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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

No pidas sardina fuera de temporada (7 page)

BOOK: No pidas sardina fuera de temporada
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Tenía muchas cosas que contarme, María. Oh, sí. La desesperación de su hermano, por ejemplo. No había hablado del examen en casa la noche anterior, pero se le veía frenético, de mal humor. Su padre había tenido que amenazarle con romperle el tocadiscos en la cabeza si no bajaba el volumen de una puñetera vez.

—Hola,
Flanagan
—sonó tras de mí una voz que ponía los pelos de punta.

Me volví lentamente, como para dar a entender que no existía voz alguna capaz de ponerme, a mí, los pelos de punta.

Y me vi frente a Clara Longo.

Era una sinfonía en rojo y negro. La melena sujeta con una pinza roja, cazadora negra satinada con una cremallera muy ancha de arriba abajo, minifalda roja, medias negras y zapatos planos rojos.

La mirada de sus ojos, de un azul intensísimo, profundos y pintados, fue un puñetazo en la mandíbula que me hizo girar como una peonza y me proyectó contra la mesa de las bebidas. Sus labios anchos, su sonrisa seductora, fueron como unos directos al estómago, capaces de convertirme los intestinos en puré. La línea de su cuerpo, de sus piernas/medias/ negras, sentí que me estrujaba los pulmones como si fuera una bayeta empapada. Y, en fin, toda la cruel, perversa, adulta belleza que se desprendía de aquella chica fue como una patada entre pierna y pierna capaz de hacerme gritar, doblarme en dos y caer de bruces al suelo, completamente desmadejado.

Ella sonrió, inocente, como si no tuviera nada que ver con todos aquellos estragos.

Yo también sonreí.

—Tenía ganas de hablar contigo,
Flanagan
—dijo.

—¿Ah sí? —dije yo, como si se me antojara una pretensión muy curiosa.

—Me han contado que tienes un despacho y que haces investigaciones por encargo…

—Oh, bien, estooo… —Hice ademán de quitarle importancia a la cosa. Como quien dice: «Niñerías.» Consciente de haberme ruborizado intensamente, estrujé, sin darme cuenta, el vaso de papel que tenía en las manos y me manché las manos de naranjada. Reí sin ganas, me quise morir y simulé que lo del vaso había sido a propósito—: Oh, la chica más guapa de la escuela y nadie me había avisado…

Esbozó una sonrisa condescendiente, copiada de la Tina Turner de
Mad Max III.

Alguien le había hecho creer que con aquella caída de ojos ponía de rodillas a los chicos. Oí que me decía: «Ya sabes de qué quiero hablarte… Informe
Clara Longo Pella»,
e intenté anticiparme señalándola con el dedo:

—Veamos… ¿Cómo se liga con Clara? Para empezar, se le habla de Mickey Rourke, tal vez… ¿Has visto
Manhattan sur
o
Nueve semanas y media?
¿…O prefieres que hablemos de
Iron Maiden?
¿O tal vez de
AC/DC?

Es alucinante la cantidad de tonterías que se pueden llegar a hacer cuando a uno le gusta una chica y no sabe qué decirle, y escoge el camino de hacerse el simpático. Empezaba a tararearle
Shake your foundations,
convirtiéndome en el objetivo de todas las miradas de la fiesta, en una de aquellas miserables y odiosas exhibiciones a las que te empuja la timidez, cuando ella me cortó:

—Deja de hacer el payaso… ¿De qué vas? ¿Me quieres hacer creer que eres un crío de pecho?

¡Flasss! Me dejó helado. Apretaba, la chica. ¿Quién se creía que era? ¡Si sólo me llevaba un año! Hice desaparecer la sonrisa. Recompuse el gesto:

—No quiero hacerte creer nada. Juan Anguera, encantado de saludarla. Eras tú la que quería hablar conmigo, y no has empezado con buen pie.

