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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (39 page)

BOOK: No sin mi hija
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Antes de que pudiésemos reaccionar, una segunda conmoción nos sacudió, y luego una tercera. La casa entera se estremecía. Por todas partes caían trozos de yeso. Yo me daba cuenta de que a mi lado la gente lanzaba gritos histéricos, pero en mis oídos sonaban extrañamente débiles. En la oscuridad, esperamos a que el techo nos cayera encima. Mahtob gemía. Moody me asía la mano.

Aguardamos, impotentes, reteniendo la respiración, esforzándonos por dominar el pánico.

Sólo poco a poco la realidad volvió a ocupar su lugar. Transcurrieron bastantes minutos antes de que nadie se diera cuenta de que los aviones y las espantosas explosiones habían sido sustituidos por las sirenas de los vehículos de urgencia. Del exterior nos llegaban también los gritos de las víctimas.

«¡Vamos al tejado!», gritó alguien y, como un solo hombre, todos corrimos hacia el tejado de la casa. Las luces de la ciudad estaban apagadas, pero el resplandor de innumerables incendios incontrolados, así como los faros de las ambulancias, coches de policía y vehículos de bomberos iluminaban el devastado paisaje urbano. A través del aire convertido en una densa niebla a causa de las partículas de polvo, no vimos más que muerte y destrucción a nuestro alrededor. Los edificios cercanos habían sido reemplazados por profundos socavones en la tierra. La noche olía a pólvora y a carne quemada. Por las calles corrían hombres, mujeres y niños histéricos, gritando, llorando, buscando frenéticamente a su familia.

Algunos hombres salieron de la casa y se acercaron a la avenida principal en busca de información. Regresaron con la noticia de que las calles estaban cerradas a todo tráfico, excepto el de los vehículos de emergencia. «No podemos salir de Geisha esta noche», dijo alguien.

Acampamos, pues, aquella noche en el suelo de la casa de
Amoo
Shafiee, Mahtob y yo dando gracias a Dios por nuestra supervivencia y renovando nuestras desesperadas súplicas por la libertad.

Las calles permanecían cerradas a la mañana siguiente, pero llegó una ambulancia para llevar a Moody al hospital. Mientras él trabajaba allí durante todo el día, atendiendo a las bajas, los que estábamos aprisionados en la casa especulábamos sobre lo sucedido la noche anterior. Muchas personas expresaron la pesimista opinión de que el gobierno se había quedado sin munición. Si eso era cierto, íbamos a sufrir un auténtico fuego del infierno.

Tales rumores debían de haberse esparcido por toda la ciudad, porque por la tarde la televisión gubernamental emitió una declaración destinada a calmar los temores. Por lo que pude entender, los locutores decían al populacho que no se alarmara. La razón por la que no había habido fuego antiaéreo era que el gobierno estaba probando algo diferente; aunque no dijeron de qué se trataba.

Moody volvió aquella noche a la casa de
Amoo
Shafiee. El distrito de Geisha seguía cerrado a todo tráfico, excepto el de emergencia, así que tuvimos que pasar allí otra noche. Moody estaba cansado e irritable por un largo día de supervisión de anestesia en innumerables operaciones de urgencia. Traía preocupantes noticias de muchas, muchas bajas. Sólo en una casa, en una fiesta de cumpleaños, habían muerto ochenta niños.

Reza Shafiee tuvo que retrasar su regreso a Suiza, y, durante aquella noche, le propuso a Moody un plan.

—Deberías dejar salir a Betty y a Mahtob del país —dijo—. Es demasiado peligroso para ellas. Deja que me las lleve a Suiza. Me aseguraré de que permanezcan conmigo. No las dejaré hacer nada.

¿Hasta dónde estaba enterado Reza Shafiee de mi situación?, me pregunté. ¿Tenía realmente intención de vigilarnos en Suiza, o sólo trataba de aplacar los temores de Moody de que pudiéramos huir? Eso no importaba, porque yo estaba segura de que podríamos regresar a América desde Suiza.

Pero Moody defraudó esta débil esperanza en unos instantes.

—No —gruñó—. Ni hablar.

Prefería exponernos a los peligros de la guerra.

Transcurrió un segundo día, y luego un tercero, en la casa de
Amoo
Shafiee, antes de que las brigadas de rescate terminaran de llevarse a los heridos y a los muertos. Cada día las noticias del gobierno se hacían más misteriosas. Los locutores informaron que, si no había habido fuego antiaéreo durante los bombardeos, era porque Irán poseía ahora sofisticados cohetes aire-aire, muy superiores al fuego antiaéreo convencional. Un reportero dijo que el pueblo de Irán se quedaría sorprendido cuando se enterara del lugar de procedencia de los nuevos misiles.

¿América? ¿Rusia? ¿Francia? ¿Israel? Todo el mundo especulaba, pero Moody estaba seguro de que las nuevas armas procedían de los Estados Unidos. Debido al embargo de armas, dijo, probablemente fuesen canalizadas a través de un tercer país… con lo que Irán tenía que pagar un precio más elevado. Moody estaba convencido de que los traficantes de armas americanos, siempre hambrientos de dinero, no podían ignorar a un cliente con tan insaciable apetito.

