y los niños estaban en una edad difícil, de manera que las señoras se retiraban, se marchaban con el asunto sin resolver. Todos se merecían una nueva oportunidad. Halvor pasaba la mayor parte del tiempo cuidando de su madre y de su hermano pequeño. Nunca podía hacer los deberes, pero sacaba buena notas a pesar de todo, de modo que no era tonto. Con el tiempo, el padre perdió la noción de la realidad. Una noche irrumpió en la habitación en la que dormían los dos hermanos. Aquella noche, como tantas veces, el pequeño dormía en la cama de Halvor. El padre llevaba un cuchillo, Halvor lo vio brillar en su mano. Oyeron a la madre lloriquear asustada en la planta de abajo. De repente notó en la sien el agudo dolor del cuchillo, se echó hacia un lado y el cuchillo le partió la mejilla en dos, hasta la comisura de los labios, donde chocó contra sus muelas. Los ojos de su padre de repente pudieron ver de nuevo, ver la realidad, la sangre sobre la almohada y al pequeño gritando. Bajó corriendo por la escalera, salió de casa y se escondió en la leñera. La puerta se cerró de golpe.

Halvor se rascó la comisura de la boca con una uña afilada, y de repente se acordó del entusiasmo de Annie por el libro
El mundo de Sofía
. Y como se llamaba Annie Sofie, tecleó el título del libro. Le pareció una clave muy inteligente. Pero tampoco era la que ella había pensado, porque nada ocurrió. Todo continuaba igual. La tripa seguía haciéndole ruidos, y un incipiente dolor de cabeza le latía en la sien.

Sejer y Skarre cerraron el despacho y bajaron por el pasillo. Los chicos estuvieron a gusto en el Orfanato de Bjerkeli. Halvor entabló buenas relaciones con un sacerdote católico que de vez en cuando visitaba la institución. Al mismo tiempo acabó noveno. El más pequeño fue trasladado a un hogar provisional, y Halvor se quedó solo. Por fin optó por irse a vivir con su abuela paterna. Estaba acostumbrado a cuidar de alguien. Sin esa tarea su vida carecía de sentido.

—No me explico cómo esa gente consigue ser normal a pesar de todo —dijo Skarre.

—No sabemos exactamente cómo es Halvor —dijo Sejer en un tono seco—. Aún está por ver, ¿no crees?

Skarre asintió avergonzado mientras jugueteaba con las llaves del coche.

Halvor notó que el dolor de cabeza iba en aumento. Por fin se había hecho de noche. Su abuela llevaba mucho tiempo sola y a él le escocían los ojos de tanto mirar la pantalla oscilante. Continuó un rato más, pero ya no tenía ni idea de cuáles eran sus posibilidades de hallar la clave de Annie, ni qué encontraría si el archivo se abriera de repente. Tal vez Annie tuviera un secreto. Tenía que averiguarlo, disponía de tiempo de sobra. Por fin se levantó, un poco reacio, en busca de algo que comer. Dejó la pantalla encendida y se fue a la cocina. La abuela estaba viendo la guerra civil estadounidense en la tele y había tomado partido por los hombres de uniforme azul, porque le gustaban más. Además, opinaba que los hombres de uniforme gris hablaban un dialecto muy feo.

Skarre conducía lenta y suavemente. Por fin había entendido la aversión del jefe por la velocidad, y además la carretera era muy mala. Estaba destrozada por las heladas, era estrecha y tenía muchas curvas. Todavía hacía frío, como si alguien hubiera secuestrado el verano en algún otro sitio, reteniéndolo con pretextos. Los pájaros, arrepentidos de haber regresado al lugar, estaban sentados bajo los arbustos. La gente había dejado ya de echarles semillas. Al fin y al cabo ya no había nieve. Pero sí una costra dura y seca en la que nadie dejaba huellas.

Halvor echó cereales en un cuenco y añadió abundante azúcar. Se lo llevó a la sala de estar y quitó el tapete de ganchillo de la mesa de comedor para no mancharlo. La cuchara le temblaba en la mano. Su nivel de azúcar en sangre estaba en el mínimo y le zumbaban los oídos.

—Un negro ha empezado a trabajar en la Cooperativa —dijo su abuela de repente—. ¿Lo has visto, Halvor?

—Ahora se llama Kiwi. La Cooperativa desapareció. Sí, se llama Philip.

—Habla el dialecto de Bergen —dijo la abuela dubitativa—. No me gusta que un chico con esa pinta hable el dialecto de Bergen.

—Pero es de Bergen —dijo Halvor, chupando la cuchara—. Nació y se crió allí. Sus padres son de Tanzania.

—Sería mejor que hablara su propio idioma.

—El dialecto de Bergen es su idioma. Además, no entenderías ni una palabra si hablara en suahili.

—Pero me asusto cada vez que abre la boca.

—Ya te acostumbrarás.

Esas eran sus conversaciones. Por regla general estaban de acuerdo. La abuela lanzaba su última preocupación y Halvor la captaba sencillamente, sin problemas, como si se tratara de un avión de papel mal hecho que había que doblar de nuevo.

El coche se acercaba. Desde lejos, la casa parecía poco hospitalaria. Una foto aérea habría revelado su solitaria situación, como si quisiera esconderse del resto del pueblo, a cierta distancia de la carretera, medio oculta por matorrales y árboles. Ventanas pequeñas en lo alto de la pared. Paredes de madera gris descolorida. El patio delantero parcialmente tapado por malas hierbas.

A través de la ventana del cuarto de estar, Halvor vio una luz débil. Oyó un coche y se manchó la barbilla de leche. Los faros iluminaron la penumbra de la sala. Al poco rato estaban en la puerta observándolo.

—Necesitamos hablar contigo —le dijo Sejer amablemente—. Tendrás que venir con nosotros, pero acaba primero tu cena.

Halvor no tenía más apetito. La verdad era que había pensado que no lo dejarían así como así. Fue despacio a la cocina y lavó cuidadosamente el cuenco bajo el grifo. Luego pasó un momento por su habitación para apagar la pantalla, murmuró algo al oído de su abuela y siguió a los policías. Tuvo que sentarse solo en el asiento de atrás y eso no le gustó; le traía recuerdos.

—Intento formarme una imagen de Annie —empezó Sejer—, de quién era y de cómo vivía. Quiero que me cuentes qué clase de persona era, qué hacía y qué decía cuando estabais juntos. Necesito saber qué pensaste o imaginaste cuando se apartó de su entorno y sobre lo sucedido en la laguna de la Serpiente. Todo, Halvor.

—No tengo ni idea.

—Alguna idea te habrás formado.

—He pensado un montón, pero no logro averiguar nada.

Silencio. Halvor estudió el protector del escritorio de Sejer, que era un mapamundi, y buscó el punto aproximado donde él vivía.

—Formabas una parte importante del paisaje de Annie —prosiguió Sejer—, y estoy intentando dibujar un mapa de las regiones por las que ella se movía.

—¿Ah, sí? ¿A eso se dedica usted? —dijo Halvor secamente—. ¿A dibujar mapas?

—¿Se te ocurre algo mejor?

—No —se apresuró a contestar.

—Tu padre está muerto —dijo Sejer de repente, obervando detenidamente ese joven rostro que tenía ante él. Halvor notaba la abrumadora presencia del hombre como una tensión en la habitación que le absorbía todas las fuerzas, sobre todo cuando se miraban a los ojos. Por eso permanecía cabizbajo.

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