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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

No pidas sardina fuera de temporada (17 page)

BOOK: No pidas sardina fuera de temporada
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—¿Qué le ha pasado? —oí que preguntaba.

Y Clara, casi mordiendo las palabras, y en voz muy alta para darme a entender que estaba hablando conmigo, dijo:

—No lo sé. No le conozco de nada. Yo pasaba por aquí, y le he visto…

Me lo estaba diciendo a mí.

—¿Has sido tú quien ha llamado por teléfono?

—No.

«¡Clara, no me dejes ahora, por favor!»

Me tomaban el pulso. Seguro que lo notarían alterado. En todo caso, las marcas de los golpes que me había propinado el
Pantasma
eran lo bastante auténticas como para que me creyeran desmayado. Y, además, la lluvia que me empapaba y el barro. Entre una cosa y otra, supongo que daba pena.

Me cogieron por los sobacos y los pies. Me tendieron en la camilla.

«¡Un momento!», quería gritar yo. «Un momento, tengo que hablar con la chica…» Pero no podía decir nada. Ya me subían a la ambulancia. «¿Es que la vendo yo, la heroína? ¿Qué te he hecho yo, Clara? ¿Es que hubieras preferido no saberlo? ¿Vivir con los ojos cerrados? ¿No tener que ser la encubridora de tu padre?»

Ya cerraban las puertas y Clara no se había sentado a mi lado.

—¡Clara! —grité, sin poder evitarlo.

El enfermero que estaba conmigo me puso la mano en el pecho.

—Eh, está consciente…

La ambulancia salió disparada, alejándome de Clara.

—¿Me oyes, chico? ¿Puedes oírme? ¿Dónde te duele?

Yo sabía dónde me dolía. Vaya si lo sabía. Me dolía el estómago, por ejemplo, donde se me había formado un nudo; me dolía la garganta, y la lengua de mordérmela; me dolía Clara. Pero eso no podía decírselo porque no me habría entendido. En realidad, ni yo mismo entendía que una cosa así pudiera hacer tanto daño.

De modo que, sin abrir los ojos, me concentré en mi papel y seguí murmurando tonterías.

—Clara… Clara y oscura… Y grandeeeee… Y lejana…

—Corre —dijo el enfermero a mi lado—. Está delirando el pobre chico. Creo que le han dado una buena paliza…

—… No me peguéis más… —gemía yo—. Seré bueno… No lo haré más…

—Tranquilo, chaval, tranquilo…

Tenía la sensación de que la ambulancia iba demasiado despacio, de que los otros ganarían la carrera y llegarían antes a la cabecera de la cama de Elías.

—¡Corre… corre…! —deliré.

—¡Corre, corre! —deliró el enfermero—. ¡Corre o se nos queda!

Imaginé que «quedarse» era una expresión de uso en los hospitales para indicar que un paciente estiraba la pata, de modo que lo aproveché.

—¡Que me quedo! —dije—. ¡Que me quedo!

El conductor se lanzó a una carrera vertiginosa, hacia la autopista, zigzagueando para esquivar a los demás vehículos, con la sirena a todo volumen y el pie del acelerador clavado contra la chapa del vehículo.

Me sentía un poco culpable del ansia provocada en aquellos muchachos, y me sabía mal que arriesgasen sus vidas (y la mía, de paso), pero eso, al lado del miedo de haber perdido para siempre a Clara, era una emoción marginal.

Noté que habíamos llegado a la ciudad por una serie de frenazos y acelerones salvajes.

Poco después, mucho antes de lo que calculaba, antes de que hubiera podido preguntarme qué haría a continuación, nos colábamos en el hospital por el túnel de urgencias.

Puertas que se abrían y se cerraban, manos que tiraban de la camilla y me llevaban hasta la luz blanca. Me ponían en otra camilla, me empujaban hacia un interior que olía a medicinas y desinfectante. Tuve miedo de que me llevaran al quirófano para operarme de alguna cosa.

