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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (29 page)

BOOK: No soy un serial killer
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Además, no era más que un crío; no creo que me llegasen a considerar seriamente como sospechoso. Estoy seguro de que si aquella noche hubiese intentado cubrir lo que había pasado, hubieran sospechado más de mí. Pero como fuimos directamente a la policía con el asunto, parecía que nos habíamos ganado su confianza. Poco después casi daba la impresión que aquello no había ocurrido nunca.

Pensaba que la muerte del demonio me iba a afectar más, que iba a aparecer en mis sueños o algo así. Pero en lugar de eso me di cuenta de que en realidad a lo que le daba vueltas era a sus últimas palabras: «Recuérdame.» No estaba seguro de querer recordarlo: era un asesino maligno y feroz, y yo no quería volver a pensar en nada de todo aquello.

La cuestión era que había muchas cosas en las que no quería pensar, cosas sobre las que no había reflexionado durante años a pesar de que evitarlas no me había llevado a ninguna parte. Creo que era hora de seguir los consejos del señor Crowley y recordar. Cuando la policía la dejó tranquila por fin, fui a visitar a Kay Crowley.

Cuando abrió la puerta me abrazó. Sin palabras, sin saludar, sólo el abrazo. No me lo merecía, pero se lo devolví. El monstruo rugió pero lo miré a los ojos y le obligué a bajar la mirada. Se acordaba de aquella mujer frágil y sabía lo fácil que sería matarla, así que concentré toda mi energía en controlarme. Era mucho más difícil de lo que quería admitir.

—Gracias por venir —dijo con los ojos bañados en lágrimas. Tenía el ojo derecho morado y yo me sentí fatal.

—Lo siento mucho.

—No lo sientas, cariño —dijo y me hizo entrar—. Lo único que hiciste fue ayudar.

La miré con atención, estudié su rostro, los ojos, todo. Era el ángel que había domesticado al demonio; el alma que lo había atrapado y lo había atado con un poder que nunca antes había sentido: el amor. Notó la intensidad de mi mirada y me la devolvió.

—¿Qué pasa, John?

—Hábleme de él —dije.

—¿De Bill?

—Bill Crowley. Llevo toda la vida al otro lado de la calle pero creo que en realidad no lo conocía mucho. Por favor, cuénteme cosas sobre él.

Era su turno para estudiarme: una mirada profunda como un pozo que me observaba desde el pasado.

—Conocí a Bill en 1968 —dijo, y me llevó al salón y se sentó en el sofá—. Nos casamos dos años después; el próximo mayo hubiera sido nuestro cuadragésimo aniversario.

Me senté frente a ella y escuché.

—Los dos habíamos cumplido los treinta —dijo— y en aquellos tiempos, en este pueblo, con esa edad, ya eras una solterona. Supongo que yo ya me había hecho a la idea; sin embargo, entonces un día llegó Bill buscando trabajo. Yo trabajaba de secretaria en la oficina de aguas. Él era muy guapo y tenía un alma antigua, no era como los demás porque no le interesaba todo ese asunto de los hippies. Era educado y tenía buenos modales, y me recordaba un poco a mi abuelo porque siempre llevaba sombrero, les abría la puerta a las señoras y se ponía en pie cuando entrabas en una habitación. Ni que decir tiene que consiguió el trabajo y yo lo veía entrar todas las mañanas; era muy cortés. Fue quien empezó a llamarme Kay, ¿sabes? Mi verdadero nombre es Katherine y todos me llamaban Katie o señorita Wood, pero él decía que hasta Katie era demasiado largo y lo acortó a Kay. Siempre estaba en movimiento, haciendo algo nuevo y corriendo de un lado a otro. Tenía ansias de vivir. Después de un par de semanas ya sabía que era para mí.

Se rió suavemente y yo sonreí.

El pasado del señor Crowley se desplegaba ante mí como un cuadro: de rico color y textura, proporcionaba una buena comprensión del sujeto. No era perfecto, pero durante un tiempo —un período muy largo— había sido un hombre bueno.