No sabía, ni me importaba, de dónde procedían los misiles. Sólo pedía que no tuvieran que ser utilizados.

Se produjeron nuevos acontecimientos pocos días más tarde, después de nuestra vuelta al apartamento de Mammal. El gobierno prometía despiadada venganza contra Irak por el bombardeo de Geisha, y anunciaba ahora que se había efectuado un terrible ataque contra Bagdad, utilizando otra nueva arma, un cohete tierra-tierra que llegaba desde el suelo iraní a Bagdad sin el uso de una aeronave.

La existencia de esta segunda nueva arma alimentó más especulaciones respecto de quién estaba suministrando a Irán elementos tan sofisticados. El gobierno proclamó triunfalmente que las nuevas armas eran fabricadas allí mismo, en Irán. Moody se mostró escéptico al respecto.

Un día, Moody nos permitió a Mahtob y a mí salir de compras con Essey y Maryam para adquirir ropa de verano para las niñas.

Después de una mañana de tiendas, tomamos un taxi naranja para volver a casa, y las cuatro nos amontonamos en el asiento delantero. Yo iba en medio, con Mahtob en el regazo. El chófer arrancó a gran velocidad, y cuando maniobraba el cambio de marchas, sentí que su mano me rozaba la pierna. Al principio pensé que era un accidente, pero a medida que avanzábamos por entre el denso tráfico, su mano fue deslizándose más arriba, apretando mi muslo.

Era un hombre desagradable, pestilente, que me miraba lascivamente por el rabillo del ojo. Mahtob estaba distraída con Maryam, así que aproveché la oportunidad para darle un fuerte codazo al chófer en los riñones.

Esto, sin embargo, no hizo más que alentarle. Puso su palma sobre mi pierna y apretó. Cada vez su mano subía más y más.

«
¡Muchajer injas!
», grité. «¡Aquí, gracias!» Era la orden que uno daba cuando había llegado a su destino.

El chófer apretó los frenos.

—No digas nada; pero baja —le dije a Essey. Empujé a Essey y a las niñas a la acera, y salí tambaleándome tras ellas.

—¿Qué pasa? —preguntó Essey—. No es aquí donde tenemos que bajar.

—Lo sé —le repliqué. Me temblaba todo el cuerpo. Mandé a las niñas a mirar un escaparate, y entonces le conté a Essey lo que había ocurrido.

—He oído hablar de ellos —me dijo Essey—. Jamás me ha sucedido a mí. Pienso que sólo se lo hacen a las mujeres extranjeras.

Ya fuera de peligro, surgió otra consideración.

—Essey —imploré—, por favor, no se lo digas a Moody, porque, si se entera, no va a dejarme salir otra vez. Por favor, no se lo digas tampoco a Reza.

Essey consideró cuidadosamente mi petición, y al final se mostró de acuerdo.

La cada vez más deteriorada relación de Moody con sus parientes iraníes me daba mucho que pensar. Tratando desesperadamente de comprender a aquel hombre para poder calcular cuál sería el contraataque más eficaz, repasé los detalles de su vida. Había marchado de Irán a Inglaterra en cuanto su edad se lo permitió. Al cabo de unos años, vino a América. Había dado algunas clases, pero lo abandonó para estudiar ingeniería. Después de unos años como ingeniero entró en una escuela de medicina. Tres años en Corpus Christi, dos en Alpena y uno en Detroit, antes de que tuviera lugar un nuevo vuelco en su vida y nos fuéramos a Irán. Ahora había transcurrido un año, y, una vez más, la vida de Moody sufría un trastorno.

No era capaz de asentarse. Podía mantener el equilibrio en su vida sólo durante un breve tiempo, antes de tener que mudarse. Siempre había una razón externa, algo a lo que poder acusar. Pero ahora yo podía ver, al considerarlo retrospectivamente, que él siempre había contribuido a crear sus problemas. Era empujado por una locura que le impedía estar en paz.

Por todo ello, me pregunté, ¿hacia dónde se volverá esta vez?

Para él, no parecía haber otra salida del dilema. Cada vez más, demostraba que yo era su única amiga y aliada. Éramos nosotros contra el mundo cruel.

Todo había despertado en mí la débil esperanza de que se estuviera encaminando hacia una decisión crucial: regresar a América con Mahtob y conmigo; pero había complicaciones.

Una noche, cuando yo saqué a colación cuidadosamente el tema de regresar a América, Moody se mostró más desalentado que irritado. Me contó una historia que él parecía creer, pero que yo encontré asombrosa.

—¿Recuerdas al doctor Mojallali? —me preguntó.

—Claro.

El doctor Mojallali había sido un amigo íntimo de Moody en Corpus Christi hasta que, poco después de la toma de la Embajada de los Estados Unidos en Teherán, él y Moody terminaron bruscamente su relación.

