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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

No pidas sardina fuera de temporada (9 page)

BOOK: No pidas sardina fuera de temporada
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—¿Has cenado? —preguntó mi madre, que estaba en la cocina preparando bocadillos.

—No.

—Hazte una tortilla. Yo tengo mucho trabajo.

Pili estaba sentada en el bar, chupando un polo e intentando entender el final de la película de la tele, a pesar de todo el bullicio que la rodeaba.

Me hice una tortilla a la francesa. Abrí una lata de espárragos y me fui a comerlo todo a mi despacho.

Entre una cosa y otra, me estaba deprimiendo. ¿Despacho? ¿Cómo podía llamar despacho a aquel reducto sin ventanas, polvoriento, atestado de cajas de bebidas, con una bombilla desnuda colgando del techo, una tabla de madera sobre dos caballetes como mesa, y montones de cajas de zapatos llenas de fichas de todos los chicos de la escuela?

Pasaba mi padre:

—Ya sabes que mañana tienes que recogerlo todo, ¿eh? Que el lunes vienen los albañiles…

Mojaba los espárragos en un bote de mayonesa e intentaba consolarme. A fin de cuentas, los detectives de las novelas también vivían en antros siniestros que olían a meados. No tanto como aquello, claro, pero, en proporción, teniendo en cuenta mi edad, pensaba que ya debía ser un equivalente. Qué espléndido futuro me esperaba. Persevera,
Flanagan,
persevera, que si sigues así, cuando seas mayor vivirás en un antro siniestro que olerá a meados.

Pasaba mi madre, llevando y trayendo bocatas del bar:

—¿Eso cenas? —decía a la ida. Y a la vuelta—: Vamos, date prisa, que luego nos tienes que ayudar a recoger las cosas.

Subí a mi habitación y revolví todos mis cassettes hasta encontrar el de Billy Ocean. Lo puse en el
walkman
y me tendí en la cama.

Había una canción titulada
Love is forever,
y otra,
Without you.

En pocas horas había ganado a Clara (todos aquellos atontados mirándonos y temblando de envidia), y la había perdido («¡Tú no puedes entenderlo!», y aquella mirada tan fulminante mientras ayudaba a caminar a su padre).

Eso era lo que realmente me preocupaba. Que yo no lo pudiera entender. Yo era un niño que jugaba y que no tenía que meterse en las cosas de los mayores. Pero, ¿qué era lo que yo no entendía? «Cada cual se busca la vida como puede…» Eso sí que lo comprendía. Yo mismo me buscaba la vida a mi manera. ¿El chantaje? Yo mismo estaba a punto de hacerle algo parecido a la familia Gual para conseguir que me dejaran utilizar su cobertizo como despacho. ¿Qué demonios era lo que yo no entendía?

Oh, I need you, girl, remember this…

No entendía lo que había pasado aquella noche entre Clara y yo.

Así de simple. Me había despistado y, en algún momento, alguien me había escamoteado el clásico beso de despedida. Y ahora me dolía aquella distracción. Me dolían todas y cada una de las notas de la canción que unas horas antes había bailado con Clara.

Nos habíamos reído a gusto. Y, después, sus ojos azules diciéndome: «¡Vete, vete!»

Y todo por la tontería de querer hablar con su padre. ¿De qué me habría servido?

«¿Qué quieres saber de mi vida?», me habría preguntado.

Y yo: «Sólo quería saber si fue usted quién zurró a Elías para quitarle aquel maldito sobre de papel de embalar.»

Y él: «Pues mira, sí, chico. Le puse la cara guapa hasta lograr que me diera el maldito sobre de papel de embalar y, cuando lo tuve, pude sacarle un cuarto de millón al
Pantasma.»

Y yo: «Fantástico, señor Longo. Cómo le admiro. Cómo le comprendo. ¿Me podría decir qué había en aquel maldito sobre de papel de embalar?»

Jopé, qué tontería.

Without you.
Sin ti. Ahora tenía sentido.

Al día siguiente, como un símbolo de mi derrota, tuve que desmantelar el despacho. Mi padre, Pili y yo nos pasamos toda la mañana trajinando cajas de cerveza, trasladándolas a un rincón del bar que habíamos limpiado previamente de mesas y sillas. Mis útiles de trabajo quedaron almacenados en mi dormitorio.

A media mañana, aprovechando que nos tomábamos un descanso para desayunar, llamé a María Gual. En realidad, a quien quería llamar era a Clara, pero me aguanté.

—¿María? —dije—. Las cosas se han vuelto a complicar…

Quería decirle que Elías volvía a tener el «documento comprometedor» en su poder y que, ahora, ayudado por el
Puti
y su banda, no se conformaría con utilizarlo tan sólo para aprobar los exámenes. Sin embargo, nosotros conocíamos su juego, lo que nos daría la oportunidad de negociar con él. Quería contarle todo esto y pedirle su parecer, pero ella me cortó:

—¡Ya lo creo que se han complicado! —dijo—. ¡Y mucho!

—¿Qué pasa?