—Estuvimos cortejándonos durante un año antes de que me propusiera matrimonio —continuó contando la señora Crowley—. Entonces, estábamos comiendo un domingo en casa de mis padres, con todos mis hermanos y hermanas y sus familias, y estábamos todos riéndonos y hablando, y él se levantó y salió del comedor. Tenía en los ojos una mirada lejana. Lo seguí y lo encontré llorando en la cocina. Me dijo que nunca antes lo había comprendido; recuerdo perfectamente lo que dijo: «No lo entendía, Kay. No lo entendía, hasta ahora.» Me dijo que me quería más que nada en el mundo, cielo e infierno incluidos, porque él hablaba de una forma muy romántica, y allí mismo me pidió que me casara con él.

Se quedó un momento con los ojos cerrados, recordando.

—Me prometió que se quedaría a mi lado para siempre, en la salud y en la enfermedad… Los últimos días estaba más tiempo enfermo que sano, ya lo viste, pero todos los días me decía: «Siempre estaré a tu lado.»

***

No creo que mi madre se diese cuenta de que aquel día otra persona se mudó a vivir con nosotros pero lleva aquí desde entonces. Mi monstruo había surgido definitivamente y no era capaz de recluirlo. Lo intenté, lo intentaba todos los días, pero no funciona así. Si deshacerse de él fuera tan fácil, no sería un monstruo.

Una vez muerto el demonio, intenté reconstruir el muro y volver a establecer las normas, pero mi propio lado oscuro se rebelaba a cada instante. Me dije a mí mismo que ya no podía pensar en hacer daño a la gente y, a pesar de eso, siempre que bajaba la guardia mis ideas iban en esa dirección y acababa teniendo pensamientos violentos. Era como si mi mente tuviera un salvapantallas lleno de sangre y gritos, y si alguna vez me quedaba ocioso demasiado tiempo, aparecían esos pensamientos y tomaban el control. Empecé a practicar aficiones que me mantenían ocupado —leer, cocinar, resolver acertijos de lógica—, cualquier cosa que evitase que apareciera el salvapantallas mental. Durante un tiempo me dio buen resultado pero tarde o temprano tenía que dejar los pasatiempos a un lado e irme a la cama y entonces me quedaba solo, tumbado a oscuras, y me peleaba con mis propios pensamientos hasta que me mordía la lengua y golpeaba el colchón suplicando clemencia.

Cuando finalmente abandoné la idea de intentar cambiar las cosas que pensaba, decidí que lo siguiente mejor eran las acciones. Me obligué otra vez a hacer cumplidos y a mantenerme alejado de los jardines de la gente y prácticamente me produje a mí mismo un miedo patológico a las ventanas de tanto forzarme a no mirarlas. Los pensamientos oscuros seguían allí, ocultos, pero mis acciones se mantenían inmaculadas. Dicho de otro modo, se me daba bien fingir que era normal. Si me vieras por la calle, no tendrías ni idea de las ganas que tenía de matarte.

Había una norma que nunca llegué a reinstaurar; tanto el monstruo como yo la pasamos por alto por motivos diferentes. Apenas pasó una semana antes de que mi madre me obligara a enfrentarme con ello. Estábamos cenando y viendo «Los Simpson» una vez más (los momentos como aquél eran prácticamente los únicos en los que hablábamos).

—¿Qué tal Brooke? —preguntó mi madre y quitó el volumen del televisor. Yo no aparté la mirada de la pantalla.

«Está genial —pensé—. Pronto será su cumpleaños y he encontrado la lista de invitados a su fiesta de pijamas, arrugada en la basura de sus padres. Le gustan los caballos, el manga y la música de los ochenta, y siempre llega al autobús del instituto con el tiempo tan justo que tiene que echar a correr para no perderlo. Conozco sus horarios de clase, su media de notas, su número de la seguridad social y la contraseña de su cuenta de Gmail.»

