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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (16 page)

BOOK: No mires atrás
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—En realidad es bastante sencillo —dijo el encargado—. Primero se coloca al muerto en el horno dentro del ataúd. Tenemos ataúdes especiales para la incineración. Todo es de madera, hasta los asideros. Te lo digo para que no creas que sacamos al muerto y lo metemos en el horno sin ataúd. Aunque supongo que ya lo sabías; casi todos hemos visto películas americanas —señaló sonriendo.

Holland asintió y volvió a cerrar las manos.

—El horno es bastante grande. Aquí tenemos dos. Funcionan con electricidad y producen una poderosa llama. La temperatura sube a unos dos mil grados.

Sonrió al aire, como queriendo absorber un par de débiles rayos de sol.

—Todo lo que el muerto lleva dentro del ataúd acaba en el horno. Incluso objetos o joyas que en un principio no arden, y luego se mete todo en la urna. Los marcapasos, clavos y similares se quitan antes. En cuanto a los metales nobles habrás oído decir que acaban en otros lugares. Pero no debes pensar en ello —dijo con determinación—. No debes. —Se estaban acercando a la puerta del crematorio—. Los huesos y los dientes se muelen en un molino hasta convertirlos en un polvo fino, casi arenoso, grisáceo.

Cuando el hombre mencionó lo del molino, Eddie pensó en los dedos de Annie. Esos dedos finos y delgados con la pequeña sortija de plata… Dobló asustado sus propios dedos dentro de los bolsillos.

—Vamos siguiendo el proceso para ver en qué fase se encuentra. El horno tiene puertas de cristal. Al cabo de dos horas aproximadamente, todo queda convertido en un pequeño montón de ceniza menuda, mucho más pequeño de lo que la gente se imagina.

¿Seguir el proceso para ver en qué fase se encuentra? ¿A través de la puerta de cristal? ¿Podían ver lo que había dentro…? ¿Ver a Annie quemándose?

—Si quieres, puedo enseñarte los hornos.

—¡No, no!

Apretó los brazos contra el cuerpo e intentó desesperadamente mantenerlos quietos.

—Esta ceniza es muy limpia, casi lo más limpio que existe. Es como una arena fina. Antiguamente se utilizaba en medicina, ¿lo sabías? Se untaban con ella los eccemas, por ejemplo, y se obtenían buenos resultados, y también se podía comer. Contiene sales y minerales. La colamos dentro de la urna. Te voy a enseñar una para que veas el aspecto que tiene. Puedes elegir la urna porque existen varios modelos, pero tenemos un modelo estándar que es el que elige la mayoría. Se cierra, se sella y luego se baja a la sepultura a través de un estrecho conducto. A esta ceremonia la llamamos la colocación de la urna.

Abrió la puerta a Holland, quien entró primero en el oscuro edificio.

—No es más que una aceleración del proceso. Más limpio, de alguna manera. Todos volveremos a ser polvo, pero en los entierros normales es un proceso muy largo. Tarda unos veinte años. A veces treinta o cuarenta, según el tipo de suelo. Esta región es muy arenosa y arcillosa.

—Me gusta —dijo Holland en voz baja—, eso de volver a ser polvo.

—¿Verdad que sí? Algunos prefieren ser lanzados al viento. Desgraciadamente, en nuestro país está prohibido. Tenemos reglas muy severas sobre eso. Según la ley, todo el mundo debe reposar en tierra bendecida.

—Tampoco eso es tan malo —dijo Holland, aclarándose la garganta—, pero esas imágenes que vienen a la mente… cuando uno intenta imaginarse cómo es… Si estás bajo tierra, es que vas a pudrirte. Y eso no suena muy bien. Pero luego está lo de quemarse.

Pudrirse o quemarse, pensó. ¿Qué elegir para Annie?

Se detuvo un instante, sintiendo que las rodillas estaban a punto de traicionarle, pero siguió caminando, animado por la paciencia del otro.

—Hay algo en eso de ser quemado —continuó reflexionando Holland— que me hace pensar en… bueno, ya sabes…, en el infierno. Y cuando me imagino a la niña…

Se detuvo en seco y se fue sonrojando poco a poco. El encargado permaneció quieto durante un rato, hasta que por fin le dio una palmadita en el hombro y dijo en voz baja:

—¿Acaso vas a decidir por tu hija?

Holland inclinó la cabeza.

—Es algo que debes tomar muy en serio. De alguna manera es una responsabilidad doble. No es fácil, en absoluto —añadió moviendo lentamente la cabeza—. Y hay que tomarse el tiempo necesario. Si eliges la incineración, tendrás que afirmar por escrito que ella jamás dijo ni una palabra en contra, pero si tiene menos de dieciocho años tú puedes decidir por ella.

—Tiene quince —contestó Holland.

El encargado cerró los ojos unos segundos. Luego siguió andando.

—Ven conmigo hasta la capilla —susurró—, te enseñaré una urna.