—Elías no ha venido a dormir esta noche y, ahora, con todo eso del incendio de las motos, mis padres están muy preocupados. Hasta han ido a comisaría…

—¿Con eso de qué?

—Del incendio de las motos. ¿No te has enterado?

—No…

Había oído las sirenas de los bomberos en el Centro, pero no les había prestado atención.

—Hace cosa de una hora se han incendiado cuatro o cinco motos en los Jardines.

Ha habido un estrépito de aúpa, porque hasta han estallado los depósitos de gasolina. Y ha resultado que se trataba de las motos del
Puti
y compañía. Les han detenido y están en comisaría… Mis padres estaban preocupados, porque Elías no ha venido a dormir a casa, y yo les he contado que solía ir con el
Puti,
y ahora han salido hacia la comisaría…

Jopé. De mal en peor.

—Bien, bien —dije—. Llámame si te enteras de algo más.

Marqué rápidamente el número de Clara. De nuevo, no sabía qué decirle. Me imaginaba lo que había ocurrido. «En ese caso, ¿para qué llamas, capullo?», decía una voz en mi interior. Se trataba de una simple comprobación.

—¿Diga?

—¿Clara? Soy Juan, el
Flanagan…

—Mira, Juan, olvídalo todo, ¿quieres?

—¿Cómo está tu padre?

—Bien. Mi padre es muy fuerte. Y ahora…

—Perdona, Clara, pero me parece que ya lo voy entendiendo todo. He estado pensando, y he llegado a la conclusión de que es cierto que cada cual se busca la vida como puede… Yo mismo…

Ella suspiró vehementemente, no sé si angustiada o harta de mí. Cambié el tono:

—¿Qué pasa, Clara? ¿Por qué somos enemigos ahora? ¿Qué hice ayer? ¿O qué dejé de hacer?

—Ya te lo explicaré un día de estos, ¿eh? —me cortaba enérgicamente—. Ahora tengo otras cosas en las que pensar… Mi padre está en comisaría, ¿sabes?, y esto no es un juego, y no me sobra el tiempo para perderlo jugando.

Y colgó.

¡Pero, ¿quién demonios le había dicho que yo estuviera jugando?!

—Papá —anuncié—, voy a ver qué es eso que ha pasado…

—Tú no vas a ninguna parte hasta que no acabemos de arreglar esto —dijo el patrón.

—Sí,
buana
—refunfuñé.

Me di toda la prisa que pude y acabamos cerca de la una. Mientras, transmití la noticia del incendio de las motos a mi familia.

—Pues a mí me parece muy bien que les quemen las motos —comentó mi padre.

—¡Ojalá les quemasen también a ellos… ¡Delincuentes y drogadictos, que eso es lo que son, delincuentes y drogadictos!

—Pues a mí me parece que deberíamos hacer un esfuerzo para comprenderles —dije yo—. Cada cual se busca la vida como puede…

—Pero, ¿¿¿qué dices??? —bramó mi padre.

—Bueno… Es una manera de hablar… —traté de arreglarlo—. No quería decir que… En fin, quería decir que…

A la una y cuarto, después de una acalorada discusión, Pili y yo fuimos a la carretera, delante de la comisaría, para ver qué pasaba. De entrada, no se veía nada de anormal, pero te enterabas de muchas cosas si ponías la oreja aquí y allá.

En los bancos donde tomaban el sol los viejos, oí: —Pues se ve que ayer esos gamberros zurraron al
Lejía.
Sí, hombre, ¿sabes a quién me refiero?, al del taller de coches… Y hoy, sin comerlo ni beberlo, se encuentran con las motos quemadas…

—Les está bien empleado. Más les tendría que pasar…

—No se puede andar con bromas con el
Lejía…

En la terraza del bar donde tomaban el vermut los que salían de misa, se decía:

—Sí, pero cuando han ido a detenerles estaban todos juntos, ¿eh? El
Lejía
y ése al que llaman el
Puti
y todos los demás, que son los dueños de las motos quemadas. Estaban juntos y charlando tan tranquilos, ¿eh?

—Pero es que no fueron ellos quienes cascaron al
Lejía.
Porque han estado todos en comisaría y el comisario le ha preguntado: «¿Son éstos los que te atacaron ayer?» Y el
Lejía
ha contestado que no…

—¡Porque se protegen entre ellos! Lo que ha pasado aquí es que el
Puti
y los suyos calentaron anoche al
Lejía,
y el
Lejía
les ha quemado las motos esta mañana, y después se han reunido y han decidido: «Estamos en paz, aquí no pasa nada.» Y ni hablar de chivarse a la policía, ¿eh? Porque eso sí lo tienen. Si hay follones, se los arreglan entre ellos…

Yo lo comprendía perfectamente. Pensaba que las cosas no habrían sido exactamente de aquella forma (resultaba todo demasiado simple, demasiado elemental), pero algo de eso debía haber.

¿Cómo se podía haber armado tanto follón por algo que sólo comprometía a un simple conserje de escuela?

Al volver a casa, antes de comer, llamé a María Gual.

