No sin mi hija 2 (26 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: No sin mi hija 2
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La alerta ha sido calurosa. Después de este enfrentamiento, la mujer del tío Hyatt es la primera en rebelarse. No tiene costumbre de tratar con miramientos a los hombres. Afectada de una enfermedad de los huesos, ha visto cómo su marido le rehusaba el tratamiento que ella necesitaba, so pretexto de que había que ir a Estados Unidos. Es grande, muy grande su rencor, y no les teme: «¡Deberíais avergonzaros de hacer eso!» Y abandona la reunión familiar. Ambreen se va a su vez, para hacer una escena a su marido: «Ni siquiera eres de Peshawar; no tienes por qué mezclarte en ello.»

Pero el aliado más sólido de Christy sigue siendo un primo llamado Shobab, de mentalidad abierta, bonachón, barbudo como un Papá Noel paquistaní, de unos cincuenta apacibles años. La pone en guardia: «Pase lo que pase, no dejes entrar a nadie en tu habitación esta noche. ¿Comprendes?»

Aquella noche, Christy echa el cerrojo de la puerta de su habitación, sabiendo que transgrede una regla. Aquí, una mujer no debe encerrarse nunca.

A medianoche, cuando los niños duermen, observa cómo el picaporte se mueve suavemente: alguien trata de entrar. Se levanta y avanza de puntillas para mirar por una rendija de la puerta vidriera. Lo que ve le corta la respiración: un hombre que debe de ser Fiaz y otros tres que no conoce. Llevan una gruesa cuerda y un saco de tela. Los mangos de sus cuchillos sobresalen de sus túnicas.

Aterrorizada, Christy se acurruca en el suelo y empieza a golpear con todas sus fuerzas sobre el tabique interior, con ayuda de una navaja de bolsillo. Unos minutos más tarde, oye la voz de Shobab, encolerizada, que discute con los otros: «¡No podéis hacer eso a una americana! El consulado sabe dónde está. Nuestra familia será responsable. —Y añade con tono dramático, representando perfectamente su papel—: ¿Sabéis que el gobierno americano envía a la marina para liberar a sus compatriotas?»

Entonces, en medio de una última sarta de juramentos, Fiaz y sus cómplices desaparecen.

Al día siguiente por la mañana, Shobab le dice a Christy: «No querían matarte; sólo intentaban encerrarte en alguna parte, hasta que la familia obtuviera la custodia legal de John y de Adam.»

Aquella misma mañana, Fiaz le entrega a Christy una orden del tribunal prohibiéndole salir de Pakistán con sus hijos. La familia ha elevado una petición al juez, afirmando que «si esta mujer consigue llevarse a los niños, el futuro de éstos se verá arruinado».

El primer reflejo de Christy es quedarse y luchar abiertamente. Resiste: «No me marcharé sin mis hijos.» Luego acepta la opinión de sus padres. Tiene más posibilidades de triunfar legalmente desde América. En Pakistán, ella misma está en peligro.

La advertencia, en efecto, es clara: los acontecimientos de la noche anterior no son una casualidad ni una broma. Los hombres volverán a buscarla, para encerrarla, y ya no tendrá derecho de hablar. Entonces Christy toma una decisión. Resultará completamente inútil para sus hijos si la encarcelan aquí, o le sucede algo aún peor. Llama a] consulado americano, para que se hagan cargo de ella al día siguiente por la mañana en la embajada de Islamabad.

Christy le anuncia a Fiaz:

—Marcho a ocuparme de Eric, pero volveré a buscar a los niños.

—No te necesitamos; son parte de la familia.

—Volveré. Me he casado con un musulmán, soy musulmana; tengo derecho a llevarme a los niños.

Y para convencerle mejor, a él y a los demás, Christy se viste a lo paquistaní para el viaje y se lleva sus ropas de mujer musulmana.

Es su última noche en Peshawar, y Christy contempla a sus hijos mientras duermen, incapaz de conciliar el sueño. Debe convencerse a sí misma de que esta terrible elección es buena. No hay palabras para describir aquella noche. Una madre obligada a abandonar a dos de sus hijos en semejante casa, en una familia tan hostil…

Se marcha temprano por la mañana, sin tener el valor de despertar a John y a Adam: no habría podido soportar decirles adiós. Ni tampoco habría soportado la mirada de John a quien ella ha prometido: «Nunca nos separaremos.»

Pero tiene que partir, para salvarles.

Estos dos últimos años Christy ha echado pestes contra la incuria de los diplomáticos. En el consulado americano de Peshawar siempre le han dicho que era imposible ofrecerle asilo para los niños, y ni siquiera garantizarle su seguridad hasta el aeropuerto, si conseguía escaparse. Está resentida con ellos, pero, ese día, se siente muy contenta de encontrar al funcionario que la hace entrar en el inmenso y moderno complejo, y luego anuncia a los miembros de su familia política que la embajada le ofrece asilo por la noche. Y más reconocida aún cuando, al día siguiente, el hombre la acompaña al aeropuerto en un vehículo de cristales ahumados, y se queda con ella hasta que sube al avión.

