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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

No pidas sardina fuera de temporada (3 page)

BOOK: No pidas sardina fuera de temporada
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Se rió la chica, se rió el resto de la clase, y la profe me dijo que por favor, si no era mucho pedir, que dejara de hacer el payaso.

Le contesté que sí, que con mucho gusto.

Al salir de clase, observé de lejos cómo María le daba la nota a su hermano.

Después, ella misma me explicó cómo había ido:

—Toma… —le había dicho a Elías—. Me lo ha dado un señor muy bien vestido, de terciopelo rojo, con un parche en el ojo. Debía de ser tuerto.

—¿Por qué le has dicho que llevaba un traje de terciopelo rojo? —pregunté, horrorizado.

—Para darle un aire de misterio al asunto…

—¡Y tuerto, jopé…! —gruñí. Y, recuperándome—: ¿Y qué te ha dicho?

—Lo mismo que tú: «¿Vestido de rojo? ¿Tuerto? ¿Con un parche…?», y yo le he contestado que sí, que sí, que parecía forrado de pasta y que quería hablar con él a toda costa…

—¿Y por qué no me ha dado la nota personalmente? —le había preguntado Elías, dando muestras de una mínima inteligencia.

—¡Ah, eso no lo sé…! No habrá podido encontrarte —le respondió su hermana, tan frívola como siempre.

—Bien; abreviando… —corté yo el relato—. ¿Acudirá a la cita, o no?

—Sí. Se lo ha tragado todo. Ha dicho: «Bien, a ver de qué se trata.» Y parecía como inquieto, como si pensara que pudiera tratarse de alguien a quien él conocía…

—Lo que parecía ya me lo explicarás después. Ahora tengo que ir a
La Tasca…

Lo que llamábamos
La Tasca
era en realidad el Bar Nando, el cuartel general de los
heavies
del barrio. Una panda de chicos entre los dieciséis y los veintipocos, con greñas, cazadoras y muñequeras de cuero claveteadas, que jugaban a ser peligrosos, bebían litronas a morro y te miraban con ojos turbios, como si estuvieran aburridos de la vida. Las mesas estaban acribilladas de inscripciones grabadas a punta de navaja. Abundaban las S dibujadas como un rayo, imitando el grafismo de las SS nazis: «KISS», «PASSAKONTIGO», «LORENSSO». En el televisor, un vídeo de los
Warlock in Concert
dando caña y ensordeciendo al personal.

Ahí es donde me fui a meter. Yo solo, sin María.

Me dije que no debía asustarme de aquella gente. En el fondo, si te mantenías lejos de los conciertos y de las provocaciones
punkies,
eran inofensivos. Eso sí: su espíritu de clan era tan fuerte que si no vestías a su estilo podían acabar pidiéndote explicaciones. De modo que no consideré oportuno presentarme en chándal y, al salir de la escuela, a las cinco, pasé por casa para cambiarme.

Botas, conjunto tejano y la camisa roja que mi madre siempre quiere tirar a la basura.

Para romper un poco el efecto
country,
entré en una tienda y me compré chapas de
Makoki,
de
Deep Purple, Kiss
y
Bruce Springsteen
, así como unas gafas estilo
Blues Brothers.
Con todo eso encima, ya me veía con ánimos de entrar en
La Tasca,
a no ser que la policía me detuviera por el camino.

El local estaba casi vacío cuando llegué. Sin embargo, en una mesa, llamando la atención como moscas en un plato de nata, el
Puti
y uno de sus cómplices contemplaban admirados las contorsiones de Doro Pesch, de
Warlock,
también conocida como la Tigresa Rubia.

Me acerqué a la barra preguntándome cómo me las arreglaría para acercarme a ellos. Mira por dónde, me temblaban las piernas.

—¿Qué quieres? —dijo bruscamente el camarero, que tenía cara de sentirse muy desgraciado, como Fernando Esteso.

—Una birra —dije yo, muy en mi papel. Y me dejé llevar por la inspiración, engolando la voz y poniéndome de puntillas («No te preocupes, aquí sirven cerveza a cualquiera. No la cagues ahora pidiendo una naranjada») —: Y… llévales también un par de birras al
Puti
y a su amigo… Me estaba soltando el pelo—: ¿Cómo se llama su amigo?

—Pedro. Le llaman
Piter.

—Ah, sí, el
Piter…
Llévale una birra también a él… Ah, y unas… —Pero el camarero, que parecía muy desgraciado, ya había corrido en otra dirección. Esperé pacientemente mi cerveza, tamborileando con los dedos para seguir el ritmo de la música. Cuando me la trajo, le dije—: Ah, y también les sirves unas aceitunitas… Sí, al
Puti
y al
Piter.
¿No te han dicho nunca que te pareces a Fernando Esteso…?

Me miró como preguntándose cuánto rato le duraría yo en un callejón solitario y se fue a preparar las cervezas y las aceitunas.

Ya os lo podéis imaginar: al servirles, les diría: «De parte del colega de la barra», y ellos se volverían y alzarían las birras a modo de saludo, sonriendo, y yo tendría un motivo para acercarme a ellos, muy natural y desenvuelto. « Eh,
Puti
, ¿cómo te trata la vida… ?»

