La casa estaba vacía, en silencio; todo el mundo había salido.
La conversación telefónica con el señor Crowley se repitió una y otra vez en mi cabeza durante los tres días siguientes y logró excluir todo lo demás. Mi madre llegó a casa la noche de Navidad llorando y gritándome que habían pasado el día buscándome y que dónde había estado y que estaba tan contenta de que me encontrase bien y mil cosas más que no escuché porque ya tenía suficiente con pensar en el señor Crowley. Al día siguiente vino Margaret y los tres fuimos a un asador, pero yo estaba tan pensativo que no les hice caso ni a ellas ni a la comida. Estoy seguro de que creían que estaba hecho polvo por lo del regalo de mi padre, pero eso ya casi se me había olvidado y solamente podía pensar en las insinuaciones y confesiones de Crowley; en la cabeza no me cabía nada más. El miércoles, mi madre ya había dejado de intentar animarme aunque de vez en cuando la pillaba mirándome desde el otro lado de la habitación. Era de agradecer poder estar tranquilo por fin.
El señor Crowley prácticamente había admitido que solía robar cuerpos enteros, pero que ahora solamente se llevaba trozos. En parte tenía sentido; explicaba por qué el ADN de la sustancia viscosa seguía perteneciendo a la misma persona: porque el cuerpo era el de Emmett Openshaw. También explicaba por qué se le daba tan bien matar pero tan mal esconder las pruebas. Es probable que matara a Jeb Jolley presa de la desesperación —debía de estar muriéndose a falta de un riñón sano— y simplemente no planeó qué hacer con el cadáver porque nunca antes había tenido que ocuparse de eso. A medida que avanzaba el año y mataba a más gente, empezó a hacerlo mejor e incluso empezó a buscar víctimas anónimas, como el vagabundo solitario que llevó al lago Friqui. Un mes después nadie sabía que aquel hombre había desaparecido ni que el asesino de Clayton se había cobrado otra víctima justo antes de Acción de Gracias. Y tampoco sabían nada del que había matado antes de Navidad —el que me perdí—, así que supuse que se trataba de otro vagabundo. Quizá hubiera más de los que yo creía.
También me dio una buena indicación de por qué no se llevaba más de un órgano o una extremidad de cada víctima. Si llevarse todo el cuerpo le proporcionaba también su aspecto, seguramente temía que si se llevaba demasiadas partes de un cadáver esto iba a tener un efecto sobre la apariencia que estaba intentando mantener. Su físico podía soportar un brazo aquí y un riñón allá, pero si incorporaba demasiado de una víctima, podría perder la identidad de Bill Crowley que tanto estaba luchando por no perder.
Sí, estaba aprendiendo a asesinar más y mejor con este nuevo método en lugar de utilizar el antiguo, pero la cuestión seguía siendo la misma: ¿por qué había cambiado? ¿Y por qué hubo un espacio de cuarenta años en el que no asesinó a nadie? Intenté ponerme en su lugar: un demonio que ronda por el mundo, que mata a una persona y empieza una nueva vida. Si pudiera hacer lo que se me antojara, ¿por qué iba a quedarme en el condado de Clayton? Si pudiera ser tan joven y fuerte como quisiera, ¿por qué motivo iba a envejecer, tanto que empezara a fallarme el cuerpo? Si yo pudiera matar a una persona y desaparecer sin dejar rastro, ¿por qué me quedaría en el mismo lugar a matar a una decena de personas y dejar pruebas que la policía podría utilizar para encontrarme?
Intenté hacer otro perfil psicológico partiendo de la misma pregunta clave: ¿qué cosas hacía el asesino que no necesitaba? Se había quedado en un sitio; mantenía una misma identidad; había envejecido, y mataba, una y otra vez. Todo eso tenía algún significado. ¿Disfrutaba con ello? Desde luego, no lo parecía. Sin embargo, si yo había conseguido averiguar cómo funcionaba, entonces matar a toda esa gente era algo que no necesitaba hacer. Tenía otra opción. ¿Por qué lo hacía?
