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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (38 page)

BOOK: No sin mi hija
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La última palabra, «él», Moody, fue pronunciada con una pizca de malignidad.

Eso fue lo que finalmente me convenció. En aquel momento, la oportunidad de hablar con mi familia, aunque fuera brevemente y aunque la conversación resultara agridulce, bien merecía el riesgo de la furia de Moody.

De modo que llamé, contando mi pena y mi amor entre sollozos por teléfono. También ellos lloraron, papá admitiendo que su estado empeoraba día a día, que cada vez sentía más dolor, y que los médicos estaban considerando la posibilidad de una nueva operación. Hablé con Joe y con John en casa de su padre, despertándoles en mitad de la noche.

Ameh Bozorg nos dejó solas a Mahtob y a mí durante las llamadas telefónicas, sin preocuparse de escucharlas. Más tarde me pidió que fuera a sentarme en la sala. Con Mahtob, Zohreh y Fereshteh presentes para traducir, mantuvimos una reveladora conversación.

—Yo fui la que le dijo a Moody que te devolviera a Mahtob —pretendió—. Le dije que no podía hacerte eso por más tiempo. No puede tratarte así.

¿Era posible que aquella mujer a la que yo odiaba, que me había sido tan hostil, se estuviera convirtiendo en mi aliada? ¿Estaba bastante cuerda como para ver la creciente locura en su hermano más joven, y era lo bastante compasiva como para hacer lo posible con el fin de protegernos a Mahtob y a mí de nuevos horrores? Era demasiado para averiguarlo de golpe. Hablé con ella precavidamente, pero ella pareció aceptarlo y comprender el motivo. Aquél era un punto en favor de aquella extraña, extrañísima mujer. Sabía que yo estaba asistiendo a un cambio incomprensible en ella. No podía confiarle ningún secreto verdadero, naturalmente, fuera cual fuese. ¿Pero podía confiar en que ella ayudara a Moody a comportarse más razonablemente?

Durante aquel día ataqué otros problemas. La mayor parte de nuestro equipaje seguía guardado en el armario de la habitación que habíamos usado allí, milenios atrás. Nadie más dormía en la habitación; seguía siendo la nuestra. Procuré encontrar un momento libre y me dirigí al dormitorio, buscando entre las medicinas que Moody había traído de América.

Las pequeñas píldoras rosa iban en una cajita pequeña y alargada. Su nombre era
Nordette
. Nunca comprendí cómo Moody había conseguido pasar anticonceptivos orales por las aduanas de una República Islámica donde el control de natalidad estaba prohibido por la ley. Quizás hubiese sobornado a alguien. En todo caso, allí estaban las píldoras, algunas cajitas de ellas en medio de un surtido de medicamentos. ¿Las habría contado Moody? Lo ignoraba. Equilibrando el miedo a ser descubierta con el miedo a un embarazo, me arriesgué a coger la dosis para un mes.

Al meter el paquetito entre mis ropas, el envoltorio de plástico crujió, y eso se repitió a cada movimiento que hacía. No me quedaba otra solución que rezar para que nadie se diera cuenta.

Cuando Moody regresó para llevarnos a Mahtob y a mí a casa, nadie le dijo nada de las llamadas telefónicas. Al disponernos a marchar, me encogí ante el ligero ruidito que acompañaba mis pasos, pero aparentemente nadie lo oyó.

Llegados a casa, escondí las píldoras bajo el colchón. Al día siguiente ingería la primera píldora, sin saber si era el momento adecuado, rezando para que funcionara.

Unas pocas noches más tarde, Baba Hajji llamó por teléfono a Moody y le dijo que quería venir a hablar con él. Moody no se podía negar.

Anduve ajetreada en la cocina, preparando té y comida para el honorable invitado, horrorizada de que su misión pudiera consistir en informar a Moody de las llamadas telefónicas hechas desde su casa. En vez de ello Mahtob y yo, desde el dormitorio, oímos una conversación que me llenó de optimismo.

Por lo que pudimos captar, Baba Hajji le dijo a Moody:

—Ésta es la casa de Mammal. Mammal ha tenido que ir a alojarse con sus parientes políticos por tu causa, porque Nasserine no quiere ir cubierta todo el tiempo en su casa, y vosotros estáis siempre aquí. Están cansados de eso. Abajo está la casa de Reza, y también la estáis usando. Igualmente se han cansado. Tenéis que mudaros inmediatamente. Tenéis que salir de aquí.

Moody respondió suave, respetuosamente. Naturalmente, atendería el «ruego» de Baja Hajji. El anciano asintió, sabiendo que sus palabras llevaban la fuerza de la autoridad divina. Entonces, entregado su mensaje, se marchó.

Moody estaba furioso con su familia, con sus propios parientes. De repente, Mahtob y yo éramos todo lo que tenía. Ahora estábamos los tres contra el injusto mundo.

Llevamos a la cama a Mahtob, y Moody y yo sostuvimos una larga charla durante aquella noche.