Poco antes de marchar, hace dos llamadas telefónicas importantes. La primera a la policía, con la que no puede hablar desde hace días. Le aseguran que su padre nunca ha sido considerado sospechoso. Fiaz simplemente se ha inventado la historia. La segunda llamada es a una prima de Peshawar, que le informa de que John se niega a comer.

—Llora, grita y te reclama sin cesar.

Christy tiene el corazón desgarrado.

—Dile que volveré. Dile: «En cuanto pueda, mamá vendrá a buscarte»… Díselo.

Eso es lo que realmente piensa hacer, pero ¿cuándo?

En esta interminable prueba que comienza, nadie puede decirle si será pronto.

La organización de la batalla legal que ha decidido emprender Christy durará seis meses. Durante este período nos conocernos realmente.

En primer lugar, son los padres de Christy los que se ponen en contacto conmigo. Han hecho ya muchísimo por ella, se han arruinado incluso. La organización puede tomar un poco el relevo, reunir algunos fondos para pagar al abogado paquistaní que el Departamento de Estado nos recomienda. Christy viene a casa a telefonear a Peshawar; las comunicaciones a larga distancia son espantosamente caras.

Antes, podía llamar a John y a Adam cuando quería. Ahora que la familia de Riaz la considera una adversaria, la línea está cortada. Además, los niños han sido trasladados al poblado, lo cual hace más difícil aún las conexiones. Hasta que el consulado interviene, en noviembre de 1990 —tres meses después de la marcha de Christy—, ésta carece de noticias directas de los niños.

El día en que John puede finalmente hablar con ella por teléfono, Christy no reconoce su voz, y me dice, asustada:

—¡Se diría que es otro niño! ¡Han debido de llevarse a John a otra parte, es una treta!

De hecho, es realmente John, pero su acento paquistaní —muy leve cuando ella lo dejó— es ahora muy pronunciado, y el tono de su voz anormalmente agudo.

—Soy feliz, mamá, ya no lloro.

Detrás del pequeño, Christy oye una voz de mujer, una de las tías de Riaz, que le sopla al niño:

—Dile a mamá que vas a la escuela.

—Mamá, no lloro, voy a la escuela.

Christy siente el temblor en la voz del pequeño John.

—¡Escucha a mamá, John! No hagas caso de lo que te cuenten los demás; tienes una mamá que te quiere muchísimo.

Entonces, John prorrumpe en sollozos, y su voz es ahora dolorosamente reconocible:

—¡Mamá, quiero que vengas, quiero que vengas! ¡Ven a buscarme!

La tía se interpone y coge el auricular:

—No debes hablar con los niños; los pones nerviosos.

Y cuelga. Adam ni siquiera ha tenido oportunidad de hablar con su madre.

Durante todo este difícil período, yo comparto sinceramente la pena de Christy. Una separación forzada es la experiencia más desgarradora para un padre.

Yo me marché al Irán únicamente por temor a que Moody secuestrara a mi hija si me negaba a acompañarle. Cuando él me la arrancó de los brazos en Teherán, me sumergí en un abismo de impotencia y de angustia insoportables. Durante dos semanas perdí realmente mi identidad. Fue necesaria una amenaza de separación definitiva para obligarme a huir, con todos los riesgos que eso suponía.

Christy quiere la repatriación inmediata de sus hijos, pero su abogado paquistaní, un joven muy serio, Nasir Ul-Mulk, le ha advertido que una lucha encarnizada por la custodia legal puede durar más de dos años… Nasir, sin embargo, cree que Christy tiene serias posibilidades: «La enseñanza del profeta Mahoma es clara: hasta la edad de siete años los niños tienen necesidad de los cuidados de su madre, sin que haya que tener en cuenta la religión de la mujer. El hecho de que usted sea en cierto modo musulmana, por su nombre de esposa islámico, debería reforzar su posición. Los Khan, por su parte, no tienen verdaderos argumentos… pero todo depende del juez.»

Christy intenta hacer lo que jamás nadie ha hecho antes que ella: recobrar a unos niños de familia musulmana presentándose ante un tribunal islámico. Recientemente he oído hablar de una madre americana que ha obtenido la custodia de sus hijos en Egipto, pero con la estricta condición de que resida en el país. Ahora bien, lo que quiere Christy es que sus hijos se críen en Estados Unidos.

Lo que ya no es tan seguro es que su abogado tenga la fuerza, o incluso la voluntad, de oponerse a la sólida influencia de los Khan en Peshawar, y pueda lograr que el tribunal dicte sentencia a tiempo. Dentro de dos años, John cumplirá siete, edad en que la educación de un niño musulmán pasa a su padre, o, como es el caso, a la familia de éste…

Además, los documentos paquistaníes de John le hacen diez meses mayor. Otra artimaña de Riaz. Así, si la familia política de Christy consigue retrasar suficientemente el asunto, puede ganar.