Me di la vuelta y fui hacia la mesa de bebidas. Me sentía avergonzado, pero lucía una expresión de perdonarle la vida a aquella aprendiza de tigresa.

Ella me siguió, claro. Todos los pretendientes de Clara nos miraban, y me envidiaban, y me querían asesinar. La mayoría eran clientes míos, a los que había dejado leer el informe
Clara Longo Pella.
Supongo que imaginaban que yo conocía secretos que no les había contado, y que me daban ventaja sobre ellos.

—¿Schweppes con un poco de alcohol? —dije, un poco irónico, siguiendo el juego.

—Eres un caso,
Flanagan
—dijo ella—. Normalmente, me las veo con chicos blandos que pretenden hacerse los duros. Y tú, que tienes fama de duro, juegas a hacerte el blando.

La miré. Le di un vaso de papel lleno de coca-cola. Yo me quedé otro. Hice durar la mirada, y Clara me la aguantó con firmeza.

—Bueno, yo os dejo, ¿eh? —dijo María Gual cuando ya nos habíamos olvidado de su existencia.

—Yo juego a ser blando, tú juegas a mujer fatal. Supongo que todos jugamos.

Estamos en la edad, ¿no?

—¿Bailas? —dijo de repente.

¡Glup! La miré de la cabeza a los pies. La cremallera, la minifalda, las medias negras. Ella también me miró. Yo no vestía el chándal, pero tampoco iba hecho una preciosidad. La gente que me conoce suele decir que yo no me visto; me tapo.

Bien, si ella quería bailar conmigo, yo también querría bailar con ella. Una cosa es hacerse el duro y otra hacer el tonto.

En la búsqueda del tipo de música que se debía bailar en la fiesta, se había llegado a un término medio que no gustaba a nadie, pero que apaciguaba a todos.

Un viejo disco de Billy Ocean,
Love Zone,
una especie de
Sonido de Filadelfia,
con temas muy sincopados que permitían que los
breaks
hicieran sus exhibiciones y que todos los demás bailaran y gritaran para hacerse oír por encima de la música.

Los
heavies
protestaban, y nunca se sabe cuándo lo hacen en serio y cuándo por una cuestión de imagen.

De modo que Clara y yo, en un instante trascendente de mi biografía, nos dirigimos al centro de la clase y nos abrazamos justo cuando Billy Ocean cantaba
Without you.

Fue una experiencia mágica. Mientras duró, me sorprendí a mí mismo preguntándome si no sería una buena idea escribir alguna poesía acerca de aquellos ojos tan azules. (¿Una poesía? ¿Yo? ¡Lo que me faltaba!)
Without you.

Yo tenía las manos en su cintura, y ella las suyas en mi espalda. Éramos, aproximadamente, de la misma estatura, y su mejilla derecha quedaba muy cerca de la mía. Podía sentir la calidez de su piel.

Without you.

Es curioso lo que puede pasar con un tema mediocre como éste. En determinadas circunstancias, puede llegar a parecerte lo mejor, lo más sublime del mundo. Como si lo hubieran escrito especialmente para ti, en un día de extraordinaria inspiración.

Without you.

Por encima del hombro de Clara vi que, afuera, en el pasillo, los invitados más jóvenes habían trazado con yeso un circuito en el suelo y jugaban a chapas. Jo, con lo que me gustaba a mí jugar a chapas y en aquel momento no lo habría hecho por nada del mundo.

Without you.

Después, cuando sonaba la sugestiva
There'll be sad songs,
alguien dijo que aquello no había dios que lo bailara, actuando como si nosotros no existiéramos, y puso el primer tema de la cara A,
«porque éste sí podemos bailarlo todos».
Los
breaks
se echaron a la pista, y Clara y yo nos fuimos hacia un rincón.