El camarero les sirvió las cervezas y las aceitunas. Les dijo algo. El
Puti
y el
Piter
no le hicieron el más mínimo caso. Estaban alucinados con
Doro Pesch
, que cantaba el
Burning The Witches.
Empezaron a beber y a picar como si fuera muy normal que aquello les hubiera caído del cielo, como el maná.

Llamé al Fernando Esteso.

—Eh.

—Qué.

—Ponles también unas patatas. Unas «chips».

El Fernando Esteso se armó de paciencia.

—Mira, hijo —refunfuñó—. No quiero peleas en mi bar. Si buscas bronca, llamas desde una cabina y le pides hora al
Puti,
pero en otra parte.

—Pero, ¿de qué hablas, tío? Si sólo pretendía ser amable… Llévales unas patatas y diles que es de mi parte, hombre…

—Mira que si hay sarao, cuando lleguen los de la bofia les diré que tú eres el responsable y que pagarás los destrozos del local, ¿entendido?

—De acuerdo, tío. Pero no te preocupes, que no pasará nada…

Se resignó. Dio media vuelta y fue a buscar una bolsa de patatas. Le seguí con la mirada. Vi cómo llegaba a la mesa, cómo hablaba con el
Puti
y con el
Piter,
cómo les tocaba en el hombro para llamar su atención, cómo repetía todo lo dicho y me señalaba a mí y, por fin, se volvieron los dos.

Yo sonreí, e hice un ademán de brindis con mi birra.

Se incorporaron lentamente, encorvados y manteniendo las manos alejadas del cuerpo, como quien se prepara para propinar o esquivar puñetazos. Pero, ¿qué les pasaba? ¡Si yo sólo pretendía ser amable…!

Ambos eran muy delgados, llevaban días sin afeitarse y tenían el pelo muy negro, abundante y grasiento. Apenas si se diferenciaban por los bigotes y las patillas del
Piter,
que lo hacían un poco más
rocker
que
heavy.
El resto de las facciones casi les hermanaba: rostro huesudo, anguloso, chupado y duro, como cincelado en piedra. Por su expresión, se diría que estaban irritadísimos con la humanidad en general. Como si desde primera hora de la mañana toda la gente del barrio se los hubiera estado toreando y tomándoles el pelo, y acabaran de decidir que ya estaba bien.

Lo peor de todo era que me veían a mí como la gota que había hecho rebosar el vaso.

Traté de anticiparme:

—Eh,
Puti,
¿no me conoces…?

Me señaló con su dedo índice de uña sucia, y me hizo el mismo efecto que si me apuntara con una
Magnum 357
cargada con balas
dum dum.

—Eres tú quien no me conoce a mí —dijo—. No me gustan las bromas, ni siquiera cuando estoy de buen humor. Hoy tienes suerte, ¿de acuerdo?

Me pareció una persona un poco incoherente. Consideré que la ilación de sus pensamientos era bastante caótica. Pero no se lo dije. Tarde o temprano, en algún momento de su vida, ya lo descubriría por sí mismo.

—Pero qué pasa, colegui —dije con la sonrisa más ancha y más estrepitosa de toda mi carrera—. Si sólo venía a… —«Improvisa,
Flanagan,
improvisa y cómpralos, o la cosa empeorará»— a… devolveros la pasta que perdisteis ayer…

Pasta.
Aquello sí que lo entendía el
Puti.

—¿Pasta? —dijo.

—¿Perder? —abundó el
Piter.

—¿Dónde?

—¡Dónde, dónde, dónde…! —hice yo, jugándome vida—. ¿Dónde estuvisteis ayer por la noche?

—¿Anoche?

Tragué saliva.

—Ayer tuvisteis una buena pelea, ¿no?

—¿Ayer?

Aquella pregunta, y sus expresiones, significaban: «No.» Y aún significaban algo más: «No, y nos estás pareciendo muy sospechoso.»

Tragué más saliva. En mi boca había una inundación de saliva.

—¿Ayer no tuvo una bronca el Gual, que le dejaron la cara como un mapa…?

El ambiente se relajó un poco. Rieron, se miraron, intercambiaron codazos. Era evidente que tenían conceptuado al Gual como a un ser inferior que sólo merecía su desprecio y que le hicieran una cara nueva de vez en cuando.

—¡Ja, ja, ja, el Gual!

—¡Ja, ja, tienes razón!

—¡Ja, la cara como un mapa, sí…!

—Se lo hicieron los
punkies,
¿no? —dije yo, haciendo un esfuerzo por reír a mi vez.

—¡Ja, ja, los
punkies…

—¡Ja, los
punkies,
dice!

Resultaba muy difícil mantener una conversación medianamente inteligente con aquel par de simios.

—Entonces, ¿quién fue…?

El
Puti
se moría de ganas de explicarlo. Supongo que le gustaba ridiculizar a Gual. Lo dijo en voz alta, para que se oyera en todo el local. Me pareció que imaginaba que Doro Pesch callaría un momento en el vídeo y escucharía atentamente:

—¡Al Gual le hinchó las narices un albañil de la obra de aquí al lado! El de la máquina de perforar. Se la tenía jurada desde hacía días, porque decía que la moto de Gual era demasiado ruidosa. ¡Y Gual decía que más ruidosa era la taladradora!