Iba guiando a Holland mientras bajaban por la escalera. Una mano invisible se había posado sobre ellos excluyendo al resto del mundo. Uno se inclinaba ligeramente sobre el otro: el encargado con el fin de transmitir su presencia; Holland para recibir el calor del hombre. Las rugosas paredes de la capilla estaban encaladas. Al pie de la escalera había una gran maceta de flores, y un Cristo afligido los miraba desde una cruz en la pared. Eddie recapacitó. Notó que las mejillas iban recobrando su color normal y se sintió seguro.

Las urnas estaban colocadas junto a la pared. El encargado bajó una y se la alcanzó a Holland.

—Toma, puedes tocarla. ¿Está bien, verdad?

Holland tocó la urna e intentó imaginarse que Annie reposaba en sus brazos en ese momento. Parecía metal, pero sabía que estaba hecha de un material biodegradable, y además la notaba caliente entre las manos.

—Ahora ya sabes cómo es; no te he ocultado nada.

Eddie Holland pasó los dedos por la urna dorada. Reposaba cómodamente en su mano, como si tuviera el peso adecuado.

—La urna es permeable, de modo que el aire de la tierra pueda entrar y acelerar el proceso, porque también esta urna desaparecerá. Hay algo misterioso y grandioso en el hecho de que todo desaparezca, ¿verdad? —El hombre sonrió solemnemente—. Y nosotros también, y esta casa, y la carretera asfaltada de fuera. Y sin embargo —prosiguió, apretando con firmeza el brazo de Eddie—, me gusta pensar que nos espera algo más. Algo diferente y emocionante. ¿Por qué no?

Holland lo miró asombrado.

—Y por fuera ponemos una etiqueta con su nombre —concluyó.

Holland asintió. Notó que permanecía de pie. El tiempo seguiría transcurriendo, minuto a minuto. Sintió que había saboreado algo del dolor, que había caminado un minúsculo trecho del camino junto a Annie. Se había imaginado las llamas y el rugido del horno.

—Pondrá Annie —dijo emocionado—. Annie Sofie Holland.

Cuando Eddie Holland llegó a casa, encontró a su mujer inclinada sobre el fregadero de la cocina limpiando patatas. Seis patatas. Dos para cada uno. No ocho, como era habitual. Parecía tan poco… El rostro de ella seguía rígido, tal como se le había puesto en el momento en el que se inclinó sobre la camilla del Hospital Central y el médico levantó la sábana. Esa expresión permanecía en su cara, como una máscara que no podía quitarse.

—¿Dónde has estado? —preguntó con voz inexpresiva.

—He estado pensando —dijo Holland con prudencia—. Creo que debemos incinerar a Annie.

Ada soltó la patata y lo miró.

—¿Incinerar?

—He pensado —dijo Eddie tranquilamente— en que alguien… la ha tocado. Es como si le hubieran dejado una marca. ¡Y quiero borrarla!

Se inclinó pesadamente sobre la encimera de la cocina con una mirada suplicante. Eddie Holland no solía suplicar.

—¿Qué clase de marca? —preguntó Ada indolentemente volviendo a coger la patata—. No podemos incinerar a Annie.

—Simplemente necesitas tiempo para acostumbrarte a la idea —dijo Eddie, esta vez en un tono un poco más alto—. Es una hermosa costumbre.

—No podemos incinerar a Annie —repitió Ada, mientras seguía limpiando la patata—. Han llamado de la oficina del fiscal y han dicho que no podemos incinerarla.

—Pero ¿por qué? —gritó Eddie, retorciendo las manos.

—Por si tienen que volver a sacarla cuando encuentren al que lo hizo.

Bardy Snorrason puso una mano bajo la manivela de acero y sacó a Annie de la pared. El cajón se deslizó casi sin ruido sobre unos rieles convenientemente engrasados. No vinculó el cadáver de esa joven a su propia vida o a su propia muerte o a la muerte de sus hijas. Ya no lo hacía. Tenía buen apetito y dormía bien por las noches. Y como él trataba la muerte y la desgracia ajena con el máximo respeto, contaba con que sus sucesores hicieran lo mismo con su cuerpo cuando le llegara la hora. Durante los treinta años que llevaba ejerciendo de forense nada le había dado motivos para dudarlo.

Tardó dos horas en repasar todos los puntos. Reconocía el cuadro conforme iba trabajando. Los pulmones estaban abigarrados como huevos de pájaro, y al apretarlos salía una espuma entre rojiza y amarillenta de las superficies seccionales. Había abundante sangre en el cerebro y hemorragias en forma de rayas en los músculos de la garganta y del pecho, que mostraban que la joven había hecho enormes esfuerzos por respirar. Grabó sus notas, expresiones escuetas y breves, incomprensibles para los no entendidos, en un dictáfono. Posteriormente su ayudante las traduciría a una terminología más apropiada para un informe escrito. Cuando lo hubo repasado todo, volvió a colocar la parte de arriba del cráneo, estiró por encima la piel, enjuagó bien todo el cuerpo y rellenó el tórax vacío con papel de periódico arrugado. Luego lo cerró, cosiéndolo. Tenía mucha hambre. Sintió que necesitaba comer antes de empezar con el siguiente. En la sala de descanso le esperaban cuatro rebanadas de pan con salami y un termo de café. A través del cristal rugoso de la puerta vio de repente una figura que se detuvo y permaneció inmóvil un instante, como si quisiera dar la vuelta y marcharse. Snorrason se quitó los guantes y sonrió. No conocía a muchos que fuesen tan altos.