Nos reímos mucho, cuando ella me explicaba las mil y una anécdotas provocadas por mi informe
Clara Longo Pella.
La cantidad de fotografías de Mickey Rourke que había recibido, las invitaciones a
«Schweppes con un poco de alcohol…»
¡Y, sin ir más lejos, el día anterior, Jorge Castell, rojo como la grana, le había regalado
un sujetador!

—Imagino que te exigirá que le devuelvas…porque yo le dije que no usaba sujetador… —explicó.

—¿Ah, no? —protesté—. ¿Y cuando vi como la tía Teresa te compraba uno? La oí perfectamente, aquí, en una parada del mercadillo. «Es para mi sobrinita…», y yo tomé nota…

Ella me lo recriminaba moviendo la cabeza, pero sonreía, y ambos nos sentíamos a gusto. Y yo, detrás del rimmel de sus ojos y el grana de su boca, veía a la niña, la niña juguetona con quien, de un momento a otro, podríamos ponernos a jugar a chapas, afuera, en el pasillo, con los más pequeños. ¿Qué hacemos aquí plantados, hablando como aburridísimos adultos, cuando podríamos estar jugando a churro-mediamanga-mangotero, el juego más fantástico que jamás se haya inventado? (¡Jo, y a ella también le gustaba jugar a churro-mediamanga-mangotero!)

Acababa la fiesta y yo dije las cuatro palabras mágicas, las que deshacían el hechizo, porque las había ensayado en mi habitación, mientras me cambiaba para acudir a la fiesta:

—¿Quieres que te acompañe a casa? Supongo que no te debe entusiasmar la idea de subir sola allí arriba, ¿no?

—¡Claro que sí! —dijo ella, con un entusiasmo nada ensayado.

Teníamos que atravesar todo el barrio, por el Centro, hasta la Montaña. Estaba oscureciendo mientras cruzábamos el semáforo de la plaza del Mercado, y yo me obstinaba en pensar que todo aquello formaba parte del trabajo, que había ido en busca de Clara para poder hablar con ella y con su padre, para que me aclararan los puntos oscuros que me quedaban por encajar.

Cuando bordeábamos el Parque, después de pensarlo mucho y de un silencio que empezaba a hacerse incómodo, me lancé:

—Clara…

—¿Qué?

—Tú saliste durante un tiempo con Elías Gual, ¿no?

—Oh, bah, qué plomo de tío…

—Iba a por ti. Se le veía capaz de cualquier cosa con tal de conquistarte, ¿verdad?

—Hacía tantas tonterías… —dijo ella, sonriendo al recordarlo.

—¿Te contó lo del chantaje? —pregunté. Y, en mi imaginación, yo cerraba los ojos como aquel que ha tirado una bomba hacia atrás y espera oír la explosión.

—¿Ah, tú también lo sabes? —dijo Clara, más inocente que nunca.

—Algo sé… ¿Cómo era, exactamente?

El corazón me palpitaba desbocado.

—Uy, eso no me lo dijo. Sólo que tenía amarrado al
Pantasma
y que gracias a ello conseguiría una copia de todos los exámenes hasta final de curso… Decía: «Y el día que necesite pasta, tendré pasta, puedes estar segura…» A este Elías le caerá un palo el día menos pensado… Parecía que le preocupara.

Yo había empezado a comprobar la exactitud de mis suposiciones. Primer punto, bingo. Elías se lo había dicho a Clara. Segundo punto…

—¿Y tú le contaste la historia a tu padre…?

Me miró brevemente. Había un destello de aviso en sus ojos.

Subíamos por la pronunciada pendiente, campo a través, tomando un atajo por la Montaña, cruzando la carretera de la Textil. Jadeábamos, cansados, y durante un rato ninguno de los dos dijo nada.

—Tal vez —dijo por fin Clara, en tono —. ¿Por qué lo preguntas?

—No. Por nada —dije.

Había oscurecido. Nos acercábamos a los dos solitarios bloques de casas, en uno de los cuales estaba el taller de mecánica de Tomás Longo, alias el
Lejía.
Se veía luz en una ventana, pero la persiana del taller estaba baja.