—¿Qué tiene? —preguntaba alguien.

—Le han dado una paliza —explicaba el enfermero—. Delira.

—Posible traumatismo craneal —dijo alguien, muy profesional, como un médico de la tele—. Le haremos un
scanner…

No sé qué dijeron que me harían, pero ya no pude soportar más el pánico. Me incorporé de un salto en la camilla y grité:

—¡Avisen a la policía! ¡Unos hombres disfrazados de médicos quieren matar a Elías Gual, en la UVI!

Nadie llegó a entender demasiado bien mi mensaje, porque, apenas me levanté, uno de los enfermeros se puso a chillar como si hubiera visto al Conde Drácula levantándose de la tumba, y una enfermera se sumó al grito y dejó caer una bandeja llena de instrumental médico que hizo muchísimo ruido. Y yo comprendí que tendría que apañármelas solo si no quería perder todo el tiempo ganado dando explicaciones. Salté de la camilla y eché a correr.

—¡Un delincuente juvenil…! —gritaba alguien a mis espaldas, como dando a entender que, si al menos fuera un delincuente adulto, la cosa tendría cierta categoría pero que, a mi edad, vergüenza debería darme.

Se oyó una voz que decía:

—¡Eh, tú, dónde vas!

El grupo que me perseguía se hacía más y más numeroso por momentos. Y creo que yo no habría corrido más si todas aquellas batas blancas que me perseguían hubieran sido sábanas de fantasmas.

Yo seguía la flecha: hacia la UVI.

Subí escaleras, esquivé sillas de ruedas, resbalé a lo largo de pasillos encerados, zigzagueé entre médicos que pretendían cortarme el paso, salté por encima de muletas y piernas enyesadas que pretendían ponerme la zancadilla, siempre con el objetivo de las siglas UVI.

Dos batas blancas también seguían la flecha, delante mío. Reconocí a Asunción por los tacones de aguja. Iba con el Moreno de Nieve, y llevaba un cuaderno grande recién comprado para dar una imagen de eficiencia. El Moreno de Nieve aún daba el pego, con sus rizos y sus aires modernos, pero ella parecía Rocío Jurado contra-tada para actuar en «Centro Médico».

—¡¡¡Son ellos!!! —grité.

Moreno de Nieve y Asunción se volvieron tratando de aparentar dignidad, supongo que pensando decir: «¿Nosotros? Perdonen, creo que se confunden…»

Pero la dignidad y los razonamientos no sirven de nada cuando el culpable descubre que se le vienen encima veinte o treinta empleados de hospital desbocados.

La culpabilidad estalló con toda la evidencia del mundo.

Los de bata blanca no querían comerse a nadie. En todo caso, sólo a mí. Pero, de pronto, se vieron agredidos por una enfermera que se defendía de ellos golpeándoles con un bolso dentro del cual era evidente que se escondía un ladrillo.

Al segundo bolsazo, los que me perseguían se olvidaron de mí y se dedicaron a los peligrosísimos impostores disfrazados con batas blancas.

Yo vi parte de los acontecimientos desde la barrera, sintiendo que había dejado de ser protagonista para pasar a simple espectador.

Unos cuantos intentaban sujetar a Asunción cuando el Moreno de Nieve se lanzó sobre un abuelo en su silla de ruedas y le amenazó con una aguja hipodérmica.

—¡Quietos! ¡Atrás! —gritó—: ¡Atrás, atrás! ¡Esta jeringuilla está cargada con potasio! Ya sabéis lo que le pasará al viejo si le inyecto, ¿verdad?

Ya había metido la pata. A la policía le gustaría saber qué hacía en un hospital con una jeringuilla cargada de potasio; y su enfermera con un ladrillo en el bolso.

No me quedé hasta el final del
show.
Cuando estaba en la parte más emocionante, incluso con ribetes de comedia italiana, recordé que, aparte de salvar a Elías, tenía otra cosa que hacer.