—Trabajaba para la CIA —declaró Moody—. Y me pidió que lo hiciera yo, que ejerciera mi influencia sobre los estudiantes universitarios para que se alzaran contra Jomeini. Me negué, naturalmente. Pero ya no podemos esperar nada de América ahora. Si vuelvo, me matarán. La CIA anda detrás de mí.

—No es verdad —le repliqué—. No me creo una palabra.

—¡Es cierto! —gritó.

No me atreví a seguir con el tema ante su creciente cólera. No podía creer que Moody fuera tan importante como para estar en la lista negra prioritaria de la CIA, pero evidentemente él sí lo creía. Y esa absurda conclusión le mantenía en Irán.

Finalmente, me enteré de otra y quizás más importante contingencia que impedía a Moody tomar en consideración la posibilidad de regresar. Moody nos permitió ir al mercado a Mahtob y a mí un día, y me detuve en la tienda de Hamid a llamar a Helen, en la embajada. Discutí con ella la posibilidad de que Moody regresara a América.

—No —me dijo—. Su carta verde ha expirado.

Solamente podría regresar a América si yo —su esposa americana— le daba permiso. Ciertamente, lo hubiera hecho para lograr el regreso de Mahtob y mío, pero hubiera sido un golpe fatal para su ego.

De modo que así estaban las cosas. Había esperado demasiado. Su gran plan había dado un dramático y amargo giro. ¡Moody era ahora el que estaba atrapado en Irán!

18

Un día descubrí en
The Khayan
un anuncio ofreciendo alojamiento para extranjeros.

—Tal vez hablen inglés —le dije a Moody—. ¿No tendríamos que llamarles, quizás?

—Sí —repuso él.

Respondió una mujer, que hablaba un inglés perfecto, y se mostró encantada de enterarse de que una pareja americana buscaba alojamiento. Convinimos una cita el día siguiente, a última hora de la tarde, después de que Moody terminara su trabajo en el hospital.

Durante las siguientes tardes, la corredora de fincas nos mostró varios apartamentos limpios, claros y amueblados en un confortable estilo occidental. Ninguno nos convenía del todo. Pero sabíamos que íbamos por el camino adecuado. Se trataba de casas cuyos propietarios eran inversores que vivían en el extranjero, o iraníes cultivados que deseaban mantenerlas en buen estado. La manera más fácil de conseguirlo era negarse a alquilarlas a iraníes.

Sabíamos que más tarde o más temprano encontraríamos el lugar adecuado para nosotros, pero el horario del trabajo de Moody dificultaba nuestra búsqueda, así que la agente de fincas hizo una sugerencia lógica.

—¿Y si Betty viniera conmigo un día entero? Así podremos ver muchos lugares, y si ella encuentra algo interesante, puede usted ir a verlo luego.

Eché una mirada a Moody, preguntándome cómo reaccionaría éste.

—Sí —dijo.

Pero más tarde, cuando estábamos a solas, atemperó su aprobación.

—Ella tiene que recogerte. Debes permanecer a su lado todo el tiempo. Y luego te traerá a casa —ordenó.

—Estupendo —le dije. Lenta, muy lentamente, las cadenas se iban aflojando.

Al día siguiente encontré la casa perfecta para nosotros, dadas las circunstancias. Era un espacioso apartamento de dos niveles, el mayor de los tres que había en el edificio. Estaba situado al norte de Teherán, donde todas las casas tendían a ser más nuevas, y estaba a sólo quince minutos de taxi del hospital.

La casa había sido construida durante la época del sha, y el apartamento que me interesó estaba hermosamente decorado con muebles italianos. Había sofás y sillas confortables, un elegante comedor, y electrodomésticos en la cocina. Había ya instalado un teléfono, así que no tendríamos necesidad de poner nuestro nombre en una interminable lista de espera. Y en la parte de delante había un verde y lujuriante jardín con una gran piscina.

El apartamento abarcaba la mayor parte de dos pisos, y estaba perfectamente distribuido para que Moody montara una consulta, en dos alas que la gente llamaba villas. La villa de la derecha, que llegaba, dando la vuelta, hasta la parte trasera del edificio, podía ser nuestra vivienda, en tanto que la consulta de Moody ocuparía la parte delantera de la casa. Unas grandes puertas de madera separaban un ala de la sección principal del apartamento, creando a la vez una sala de espera y una sala de visita.

El dormitorio principal y la habitación de Mahtob se hallaban en el segundo piso, así como el baño, con bañera y ducha y un retrete americano. El dormitorio principal lindaba con otro apartamento más pequeño que se extendía hacia atrás, alejándose de la calle.

Aquella noche, Moody vino conmigo a ver el apartamento, y también él se enamoró inmediatamente. Sin que yo lo apremiara en absoluto, observó que era un lugar perfecto para un consultorio.

Y yo pensé que era también un lugar perfecto para mis propios planes. Aquí, como ama de mi propia casa, como esposa del doctor, tendría aún más libertad. Moody no podría controlar mis movimientos ni mantenerme alejada del teléfono. No habría ninguna persona residente que me espiara, ni forma de mantenerme bajo llave.

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