Si no necesitaba hacer algo, eso quería decir que lo deseaba. ¿Por qué quería envejecer? ¿Por qué se quedaba en un pueblo perdido de la mano de Dios en mitad del hielo y de la nada? ¿Qué tenía Clayton que aquel demonio no hubiera encontrado en ningún otro lugar? Yo solo no era capaz de llegar a una conclusión; necesitaba al doctor Neblin. Tenía una cita con él el jueves y eso me daba un día de tiempo para planear mi estrategia: cómo conseguir las respuestas que necesitaba sin ser descubierto.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, mi madre me recordó que tenía la cita en la consulta; cuando por la tarde salí de casa sin que nadie me lo dijera y fui en bici hasta el centro, pareció realmente sorprendida. Supongo que desde su punto de vista era lo primero que hacía de forma activa desde que había salido corriendo el día de Navidad, pero para mí era simplemente la oportunidad de hablar con alguien en quien confiaba.
—¿Qué tal la Navidad? —preguntó Neblin ladeando la cabeza.
Lo hacía cuando intentaba ocultar algo: seguramente ya sabía por mi madre cómo había ido el día. El doctor Neblin mentía muy mal; algún día tenía que jugar al póquer con él.
—Quiero exponerle una situación —dije—. Quiero que me dé su opinión.
—¿Qué tipo de situación?
—Un perfil psicológico, pero falso. He hecho algunos por diversión durante las vacaciones y me he quedado estancado con uno de ellos.
—De acuerdo —dijo—. Dispara.
—Digamos que es usted capaz de cambiar de forma. Puede modificar la cara, ir a donde quiera y ser quien desee ser. Puede tener cualquier edad, tamaño y nacionalidad, y hacer todo lo que quiera. Ahora imagine que se encuentra en una mala situación y se ve forzado a hacer cosas que no le gustan. Si tuviera ese tipo de libertad, ¿por qué elegiría quedarse en un lugar?
—Así que es cuestión de riesgo y recompensa —dijo—. Sigo siendo yo y vivo con dificultades o escapo a riesgo de perderme a mí mismo.
—Usted no es usted —le aclaré y me estremecí por lo expuesto que me sentía. Estaba allanando el camino para un montón de preguntas incómodas, sobre todo si él creía que aquello era una manera tangencial de hablar de mí mismo—. Se perdió a sí mismo hace mucho y lleva cantidad de tiempo siendo otras personas.
—Entonces también es una cuestión de identidad. Si soy otra persona, ¿es eso tan bueno como ser yo mismo? Si no puedo seguir siendo yo, ¿qué es mejor, no ser nadie o escoger una nueva personalidad en la que convertirme?
—Eso es —asentí—. Puede seguir siendo una persona en un lugar concreto, haciendo una cosa para siempre aunque lo odie o puede ser libre: sin responsabilidades ni problemas ni lastres.
Me miró fijamente un momento.
—¿Hay algo que me quieras contar?
—Quiero que me diga qué haría que usted se quedara en un lugar en esa situación —dije—. Ya sé que cree que estoy hablando de mí, pero no es así; no sé cómo explicárselo. Ahora en serio: a un lado no tiene nada y al otro, todo. ¿Por qué se quedaría donde está?
Lo pensó un par de minutos; daba golpecitos con el bolígrafo en la libreta y fruncía el ceño. Por eso acudía al doctor Neblin: él me tomaba en serio sin tener en cuenta lo que dijera o si parecía estar loco o no.
—Una pregunta más —lanzó—: ¿soy un sociópata?
—¿Qué?
—Éste es tu rompecabezas, y, como hemos hablado en varias ocasiones, tú tienes una fuerte tendencia hacia la sociopatía. Quiero saber si debería contestar desde un punto de vista emocionalmente normal o desde la carencia del mismo.