También quería hablar con él.

La flecha me guió por escaleras, rellanos y pasillos por donde me crucé con mucha gente que corría en dirección contraria, al reclamo de la jarana. Llegué a un pasillo muy largo, al final del cual había una ventana de cristal rectangular y una puerta, también de cristal, de doble batiente.

UVI, decía en la puerta.

Antes de entrar, miré por la ventana. Sólo pretendía asegurarme de que no me toparía con ningún médico o ninguna enfermera interesados en saber qué hacía allí.

Entonces vi a Elías. Sentí un escalofrío espeluznante y tuve que hacer un esfuerzo físico para atreverme a empujar aquella puerta y entrar.

Nunca había estado en una UVI. No había visto nunca enfermos como aquéllos, conectados a máquinas y frascos de suero. Parecía que bastaría con tropezar con alguno de aquellos tubos para robarle el último aliento a cualquiera de aquellos desgraciados. Era espantoso verles, intensamente pálidos bajo una luz cruda que les hacía la piel casi transparente. Ni vivos ni muertos, parecían hallarse en un estado intermedio ajeno a este mundo. Era como avanzar por un escenario de ciencia-ficción.

De los tres ingresados, dos parecían estar en coma. Elías dormía. Me detuve a su lado, sintiendo un nuevo estallido de rabia contra quienes le habían hecho aquello a mi compañero.

—Elías, Elías. ¿Me oyes? —susurré, tocándole la espalda con un dedo—. ¡Elías!

Con un ojo miraba aquel rostro vendado y lleno de moratones y, con el otro, el pasillo, al otro lado de la ventana, controlando que no se presentara ninguna enfermera. Como acostumbra a ocurrir en estos casos, me vinieron muchas ganas de orinar.

—¡Elías, jopé! —alcé la voz, impaciente.

Uno de los otros enfermos refunfuñó, provocándome un susto de mil demonios.

Elías abrió los ojos como si los párpados le pesaran toneladas.

—Soy yo —le dije—.
¡Flanagan,
Juan, Anguera, el
Anguila…
!

Frunció las cejas, mirándome en la penumbra, como exclamando: «Cuánta gente me ha venido a ver.» Por fin, consiguió enfocar la mirada.


Flanagan…
—la voz apenas si le salía de la garganta.

—La foto —dije excitado—. La foto del
Pantasma.
¿Dónde está?

—¿La foto?

—Sí, la del chantaje, la del
Pantasma.
¿Recuerdas que dijiste que me la darías…?

—La foto… —murmuró, con lengua de trapo—. La tienes tú,
Flanagan,
la tienes tú…

—¿Que la tengo yo?

No hubo respuesta. Muy satisfecho de haber recibido mi visita, cerró los ojos y se durmió de nuevo.

—Eh —dije—. No hay derecho. ¡Eh…!

Me pareció oír ruido en el pasillo. Me estaba poniendo enfermo de los nervios. No podía quedarme allí un minuto más. Corrí hacia la ventana, miré afuera. No se veía a nadie, pero se oían voces.

Salí corriendo. Volando. Un ascensor me llevó al aparcamiento subterráneo.

Desde allí, no recuerdo cómo, pude salir a la calle.

Entré en el metro y me derrumbé en un asiento libre del primer tren sin hacer caso de la señora gorda que me miraba acusadora esperando que se lo cediera.

Nunca en la vida me había sentido tan chafado. Todo yo era un crisol de emociones demasiado intensas. Clara («No lo sé. No le conozco. Yo pasaba por aquí»), un fracaso. Mi investigación, otro fracaso. La imagen de Elías malherido materializándose horriblemente («¿Qué te creías, Juan, que esto era un juego donde los muertos y los heridos lo eran de mentirijillas?»), su enigmático mensaje (parecía que se había especializado en dejarme mensajes enigmáticos antes de caer inconsciente o dormido), el hecho de saber que el
Pantasma
vendía la droga que le daba el
Lejía…

… Todo junto me formó un nudo en la garganta, y tuve que apretar los dientes para no echarme a llorar.

