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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

No pidas sardina fuera de temporada

BOOK: No pidas sardina fuera de temporada
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Dentro de la atmósfera turbulenta de un suburbio barcelonés en el que abundan las pandillas de marginados y delincuentes juveniles, un adolescente aficionado a la investigación privada, se ve envuelto en un extraño caso. Sin embargo su punto inicial es bastante simple: un alumno que repite su tercer año y que, de improviso, aprueba con gran brillantez todos los exámenes. Pero cuando el joven detective empieza a husmear, surgen las sorpresas: peleas, chantajes, persecuciones…

Atrapado en esta maraña peligrosa, el investigador aficionado demostrará ser digno de codearse con los mejores detectives profesionales.

Finalista del Premio Joaquim Ruyra de 1986. Es fruto de la colaboración entre un psicólogo -Andreu Martín- que ha destacado como autor de novelas policíacas, y un periodista -Jaume Ribera- que escribe guiones de cómics y cuentos de humor y terror publicados en diversas revistas.

Andreu Martín

Jaume Ribera

No pidas sardina fuera de temporada

ePUB v1.0

Noonesun
14.06.12

Título original:
No demanis llobarro fora de temporada

Andreu Martín y Jaume Ribera, 1988.

Traducción: Andreu Martín y Jaume Ribera

Diseño/retoque portada: ORKELYON

Corrección de erratas: Namb

ePub base v2.0

1

Se precisa despacho económico

Pili, mi querida hermanita y secretaria, asomó por entre el montón de cajas de cerveza en el preciso instante en que Jorge Castell empezaba a subirse por las paredes.

—¿Quinientas pelas? —se quejaba—. ¿Me estás diciendo que tengo que pagar quinientas pelas sólo por leer estos papelotes? ¡Pero si antes cobrabas doscientas…!

—La inflación —expliqué, manteniendo la calma—. Exceso de demanda. Hay mucha gente interesada en saber cosas de Clara. Además, cuando has venido ya sabías que los precios habían subido.

—¡Pero si no pretendo hablar con ella! ¡Si sólo quiero leer los papeles…!

—M-mh —hice, aproximadamente. Y miré a Pili, que esperaba cargada de paciencia.

—La María Gual —anunció.

Puse cara de desastre. Lo que faltaba.

—Que espere —dije.

—No tardes mucho. Ya sabes cómo es —contestó ella, antes de cerrar la puerta.

En el inciso, Jorge Castell había tenido una revelación:

—¿…Y si voy a ver a Clara y le hablo de la existencia de este informe? —sugirió amenazante.

—¿Y si yo voy a ver a los de primero de BUP y les digo quién fue el chivato que le dio al Chepas los nombres de los que atascaron los wateres la semana pasada? —sugerí yo.

Cambió de táctica. Probó a hacerse la víctima.

—Escucha,
Flanagan,
a mí me dan trescientas pelas cada semana… Me estás pidiendo casi lo de dos semanas… Y tú no tienes más que estar sentado ahí y parar la mano…

—¡Para el carro, tío! —le corté, un poco harto ya, quitando los pies de encima de la mesa— Si ahora estoy aquí sentado y paro la mano es porque antes estuve gastando suelas y haciendo el ridículo días y días para redactar este informe. ¡Ni te imaginas la de peripecias que tuve que pasar para averiguar la talla del sujetador de Clara!

A Jorge Castell se le pusieron los ojos como platos.

—¿El informe habla de la talla del sujetador que usa Clara? —preguntó, alucinado.

—Y de su marca preferida. Sí —sonreí tentador, vendiendo mi producto—. Y de muchas cosas más…

—¿Y a mí qué me importa cuál sea su marca preferida de sujetador? ¿Qué saco con enterarme?

—¡Saber cómo desabrocharlo llegado el momento, atontado!

Jorge Castell se puso rojísimo. Su cara se convirtió en una caldera a punto de reventar. De un momento a otro se le saltarían los ojos y por los agujeros saldrían chorros de vapor que nos nublarían el despacho.