Evidentemente, aún queda otra solución: contratar a un aventurero para que se apodere de los niños y los lleve a Estados Unidos. Christy sabe que Peshawar es un centro del movimiento de resistencia afgano, y no faltan hombres armados que no tienen nada que perder. Pero sabe también que es prácticamente imposible tener acceso al poblado familiar sin ser descubierto, que la región es terriblemente pantanosa, rodeada de montañas y casi inaccesible. Si la tentativa de secuestro fracasa, el contacto con los niños se habrá perdido definitivamente.

Finalmente, Christy se decide a perseverar ante los tribunales. Y para consolidar su estatuto de musulmana, Christy pronuncia sus votos islámicos ante un religioso en la región de Detroit. Y con ese motivo entona a la vez en inglés y en árabe:

—Creo que no hay más que un Dios, y que Mahoma es su profeta.

Christy no se siente culpable de ningún engaño durante la ceremonia. Ella cree en Dios y, cuanto más aprende sobre los preceptos de Mahoma, más impresionada queda. Especialmente en lo que concierne a su visión de las mujeres y los niños.

—Si Mahoma viviera —le dice el religioso—, hubiera quedado consternado por la actitud de su familia política.

También en esto puedo identificarme con Christy. También yo había estudiado el Islam cuando vivía en Teherán. En mi caso, se trataba de algo calculado para ganarme la confianza de Moody y la de su familia. Pensaba que, una vez convencidos de que yo había aceptado vivir en Irán, me concederían una mayor libertad de movimientos, la única clave para emprender cualquier fuga. Cuando Moody raptó a Mahtob, le recé a Dios, a Jesús, a Alá; no importaba el nombre, lo que contaba era la fuente de ayuda moral. No estaba en situación de mostrarme exclusivista.

Cuanto más conocía a Christy, más afecto sentía por ella. En algunos de los casos con que me he encontrado, es difícil a veces estar seguro de que el progenitor abandonado es el más apto para educar al niño. El secuestro paternal es siempre un acto terrible, condenable por principio, pero a veces me he preguntado si la situación contraria no hubiera sido mejor. En el caso de Christy, jamás he tenido este tipo de duda. Yo estaba impresionada por su sentido de obligación hacia los niños y por el poder de sus sentimientos maternales; por su coraje, su obstinación, por la fuerza que tenía esa mujer tan joven.

Christy pide a todos sus conocidos que escriban a la embajada de Pakistán en Washington. Antes incluso de que ella inicie su acción, la embajada ya está inundada de centenares de cartas y peticiones. Aunque al más alto nivel le han afirmado que era imposible activar su expediente desde Estados Unidos, se acepta, sin embargo, dado su empeño, hacer saber oficiosamente al juez paquistaní que «la embajada se mostrará particularmente atenta a su decisión». Un detalle nada despreciable.

Menos de tres semanas después del inicio de la operación Tormenta del Desierto, el abogado de Christy le informa que su asunto se verá próximamente en el tribunal. Su presencia no es preceptiva, pero influirá favorablemente en el juez. Ella lo sabe, y está dispuesta a viajar nuevamente a Pakistán. Y, para mostrar su buena fe, decide ir sola. Esta decisión provoca un frenético intercambio de llamadas telefónicas entre su casa, el despacho del senador Riegle, el Departamento de Estado y mi propia oficina, transformada en cuartel general.

Sally Light, que ha sucedido a Teresa en el Departamento de Estado, está realmente preocupada por la seguridad de Christy, debido a la oleada de manifestaciones antiamericanas en Pakistán. Sally piensa que Christy no tiene ninguna probabilidad seria de recuperar a sus hijos y que corre un gran riesgo por nada. Y la llama, acongojada: «Tengo miedo de que te maten allí…»

El 9 de febrero de 1991, una hora antes de la partida de Christy hacia el aeropuerto, Sally Light intenta por última vez retenerla.

—No vayas. Creo que no has reflexionado bien. Date cuenta de que nuestros funcionarios consulares van a considerarte, a ti y a los niños, como un asunto de poca monta. ¡Estamos en guerra!

—¡Me da igual! Me marcho.

Y Christy prorrumpe en sollozos en mis brazos. Luego la acompañamos a tomar el avión. Es su quinto viaje a Pakistán en menos de dos años, pero éste es diferente. Ahora Christy es libre. Saborea el simple hecho de inscribir libremente su nombre en un hotel de Peshawar, y de ir y venir a su voluntad, pese a que sus desplazamientos son vigilados. Ha sido seguida por dos hombres, dos agentes secretos paquistaníes, designados para ser sus guardaespaldas, tras una petición del senador Riegle al embajador paquistaní.

Ni siquiera una negativa entrevista en el consulado americano consigue mermar su optimismo. El funcionario la recibe así:

—Ah, ¿otra vez usted? ¡Me ha costado usted más correo que cualquier otra persona en la historia! Deseo que recupere usted a sus hijos cuando pueda, pero éste no es realmente el momento. Le aconsejo sinceramente que vuelva a nuestro país.

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