—¿Qué diferencia hay?
El doctor Neblin sonrió.
—Ahí tienes la respuesta. Has dicho que la segunda opción, marcharse y empezar una serie de nuevas vidas, significaba libertad, eliminar «lastres». Allí donde un sociópata ve lastres, una personalidad normal siente conexiones emocionales: amigos, familia y seres queridos, y no todos podemos abandonar todo eso con facilidad. Son las cosas que nos definen y que nos hacen quienes somos. A veces las personalidades que nos rodean son lo que nos convierten en seres completos.
Conexiones emocionales. Seres queridos.
—Kay.
—¿Qué?
—Digo… que
okay
.
Kay Crowley. El señor Crowley estaba realmente enamorado de ella. No fingía ni la utilizaba como tapadera, sino que estaba real y absolutamente enamorado de ella. Había intentado ponerme en el lugar de Crowley y no había funcionado; no porque su mente fuese muy diferente, sino porque la mía sí lo era. El demonio amaba a su mujer.
—Tengo que irme —dije.
—Pero si acabas de llegar…
Probablemente Crowley había hecho esto cientos de veces, puede que miles: saltar de un cuerpo a otro, de una vida a otra. Se mudaba a un nuevo pueblo y empezaba de nuevo, y cuando su poderes demoníacos no podían mantener el cuerpo con vida, se deshacía de él y se marchaba a otra parte. Lo había hecho en Arizona con Emmett Openshaw y huyó hasta el condado de Clayton para esconderse y empezar de nuevo, sólo que aquí conoció a Kay y todo cambió. Dejar atrás aquel cuerpo significaba abandonarla a ella y eso no lo podía hacer, de modo que estaba remendándolo poco a poco, arreglando lo que se iba estropeando en lugar de empezando de cero.
—¿John?
—¿Eh?
—¿Quieres hablar de algo en concreto? —preguntó el doctor Neblin.
—No, no… Tengo que irme. Tengo que pensar.
—John, llámame —dijo Neblin. Se levantó y sacó una tarjeta de visita—. Llámame si quieres hablar; de cualquier cosa.
Escribió otro número en el reverso de la tarjeta —supuse que era el de su casa— y me la dio. De pronto me di cuenta de que estaba preocupado: tenía el rostro surcado de líneas de inquietud, como si fueran heridas, y me miraba con nerviosismo.
—Gracias —musité y salí del despacho.
Cogí el abrigo de la sala de espera y bajé las escaleras. Me subí a la bici y pedaleé hasta casa; no iba sin rumbo fijo pero tampoco desesperado ni nervioso. Por primera vez en varias semanas estaba tranquilo. Había encontrado su punto débil.
El amor.
***
Pasé la tarde encerrado en la habitación, repasando mis notas y vigilando al señor Crowley por la ventana. El amor era la grieta de su armadura, eso ya lo sabía, pero todavía no había ideado un plan para aprovecharme de ella. Concebí y descarté una decena de ideas, desesperado por encontrar una que lograse detenerlo antes de que volviera a matar. Sin embargo, estaba poniéndose muy enfermo. Iba a atacar muy pronto y yo aún no estaba preparado.
Tal como yo esperaba, un poco después de la medianoche, el señor Crowley salió tambaleándose de casa. Tenía peor aspecto que nunca: estaba esperando todo lo que podía antes de salir para curarse. Me pregunté si le haría falta sustituir más de una cosa o si eso era posible: si cogía demasiado de una sola persona, ¿se convertía en ella aunque no quisiera? Eso explicaría por qué reemplazaba los órganos de uno en uno.
Abrí la puerta de mi cuarto sin hacer ruido. Mi madre estaba despierta, viendo el programa de Letterman. Cerré la puerta, eché la llave y fui hacia la ventana. El suelo estaba bastante lejos, pero Crowley se me estaba escapando. Me envolví en el abrigo y antes de saltar me puse mi última adquisición: un pasamontañas negro.