La gente me miraba. Me di cuenta de que llevaba las manos sucísimas de sangre y barro, heridas y magulladas por un correazo del
Piter
y por el golpe de la ventana que me pilló los dedos. Y llevaba también trozos de esparadrapo pegados a la piel de los antebrazos. Mientras me los despegaba, me preguntaba qué ocurriría a continuación, y la primera respuesta fue: «Mamá te echará una mano por haberte ensuciado tanto.»

Volvía a llover con cierta intensidad cuando salí del metro, en el barrio. O quizás había estado lloviendo así todo el rato y yo no me había dado cuenta. No había tenido tiempo para fijarme en aquellas minucias.

Me encaminé hacia casa, atemorizado por la perspectiva de toparme con alguno de los amigos del
Lejía
por el camino. Volvía a notar el temblor en las piernas y aquellas palpitaciones tan y tan fuertes.

En un escaparate vi que tenía la cara llena de sangre, consecuencia de uno de los golpes que me había propinado el
Pantasma.

Cuando llegué a casa, me deslicé hacia el interior, agachado entre la parroquia, confiado en pasar desapercibido.

—¿Qué te has hecho, Juan? —preguntó mi padre, que servía café a los últimos clientes que habían terminado de comer.

—He resbalado en el barro y me he caído —dije, manteniéndome de espaldas a él.

—Y como te ha gustado, has aprovechado para revolearte un poco, ¿no?

—Sí, papá —dije.

Eché a correr escaleras arriba, hacia el piso. Me encerré en el cuarto de baño y me aseé tanto como me fue posible.

Pili llamó a la puerta.

—Juan —dijo en un susurro cómplice—. Aquí hay algo para ti.

Abrí la puerta.

—¿Qué es?

—Ven —dijo.

La seguí a su habitación. Ella cerró la puerta con mucho misterio y sacó un sobre de entre las páginas de un atlas.

Un sobre de papel de embalar. Un poco arrugado. Con mi dirección, sello y timbre de correos.

Se me paralizó la respiración. «La foto la tienes tú», me había dicho Elías. Ahora lo entendía. ¡Acorralado como estaba, consideró que lo más seguro era hacérmela llegar por vía postal! Cerca de
La Tasca
había un buzón. Un buzón que yo mismo había utilizado como escondite.

Me temblaban las manos mientras sacaba la foto del sobre. Era en blanco y negro, como las demás. Había sido tomada entre árboles, desde un escondite en algún parque de la ciudad. Las ramas eran sombras borrosas en primer término, pero lo más importante estaba perfectamente enfocado.

Se veía al
Pantasma,
vaya si se le veía.

Miraba hacia el objetivo como si hubiera oído un ruido, pero su expresión no era la de haber descubierto a nada o a nadie. Caso de que lo hubiera hecho, se habría puesto frenético, porque tenía los pantalones bajados y se le veían las piernas, delgadas y nudosas.

También se le veía aquella parte del cuerpo a la que él debía llamar, cuando estaba de broma, «la sardina».

Y en la foto también aparecía un niño, no mayor que yo.

Por fin, todo tenía sentido.

Elías siguiendo al
Pantasma,
Ramblas abajo, fotografiándole a escondidas en la Boquería y caminando entre las prostitutas y merodeando por los locales de máquinas tragaperras. Es sabido que esos locales son territorio de caza para los aficionados a los menores. Me imaginaba al
Pantasma
haciéndose un grupo de amiguitos, chavales dejados de la mano de Dios que harían cualquier cosa a cambio de unas monedas. Y veía claramente al
Lejía
diciéndole al
Pantasma:
«Si no quieres que todos se enteren de tu vicio, tendrás que distribuir caballo entre tus amigos.»

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