—Lo debes haber preguntado por algo, ¿no? —insistió. Parecía molesta.

Me encogí de hombros. Pasamos entre los restos de coches esparcidos por el solar lindante con los bloques. Allí se estaba empezando a formar una especie de cementerio de automóviles.

Nos detuvimos ante la pequeña puerta situada junto a la boca del taller. Por ahí se subía a la vivienda, al entresuelo, donde se veía la luz encendida.

—¿Es por la investigación que tienes entre manos,
Flanagan?
—me preguntó, visiblemente preocupada. Y, antes de que pudiera continuar, agregó—:
Flanagan,
mi padre es muy especial…

—¿Podría hablar con él? —dije. Y en aquel momento ya sabía que me estaba metiendo en la boca del lobo, y no tenía ni idea de cómo le plantearía el asunto al
Lejía.
Tal vez me había vuelto loco. Clara dijo:

—¡
Flanagan,
a mi padre déjale en paz!

—Si no tiene nada que esconder, tampoco tiene nada que temer… —se me escapó.

Clara hizo un ademán de exasperación. La chica tenía muy bien ensayado el papel de Tina Turner.

—¡Tú no puedes entenderlo! ¡Cada cual se busca la vida como puede…!

En lo alto de la escalera sonó una voz ronca.

—¡Clara! ¿Eres tú?

—¡Sí, papá! —gritó ella, asustada.

—Bien —susurré yo—. No hablaré con él… Dímelo tú.

—¿Por qué no subes? —dijo la voz ronca.

Apareció un hombre en lo alto de la escalera. Vestía téjanos y camisa a cuadros.

Parecía muy alto y muy fuerte, y demasiado joven para ser el padre de Clara.

—Ya voy, papá —le tranquilizó ella. Y sus ojos tan azules me decían: «¡Vete, vete!»

Nunca me había sentido tan rechazado.

—Ah, ¿estás con una amiga? ¿Por qué no subís?

—No, papá, si ya se iba…

Y yo allí clavado, resistiéndome a aceptar que Clara me despidiera de aquella manera.

El señor Longo, el
Lejía,
había bajado un par de escalones. Me vio.

—Ah —dijo—. Si no es una amiga. Si es un amigo. Subid, subid y me lo presentas, Clara… Venga, subid, ¿qué hacéis ahí plantados? ¿He interrumpido algo interesante? —bromeó. Rió sana, clara y limpiamente—: Vamos, subid…

Suspiré y pasé delante. No sabía qué iba a buscar.

—Buenas noches, señor Longo. Me llamo Juan.

—Sube, Juan, sube. —Me franqueó la entrada del piso. De cerca, se le notaban más los años. Parecía un hombre vigoroso y enérgico que estuviera un poco harto de hacer el papel de hombre vigoroso y enérgico. Explicaba—: A veces, a estas horas, todavía estoy trabajando, pero como hoy es sábado, he decidido tomarme un pequeño descanso…

Entré en un piso estrecho y decorado con pésimo gusto. Parecía que padre e hija hubieran ido a una tienda de
souvenirs,
de ésos tan horribles y los hubieran comprado todos, absolutamente todos, para esparcirlos al azar por la vivienda. La tele estaba puesta. El hombre tenía una mediana de cerveza abierta sobre la mesa del comedor.

—Pasa, pasa, Juan. ¿Qué quieres tomar?

Así fue como me encontré cara a cara con aquel hombre.

Posiblemente, el hombre que había ido a buscar a Elías para enterarse de qué era aquello del chantaje.

Posiblemente, el hombre que le había partido la cara a Elías y le había quitado las pruebas del chantaje.

Posiblemente, el hombre que ahora mismo hacía el chantaje, con aquellas pruebas, al
Pantasma,
pero que en vez de cobrarle en copias de examen, le cobraba doscientas cincuenta mil pesetas.

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