—Pero…, pero si yo… sólo quiero… Si no quiero ni hablar con ella, sólo pretendo… Había pensado que…

—Quinientas pelas —dije, implacable.

—¿De qué más habla, aparte del sujetador…?

—Quinientas pelas.

Refunfuñó un poco y, con un suspiro de resignación, de persona que se deja timar para evitar discusiones, depositó un billete azul sobre la mesa. Lo escamoteé hábilmente y saqué de un cajón el expediente
Clara Longo Pella.
Antes de pasárselo, le di las últimas instrucciones:

—Está terminantemente prohibido tomar notas. Tienes un cuarto de hora. Ni un minuto más…

Jorge Castell se abalanzó sobre el informe sediento de emociones fuertes. Allí encontraría todo lo que se podía (y lo que no se podía) saber sobre Clara, la chica más espléndida del colegio. Allí encontraría una relación de sus horarios y actividades, las horas de entrada y salida de su casa, las aficiones de fin de semana, los ratos de ocio que le quedaban, la dirección del terreno que su padre tenía en una urbanización de la costa, la profesión de su padre, el humor de su padre, las preferencias de su padre y sus propias preferencias en materia de música (iba de
heavy,
la nena: AC/DC, Iron Maiden, Scorpions), cine (Mad Max, Conan el Bárbaro, Aliens), actores (Mickey Rourke), colores (el negro), bebida (el schweppes con una gota de alcohol), comida (hamburguesas), la lista de los pretendientes que la habían rondado desde principios de curso, una minuciosa biografía y un sinfín de datos muy útiles para quien pretendiera ligar con ella. Como la talla del sujetador, por ejemplo.

Yo pasé al otro lado del montón de cajas de cerveza y llamé a Pili, que estaba pasando a máquina el informe de uno de sus últimos trabajos (la búsqueda del perro de Antonia Soller).

—Vigílale, Pili. Dentro de quince minutos le echas.

—Hola,
Flanagan
—dijo María Gual, muy mimosa.

Vista de lejos, María Gual engaña. Uno podría pensar que es una chica normal, incluso un poco atractiva, a pesar de sus ropas
tecno
que te hacen pensar en el Festival Mundial del Circo. De cerca, sin embargo, no hay error posible. Ojos pequeños y mezquinos que se entrecierran para escrutarte con la certeza de que no tienes nada mejor que hacer en la vida que conspirar para perjudicarla. Una nariz pequeña para meterla donde no la llaman sin que nadie se dé cuenta. La boca, como un resorte: tensa y apretada mientras escucha, se dispara por sorpresa en una voz estrepitosa cuando considera llegado el momento de imponer su opinión.

Me mosqueó el tono que había utilizado para saludarme. No hacía mucho habíamos tenido una discusión, y aquella chica no era de las que perdonan y olvidan. La verdad es que, desde entonces, cada vez que entro en clase o en mi despacho, espero que se me caiga encima un cubo de agua helada.

—Me debes pasta —le dije.

—No te debo nada —contestó ella, sin perder la sonrisa. Más bien se le acentuó.

—Sí que me debes. Me encargaste que averiguase la identidad del anónimo admirador que te enviaba poesías románticas…

—¡No, señor!

No permití que me cortara…

—… Creías que era
El Guaperas,
de segundo de BUP, y yo descubrí que se trataba de
El Plasta,
de séptimo. A ti te sentó como una patada en el culo y decidiste no pagarme…

—No señor —insistió ella, horrorizada porque yo lo había dicho todo a gritos, para que lo oyeran la Pili y Jorge Castell—. Yo te dije: «Averigua si esto lo ha escrito
El Guaperas…»
¡Y como no había sido
El Guaperas,
no tengo por qué pagarte!

¿Cómo se puede razonar con una persona que llega impunemente a conclusiones de este tipo?