—Llevé a Reza a la escuela —se quejó—. Le di todo lo que necesitaba. Le di dinero, un coche nuevo que conducir, le proporcioné un hogar. Mammal vino a pedirme que me ocupara de lo de su operación, y así lo hice. Siempre he dado a mi familia todo lo que me pedía. Si me llamaban a América y querían abrigos, se los mandaba. Me gasté un montón de dinero con ellos, y ahora lo han olvidado, han olvidado todo lo que hice por ellos. Ahora sólo quieren que me vaya.

Luego se lanzó contra Nasserine.

—¡Y Nasserine! Es tan estúpida… Y no tiene por qué andar tapada todo el tiempo. ¿Por qué no puede ser como Essey? Claro, era estupendo que estuviéramos aquí, porque tú limpiabas, cocinabas y cambiabas los pañales de Amir. Lo has hecho todo aquí. Ella no hace nada excepto bañar a Amir cada dos meses, cuando tiene unas vacaciones. ¿Y qué clase de madre y esposa es? Pero ahora volverá a casa desde la universidad en verano. Ya no necesita una niñera, así que es el momento de decir: «¡Fuera!». Sin un lugar para ir y sin dinero, ¿cómo esperan que me vaya?

Era extraño oír aquellas palabras. Moody con su pudibundez islámica de los meses anteriores, se había quejado de la negligencia de Essey en taparse, señalando a Nasserine como un ejemplo de virtud. El cambio de actitud era sorprendente.

Murmuré discretas expresiones de simpatía. De haber sido yo Nasserine, sin duda me hubiera gustado que Moody se fuera de casa, pero no hice mención de este hecho. Lo que hice fue tomar partido por mi marido sin vacilaciones, tal como él esperaba. Yo era una vez más su aliada, su intrépida partidaria, su hincha número uno… halagando su ego con cada gramo de insincera adulación que pude hallar en mi cerebro.

—¿No tenemos dinero, de verdad? —le pregunté.

—De verdad. Aún no he conseguido que me paguen. Todavía no tienen arreglado el papeleo.

Esta vez le creí, y me pregunté en voz alta:

—Entonces, ¿cómo vamos a mudarnos?

—Majid me dijo que nos encontrarán lo que queramos, y que él y Mammal correrán con el coste.

Sólo con un vigoroso esfuerzo pude sofocar mi alegría. Era indudable que nos íbamos a mudar de aquella prisión del apartamento de Mammal, porque Moody le había dado su palabra a Baba Hajji. Es más, ahora sabía que no existía la posibilidad de regresar a casa de Ameh Bozorg, porque Moody manifestaba una maligna furia contra la otrora venerada hermana. De hecho, vivir con cualquiera de los parientes estaba fuera de cuestión, ahora que habían socavado tanto su dignidad.

¿Podía esperar que Moody decidiera que había llegado el momento de volvernos a América?

—No te comprenden —le dije amablemente—. Tú has hecho mucho por ellos. Pero está bien. Las cosas se arreglarán. Al menos nos tenemos a nosotros, los tres juntos.

—Sí —dijo él. Y me abrazó. Luego me besó. Y durante los minutos de pasión que siguieron, fui capaz de disociarme del presente. En aquel momento, mi cuerpo era simplemente una herramienta que yo usaría, si tenía que hacerlo, para conseguir la libertad.

Buscamos una casa de alquiler, caminando por las sucias calles y vecindades con un agente de la propiedad iraní. Todos los apartamentos que veíamos se encontraban en un estado ruinoso y no se los había limpiado ni pintado durante decenios.

La reacción de Moody era alentadora, porque también él se enfurecía ante las lamentables condiciones en que estaba todo. Le había llevado un año volver a sensibilizarse, a darse cuenta realmente de la mugre que sus paisanos aceptaban como norma. No seguiría viviendo así.

Sin embargo, en aquellos momentos un dogal le estaba apretando el cuello. Aunque tenía un empleo respetable en el hospital, seguía ejerciendo la medicina de modo no oficial, incapaz de conseguir que el antiamericano gobierno iraní homologara sus credenciales, incapaz de conseguir que le pagaran, incapaz, en suma, de proporcionar a su familia el esplendor que él consideraba su derecho.

Moody se encontró de repente con el problema de tener que guardar respeto a los deseos de sus mayores. Baja Hajji tenía un amigo agente de la propiedad. Éste nos mostró un apartamento situado a unas pocas manzanas de la casa de Mammal. No nos gustó y rehusamos alquilarlo, lo que desencadenó una discusión entre Moody y Baba Hajji.

—No hay patio —se quejó Moody—. Mahtob necesita un patio para jugar.

—No importa —dijo Baba Hajji. Los deseos o necesidades de los niños no le interesaban.

—No tiene muebles ni electrodomésticos —dijo Moody.

—No importa. No necesitáis muebles.

—No tenemos nada —señaló Moody—. No tenemos cocina, ni refrigerador, ni máquina de lavar. No tenemos ni un plato ni una cuchara.

Yo escuchaba la conversación, pues mi parsi había mejorado un poco, y me quedé sorprendida y encantada de oír los argumentos de Moody. Quería un patio para Mahtob. Quería electrodomésticos para mí. Quería cosas para nosotros, no sólo para él. Y las quería tan desesperadamente que se atrevía a enfrentarse con el venerable jefe de la familia.