El señor Crowley se había alejado demasiado como para seguir las luces del coche, así que fui todo lo rápido que pude hacia el Flying J con la esperanza de que hubiese ido allí a buscar a alguien que estuviera de paso. Era difícil llegar hasta allí en bicicleta, así que fui hasta la base de la colina que había detrás y subí a pie, evitando la autopista y las farolas. Crowley estaba saliendo del aparcamiento, solo. Todavía no había encontrado a nadie. Me lancé colina abajo por la nieve y recorrí unas cuantas manzanas en bici, hasta la salida de la autopista, donde lo vi entrar otra vez en el pueblo y dirigirse hacia el aserradero. Quizá intentase atacar a un vigilante nocturno o algo así; un desconocido inocente que estuviera en el lugar inapropiado en el momento equivocado. El coche daba peligrosos bandazos y me di cuenta de que seguramente no iba a poder esperar a encontrar una víctima que nadie fuese a echar de menos: iba a matar al primero que se encontrase. A la una de la madrugada eso iba a ser prácticamente imposible. Le seguí a unas manzanas de distancia, negro como la noche.
Giró alguna calle antes de llegar al aserradero y cuando llegué a la esquina lo vi aparcar detrás de un camión diésel que estaba allí parado. El motor del vehículo se paró, se abrió la puerta y un hombre bajó de la cabina; su aliento flotaba como un fantasma en el aire congelado. El hombre se dirigía a paso ligero hacia el morro del camión, pero Crowley salió del coche y lo llamó. El hombre se detuvo y contestó. No pude oír lo que decían. El hombre señaló la casa que tenía detrás: un dúplex.
Se me heló el corazón. Miré la placa con el nombre de la calle, que estaba justo encima de mí: calle Redwood.
Era el padre de Max.
—¡No! —chillé.
Pero ya era demasiado tarde. El padre de Max levantó la mirada, me miró directamente y Crowley se tambaleó hacia él enseñando las garras, lo derribó de un zarpazo y se abalanzó sobre él como un animal furioso. El padre de Max cayó en mitad de un remolino de sangre y garras, y Crowley se alzó un instante sobre él, antes de desmoronarse junto a su cadáver. Los dos hombres quedaron inertes sobre el granizo helado. La calle estaba en silencio, como una tumba.
Vacilé, pero di un paso adelante. Crowley se había forzado demasiado, quizá había ido más allá de su propia capacidad de regeneración. Todavía no le había arrebatado ningún órgano. Quizá el padre de Max seguía vivo y yo le podía ayudar. Las casas estaban a oscuras, no se veía ningún movimiento; nadie había oído mi grito ni el ataque. Me acerqué a los cuerpos trotando lentamente, a punto de resbalar con una placa de hielo. Ningún movimiento.
A medida que me acercaba vi que el padre de Max estaba perdido: el cadáver estaba despedazado, hecho jirones, ensangrentado. Un montón de entrañas descansaba sobre el asfalto helado, desprendiendo vapor. Sentí que el monstruo de mi interior se revolvía con mayor fuerza que nunca y me instaba a agacharme y tocar aquellos órganos relucientes. Cerré los ojos y luché por mantener el control. Cuando abrí los ojos miré a Crowley, que seguía boca abajo y medio demoníaco, con los brazos largos y cubiertos de músculos inhumanos. Los largos dedos negros culminaban en unas aterradoras zarpas, blancas como la leche. Igual que las entrañas, el cuerpo de Crowley humeaba.
Quise darle una patada, un puñetazo, una paliza, machacarlo en la calle hasta que no quedara nada de él: ni garras demoníacas ni cuerpo humano ni ropa, ni siquiera un recuerdo de él. Sentía verdadera rabia por todo el mal que había causado pero había algo más que eso. Estaba celoso: él mismo se había matado y me había arrebatado la oportunidad de que lo hiciera yo.