Se la tenían jurada…

Este relato, sencillo y emotivo como la vida misma, hacía que el
Piter
se partiera de risa. Tenía que sujetarse el estómago para que no se le rompiera alguna cosa ahí dentro. De modo que yo aguanté mi sonrisa clavada con chinchetas. Empezaba a pensar que jamás llegaría a entenderme con ellos.

—… Y esta mañana aparece el Gual con la cara como un bistec. Y yo le digo: «¿Qué te has hecho?», y él me cuenta que anoche se cruzó con el albañil cerca del Parque, y que el otro le dijo algo de su moto, y que empezaron a calentarse… ¡Me gustaría haberlo visto! —rugía el
Puti.

—¡Yo lo vi, yo lo vi! —intervine, para recordarles mi presencia—. Fue fantástico…

El
Puti
cambió automáticamente de expresión. Se puso serio para pronunciar la palabra mágica:

—¿Y qué decías de la pasta?

—Ah, sí. Que… —Volví a la historia que me había ocurrido antes—: Mientras peleaban, se le cayó un billete de quinientas pelas… Venía a devolvérselo.

El
Puti
no se lo creía, pero si había pasta de por medio, no era cuestión de dejarla pasar volando.

—Dámelas a mí, ya se las devolveré yo —dijo.

Yo metí la mano en el bolsillo para sacar el billete que el día anterior me había dado Jorge Castell.

—No es necesario —sonó entonces la voz congestionada de Elías Gual—. Ya las cogeré yo mismo…

Había entrado en el bar sin que nadie se apercibiera, y ahora se materializaba ante mí como el genio de la lámpara de Aladino. Me miraba fijamente, reconociéndome como el crío que le había estado importunando a mediodía, posiblemente atribuyéndome la responsabilidad del anónimo que lo había enviado a la plaza Universidad para nada, y odiándome profundamente por todo ello. Me pareció que empezaba a considerar la posibilidad de asesinarme.

—… Perdonad que me haya retrasado, chicos —dijo con voz temblorosa—, pero he estado haciendo un negocio con un colega que juega fuerte. ¿No lo habéis visto nunca por el barrio? —Me escrutaba intensamente—: ¿Uno con un traje de terciopelo rojo? ¿Y tuerto? Pues me ha ofrecido un trabajo dabuti… ¡Ahora lo celebraremos… con la pasta que nos dará este mocoso!

Me supo mal, pero no pude dedicarle a su discurso toda la atención que sin duda merecía, porque, mientras hablaba, yo estaba descubriendo que me había dejado el dinero en casa, en el bolsillo del chándal.

No llevaba ni un duro encima.

3

La mejor manera de aprobar

Me llamo Juan Anguera, pero poca gente, aparte de mis padres o los profes, me conocen por el nombre. Algunos de mis amigos me llaman
Johnny
o
Flanagan,
a causa de mi trabajo. Otros me llaman
Anguila,
y si hubierais estado aquella tarde en
La Tasca,
sabríais por qué.

No les permití iniciar la frase: —Te crees muy listo, ¿eh?

Aún no habían empezado a pronunciar el «te crees», cuando salía volando hacia donde menos lo esperaban. Pasé por debajo de una mesa que lancé por los aires al incorporarme y, acto seguido, me vi haciendo una finta y unos cuantos zig-zags en un espacio donde apenas si podrían haber estado sentadas dos personas, y me vi en la puerta y fffzzzuuuummmmm, me convertí en un Objeto Volante No Identificado calle abajo, hacia el Centro, donde había más gente y más policía a la que pedir auxilio. Para demostrar que yo no era más que un pobre niño perseguido por monstruos, mientras bajaba aterrorizado, esquivando un buzón, un farol y una cabina telefónica, me quité las gafas y la cazadora acribillada de chapas.

Noté que los monstruos me seguían a unos metros de distancia. También oí el grito desesperado del camarero que se parecía a Fernando Esteso: —Dejadlo, tíos, dejadlo… Había tenido muchos problemas con la policía y supongo que no quería que le acusaran de linchamiento en las proximidades de su local.

Me dejaron en paz, pues, y podéis creer que corrí con toda mi alma, primero hasta la plaza del Mercado y, después, campo a través, subiendo la pendiente de los Jardines hasta la montaña. Allí me detuve, contemplando la ciudad a mis pies y jadeando como un galgo.

Y, no obstante, una vez pasado el susto, las piernas me llevaron de nuevo, sin ninguna prisa, hacia el Centro, hacia los bloques donde estaba
La Tasca.

Por supuesto que no debería haberlo hecho. Lo miraras como lo miraras, era un riesgo innecesario. Si lo que quería era volver a casa, podía haber bajado desde la Montaña, dando un rodeo por los Chalets y la escuela. Y si lo que quería era comprobar si Elías Gual había mentido, tampoco valía la pena, porque yo sabía de sobra que lo había hecho.

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