—No importa —repetía Baba Hajji—. Tú consigue tu casa, y todo el mundo colaborará para que tengáis lo necesario.


Taraf
—replicó Moody, casi gritándole al santo varón—. Eso es
taraf
.

Baba Hajji se marchó, enfurecido, y Moody se quedó preocupado por la posibilidad de haber ido demasiado lejos.

—Debemos encontrar nuestra casa pronto —dijo—. Debemos encontrar un lugar lo bastante grande como para poder instalar en él una clínica, y empezar a ganar dinero por mi cuenta. —Al cabo de un rato añadió una nota preocupante para mí—. Hemos de lograr que nos envíen nuestras cosas de América —terminó.

Reza Shafiee, pariente de Moody, era anestesiólogo en Suiza. Sus periódicas visitas a sus padres eran motivo de grandes celebraciones, y cuando recibimos una invitación para una cena en su honor, Moody se quedó encantado. Ahora que trabajaba en el hospital y planeaba abrir su propia clínica privada, la conversación profesional resultaba más interesante.

Quería ofrecerle a Reza Shafiee un regalo especial, y me ordenó ir con Mahtob a comprarlo. Dio precisas instrucciones para que fuésemos a cierta confitería en que vendían semillas de pistacho arregladas para formar cuadros decorativos. Mahtob y yo llegamos allí en medio del calor de la tarde, encontrándonos con que la tienda estaba cerrada por ser la hora de la plegaria.

—Esperemos allí —le dije a Mahtob, señalando al otro lado de la calle, a la sombra de un árbol—. Hace demasiado calor.

Mientras aguardábamos, descubrí la presencia de un contingente de
pasdar
que vigilaban la calle. Había un camión de reparto lleno de hombres uniformados y un Pakon que albergaba en su interior a cuatro
pasdar
femeninas ataviadas con el
chador
. Me llevé la mano a la frente y quedé satisfecha al no descubrir cabellos rebeldes que escaparan de debajo del
roosarie
. No me van a pillar esta vez, me dije.

Al cabo de un rato, Mahtob y yo nos sentimos cansadas de esperar, así que cruzamos la calle para ver si había alguna indicación de cuándo iban a abrir nuevamente la tienda. Apenas invadimos la calzada, el Pakon avanzó rápidamente, y rechinando los frenos se detuvo ante nosotras. Cuatro
pasdar
femeninas saltaron del coche y nos rodearon. Una de ellas tomó la palabra.

—¿No es usted iraní? —preguntó acusadoramente en parsi.

—No.

—¿De dónde es?

—Soy de América —dije en parsi.

La mujer habló entonces brusca y rápidamente en mi cara, poniendo a prueba mi tristemente limitado conocimiento de la lengua.

—No comprendo —acabé por decir.

Eso no hizo más que enfurecer a la mujer. Siguió increpándome en su incomprensible lengua hasta que, finalmente, la pequeña Mahtob consiguió hacer una traducción.

—Quiere saber por qué no comprendes —explicó Mahtob—. Dice que al principio hablabas bien en parsi.

—Dile que sólo puedo entender unas pocas palabras, nada más.

Esto suavizó un poco a la mujer, pero siguió hablando atropelladamente hasta que Mahtob explicó:

—Te han detenido porque en tus calcetines hay arrugas.

Me subí los ofensivos calcetines, y las
pasdar
se marcharon, no sin antes soltarle a Mahtob la directriz final: «Dile a tu madre que nunca vuelva a salir a la calle con los calcetines arrugados».

Así castigada, pude comprar los pistachos y, en el camino de vuelta, le advertí a Mahtob que no hablara a papá del incidente. No quería que Moody se enterara de nada que pudiera inducirle a restringir nuestros movimientos. Mahtob comprendió.

Aquella noche fuimos a casa del
Amoo
(tío por el lado paterno) Shafiee, en el distrito Geisha de Teherán, a ofrecer los pistachos a su hijo Reza. Había allí cincuenta o sesenta personas.

A última hora de la noche, después de que se hubiesen ido algunos invitados y cuando nosotros nos disponíamos a marchar, el repentino y siniestro gemido de las sirenas de alarma aérea resonó en la ciudad. Las luces se apagaron. Cogí a Mahtob de la mano y nos apretujamos contra una pared junto con otras personas.

Aguardamos en un tenso silencio el sonido de las baterías antiaéreas que nos habíamos acostumbrado a esperar. A lo lejos oímos el terrorífico ruido de los aviones que se acercaban, pero seguía sin resonar el fuego antiaéreo.

—Algo va mal —dijo alguien—. Quizás nos hayamos quedado sin munición.

Los aviones atacantes rugían sobre nuestras cabezas, terriblemente próximos.

Una ensordecedora explosión atronó mis oídos, y experimenté la instantánea y misteriosa sensación de que un oscuro fantasma barría la habitación, dejándonos ateridos y vulnerables. La pared retumbó contra mis espaldas, empujándonos a Mahtob y a mí hacia adelante. Las tazas tintinearon. Oímos ruidos de cristales rotos.

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