Sejer tuvo que agacharse ligeramente para entrar. Echó una mirada sin interés hacia la camilla donde yacía Annie, envuelta en una sábana. Por encima de los zapatos se había puesto los forros obligatorios de plástico, que solían ser de colores pastel y que parecían bolsas de un aspecto muy gracioso.

—Acabo de terminar —dijo Snorrason—. Ahí está.

Esta vez Sejer miró el cadáver colocado sobre la camilla con más interés.

—Qué suerte para mí.

—Depende.

El médico se lavó las manos desde los codos hacia abajo, se restregó la piel y las uñas durante varios minutos con un cepillo rígido, y terminó enjuagándolos durante el mismo tiempo. Luego se secó con el papel que salía de un soporte en la pared, cogió una silla y la empujó hacia el inspector.

—No había mucho que encontrar.

—No me desanimes tan pronto. Algo tiene que haber.

Snorrason reprimió la sensación de hambre y se sentó.

—No me corresponde a mí decidir el valor de los hallazgos. Pero por lo general solemos encontrar algo. Sin embargo, ella parece intacta.

—Probablemente el tío actuó deprisa y con fuerza. Y después le quitó la ropa.

—Probablemente. Pero no han abusado de ella. No es virgen, pero no han abusado sexualmente de ella, ni tampoco ha recibido otra clase de malos tratos. Simple y llanamente se ahogó. Y luego le quitaron la ropa, delicada y decentemente; no falta ni un botón de la camisa, todas las costuras están enteras. Tal vez él habría querido, pero se asustó por algo, o tal vez le faltó valor, o fuerza, o lo que fuera.

—O tal vez solo quiere hacernos creer que es un violador.

—¿Por qué iba a pretender algo así?

—Para ocultar sus verdaderos motivos. Puede significar que detrás hay algo que tal vez podría ser detectado, que no se trata de un acto impulsivo cometido por un perturbado. Además, la chica debe de haber ido con él voluntariamente. Lo que significa que lo conocía, o que le causó buena impresión. Y si no he entendido mal, no era fácil impresionar a Annie Holland.

Sejer se desabrochó un botón de la chaqueta y se inclinó sobre la mesa.

—Vamos. Cuéntame lo que has encontrado.

—Joven de quince años —empezó Snorrason, predicando como un cura—. Un metro setenta y cuatro de estatura, sesenta y cinco kilos de peso, un mínimo de grasa, pues la mayor parte de la grasa ha sido transformada en músculo por un duro entrenamiento, tal vez demasiado duro para una chica de quince años. Deberían tranquilizarse un poco a esa edad, pero supongo que no es fácil si ya estás en ello. De modo que tenía los músculos muy desarrollados, más que muchos chicos de su misma edad. Su capacidad pulmonar era muy buena, lo que indica que tardó mucho en perder el conocimiento.

Sejer miró el desgastado suelo de linóleo y descubrió que el dibujo se parecía mucho al de su cuarto de baño.

—¿Cuánto dura en realidad? —preguntó en voz baja—. ¿Cuánto tiempo tarda una persona adulta en ahogarse?

—De dos a diez minutos; depende de su condición física. Si era tan buena como creo, lo más probable es que tardara cerca de diez.

Cerca de diez minutos, pensó Sejer. Multiplicado por sesenta son seiscientos segundos. ¡Las cosas que podían hacerse en diez minutos! Darse una ducha, comer…

—Tiene los pulmones agrandados. Si reaccionó como suele reaccionar la gente, tomaría dos respiraciones profundas al sumergirse, lo que en francés se llama
respiration de surprise
, y luego cerraría la boca hasta perder el conocimiento. Por eso penetraron en sus pulmones cantidades limitadas de agua. En el cerebro y en la médula he encontrado diatomeas, un tipo de algas de silicio, de valores bajos, es verdad, pero la laguna no estaba muy contaminada. La causa de la muerte es, pues, ahogamiento.

»No tenía ninguna cicatriz causada por intervenciones quirúrgicas, ninguna malformación, lunares o tatuajes, ninguna alteración de la piel. El color de pelo era el suyo, llevaba las uñas cortas y sin pintar, ninguna partícula de interés excepto fango. Dientes muy bonitos. Un solo empaste de plástico en una muela inferior.

»Ni rastro de alcohol u otras sustancias químicas en la sangre. Ninguna marca de inyecciones. Había comido bien ese día, pan y leche. Ninguna irregularidad en el cerebro. Jamás ha estado embarazada. Y además… —de repente suspiró, clavando su mirada en Sejer—, jamás lo habría estado.

—¿Cómo? ¿Por qué no?

—Tenía un tumor enorme en el ovario izquierdo con metástasis en el hígado. Maligno.

Sejer se quedó mirándolo fijamente.

—¿Estás diciéndome que estaba gravemente enferma?

—Sí. ¿Y tú me estás diciendo que no lo sabías?

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