—Tienes que pagarme. Quinientas pelas. Precio especial.

—¿Precio especial? ¡Pero si quedamos en trescientas!

—Precio especial para morosos. ¿Tienes las quinientas o no?

—Ahora no.

—En ese caso, si no es para pagarme, ¿a qué has venido?

—Para hablar de negocios —adoptó un aire interesante—. ¿Tenemos que quedarnos aquí? ¿No podemos ir a otro sitio?

Siempre he respetado el deseo de intimidad de mis clientes. Como sea que no podíamos pasar al despacho, donde Jorge Castell amortizaba sus quinientas pelas, le dije a María que saliéramos. Atravesamos el bar de mis padres…

—¿Ya has hecho los deberes, Juanito? —dijo mi madre, como si el único objetivo de su vida fuera humillarme y hundir para siempre mi carrera de duro investigador privado.

… Salimos a la calle, paseando por la acera. No me entusiasmaba la idea de que alguien pudiera verme con María Gual, pero el negocio es el negocio.

—Bien… —dije, animándola a hablar.

—Vamos a ser socios —anunció ella.

Me paré en seco, escrutándola entre ceja y ceja.

Jopé, lo que me faltaba por oír, ¿qué ha dicho?, ahora sí que ya me puedo morir, ¿yo socio de María Gual?, a esta chica le patinan las neuronas, ¿María Gual asociada conmigo? Eso no me lo repites en la calle, ¿María Gual y yo socios?, no me hagas reír, que tengo el labio partido, pero, ¿he oído bien lo que has dicho?, pero, ¿te das cuenta de lo que acabas de decir, tía?

Hice un esfuerzo para que mi rostro expresase con claridad mis sentimientos.

Ella me miró fijamente y dijo:

—¿Qué te parece la idea?

—Mal. Muy mal —aclaré.

Eso hizo que se desbocara. Su voz se volvió desagradablemente aguda y una riada de argumentos se me vino encima antes de que pudiera encontrar una trinchera lo bastante profunda como para protegerme.


Flanagan,
tú sabes que me gusta mucho cómo te lo has montado…

Oh, claro que le gustaba. Y no era la única. En este barrio no sobra la pasta, y cada cual hace lo que puede para buscarse la vida. Hay quien ayuda en la tienda de sus padres, quien hace de canguro de sus hermanos o de los hijos de los vecinos, quien hace de recadero del súper, quien lleva cafés a la Textil, quien limpia parabrisas en los semáforos y también quien roba y quien vende lo que no debería vender.

Yo me lo monto de sabueso.

Se cumple un año desde que llevo la empresa con Pili, y nos va sobre ruedas.

Desde entonces no he tenido que pedir pasta para mis gastos a mis padres, y me he podido comprar un buen magnetofón para grabar conversaciones y una buena cámara fotográfica para conseguir pruebas documentales.

Es un trabajo difícil, creedme, siempre expuesto a que te acusen de chivato o de cosas peores. Mi norma es no hablar nunca con la autoridad: ni con policías, ni con profes. Considero que se las han apañado muy bien sin mí durante mucho tiempo, y que pueden continuar muchos años sin mi colaboración. De todas formas, mi trabajo mosquea al personal: hay mucha gente a la que no le gusta los entrometidos, y yo lo soy, y profesional. Más de una vez lo he tenido crudo, y en un par de ocasiones me he enterado de que me buscaban para calentarme. No obstante, hasta ahora, me las he apañado. Los que se sentían amenazados han comprobado que vivo y dejo vivir, y los profes que querían saber cuáles eran mis verdaderas intenciones se han calmado al ver que no soy realmente peligroso.

Hasta entonces, mis trabajos se habían ceñido a la localización de animales y objetos perdidos, a comprobar dónde y con quién va Fulano de Tal cuando dice que va al dentista, o a la solvencia de padres que niegan una bicicleta bien ganada aduciendo falta de fondos. Y, de momento, las cosas me iban bien.

De momento.

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