—¿Sabes algo de tu hermano? —pregunté.

—Nada. No se sabe nada. ¿Qué le puede haber pasado,
Flanagan?

Pensé que, tal como estaban las cosas, podía haberle pasado cualquier cosa, pero no se lo dije.

—Ni idea. Escucha: Explícame qué ha ocurrido en la comisaría…

En esencia, era lo que yo había oído. Inmediatamente
después
del
incendio
de las motos, la policía había ido a buscar a los propietarios (el
Puti,
el
Piter
y un par más) para detenerles. Les habían encontrado en un bar de la carretera con el
Lejía,
tan amigos. El
Lejía
había declarado que siempre había sido amigo de aquellos muchachos y que él no sabía nada del incendio. Los
heavies,
que echaban humo, dijeron que consideraban inocente al señor Longo, y que creían que los culpables eran los
punkies
de las Casas Buenas. Y habían salido de la comisaría tan amigos.

¿Y Elías?

Los únicos que habían preguntado por él eran sus padres.

—¿Qué nos importa a nosotros Elías? —había exclamado despectivamente el
Puti
—. No es de los nuestros…

—¿Qué piensas de todo el asunto,
Flanagan?
—me preguntó después mi hermana Pili, mientras comíamos.

—Que si es lo que me imagino, Elías está entre la espada y la pared —dije.

—¡Qué sabrás tú…! —se reía mi padre, moviendo la cabeza.

Por la tarde no me atreví a llamar de nuevo a Clara, pero no pude evitar acercarme a su casa.

De camino, pasando por los Bloques, y por el Centro, y por el Parque, observé un movimiento de gente nueva en el barrio y de coches de policía como no lo veía desde la famosa batida de aquella banda internacional de ladrones de pisos. Es algo que se respira en seguida en el barrio. Una inquietud que emana de miradas sospechosas, de movimientos furtivos, de gente que parece estar esperando a alguien pero que evidentemente no está esperando a nadie… No sé cómo explicarlo, pero lo cierto es que en días como los estos padres llaman a sus hijos y les meten en casa, y las parejas van a arrullarse al cine, en vez de hacerlo en los bancos del Parque.

Yo mismo, cuando di un rodeo para pasar por los Jardines, tenía la sensación de que de un momento a otro oiría: «En, tú, ¿qué haces aquí? ¿A dónde vas?»

Aquí, en el barrio, cuando se habla de los Jardines, como cuando se habla de las Casas Buenas o del Parque, se hace en un sentido irónico, naturalmente. Las tres cosas representaron el intento desatinado de un trepa del ayuntamiento «para dignificar el barrio», como se suele decir. Los Jardines iban a ser «una zona verde, de césped, parterres y setos de boj»; el Parque, «un auténtico bosque frondoso, donde crezcan setas, y con un lago central donde se pueda ir a remar», y las Casas Buenas, unas casas mucho más confortables que esos bloques feos y anónimos del Centro. El resultado, en principio, fue bueno. Pero, a los
pocos años,
la mitad de las
Casas
Buenas fueron declaradas ruinosas, la otra mitad tenían continuos problemas con los servicios mínimos; el Parque se convirtió en un barrizal con árboles que daban pena y los Jardines eran una pronunciadísima pendiente, completamente desprovista de hierba, salpicada, aquí y allá, por unos pocos cactus desmayados y amarillentos.

Los restos de las motos quemadas parecían, en medio de aquel paisaje lunar, los derrelictos de un feroz combate.

Seguí pendiente arriba, hasta la Textil, en lo alto de la montaña, y luego bajé hacia el taller del
Lejía.

No me atrevería a llamar y subir a la casa, desde luego. Podría hacerlo, con la excusa de que pasaba por allí, «y como ayer vi que quedaba tan malparado…».

Pero no me atrevería. No quería volver a sentirme estúpido, cortado delante de aquel hombre, sabiendo que no podía preguntarle lo que quería preguntarle.

Ya sabía que no me atrevería incluso antes de ver los dos coches aparcados en el descampado, frente al taller del
Lejía.

Corrí a esconderme tras los esqueléticos árboles del Parque, y desde allí, saltando de un parapeto a otro y forzando la vista, vi el Opel Kadett de los
modernos
que habían recogido la bolsa de
Lolita
con las doscientas cincuenta mil pesetas. Distinguí incluso la pegatina del Snoopy Esquiador en la parte de atrás. El otro coche también era de los caros, un Talbot Solara desconocido en el barrio.

Imaginé una reunión en casa del
Lejía,
y no precisamente de amigos interesados por su salud.

Eso me desalentó y volví a casa, a escuchar el
Without you
y a hacer los deberes.

No tuve tiempo de ponerme melancólico.

En el fragor de la tarde de domingo, sonó el teléfono en el bar. Mi madre contestó. Después me llamó y me dijo que pasaba la llamada al supletorio del piso.

Subí.

—Diga.

—¿
Flanagan?
—una voz que no reconocí y al fondo, a toda pastilla, el
Bad Boys Running Wild
de los Scorpions.

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