—No sé —dije—. Supongo que bien. No la veo mucho.

Sabía que no debía seguirla, pero… Bueno, quería hacerlo. No deseaba renunciar a ella.

—Deberías pedirle una cita —dijo mi madre.

—¿Una cita?

—Tienes quince años, casi dieciséis. Es normal. No tiene piojos.

Ya, pero seguramente yo sí.

—¿Ya se te ha olvidado todo el rollo de la sociopatía? —pregunté. Mi madre me miró ceñuda—. No tengo empatía, ¿cómo voy a construir una relación con alguien?

Era la gran paradoja de mi sistema de normas: si me obligaba a no pensar en las personas en las que más solía hacerlo, evitaba las malas relaciones pero, de la misma manera, también las buenas.

—¿Quién habla de tener una relación? —dijo mi madre—. Si quieres, puedes esperar a los treinta para tener una, para mí sería mucho más fácil. Lo único que digo es que eres un adolescente y deberías estar por ahí pasándotelo bien.

Miré la pared.

—No se me da bien la gente, mamá. Tú deberías saberlo.

Se quedó en silencio un momento y yo intenté imaginar qué estaba haciendo: fruncir el ceño, suspirar, cerrar los ojos, pensar en la noche que la amenacé con un cuchillo.

—Últimamente estás mucho mejor —dijo finalmente—. Ha sido un año difícil y durante un tiempo no eras tú mismo.

De hecho, en los últimos meses había sido más yo mismo que nunca, pero tampoco iba a contestarle eso.

—Lo que debes recordar, John, es que todo se consigue con la suficiente práctica. Dices que no se te dan muy bien las personas; pues bien, la única forma de mejorar es salir y practicar: hablar, interactuar. No te vas a volver más sociable aquí en casa conmigo.

Pensé en Brooke y en los pensamientos sobre ella que ocupaban una parte tan grande de mi mente: algunos buenos y otros muy peligrosos. No quería renunciar a ella pero tampoco me fiaba de mí lo suficiente. Así era más seguro.

Aunque mi madre tenía razón en una cosa. La miré furtivamente —el rostro cansado, la ropa gastada— y pensé en cuánto se parecía a Lauren. En cuánto se parecía a mí. Entendía lo que me estaba pasando, no por experiencia, sino por pura y simple empatía. Era mi madre y me conocía aunque yo apenas la conociera a ella.

—¿Por qué no empezamos con algo más fácil? —dije cogiendo un trozo de pizza—. Ya sabes, primero te conozco más a ti y luego ya voy mejorando a partir de ahí.

La miré y pensaba que iba a hacer algún tipo de comentario burlón sobre que hablar con otras personas era mejorar respecto de ella, pero en lugar de eso capté la sorpresa. Tenía los ojos bien abiertos, la boca apretada y algo en el rabillo del ojo. Me fijé en cómo se convertía en una lágrima.

No estaba triste. Conocía los estados de mi madre lo suficiente como para distinguir eso. Aquel tipo de lágrima era algo que no había visto nunca. ¿Disgusto? ¿Dolor?

¿Alegría?

—No es justo —dije señalando la lágrima—. No vale ponerse emocional conmigo.

Contuvo la risa, me agarró y me dio un gran abrazo. Yo se lo devolví, un poco torpe y sintiéndome idiota, pero algo contento. El monstruo le miró el cuello, fino y desprotegido, e imaginó qué pasaría si lo partiera por la mitad. Me lo reproché a mí mismo y me separé del abrazo.

—Gracias por la pizza de esta noche —dije—. Está buena.

Era el único cumplido que se me ocurrió.

—¿Por qué lo dices?

—Por nada.

***

A medida que las semanas se convirtieron en meses, la investigación siguió su curso; finalmente se dieron cuenta de que se habían acabado los asesinatos y el condado de Clayton recuperó algo parecido a la normalidad.

Aun así, era común que la gente hiciera sus propias especulaciones, y con el tiempo las teorías se hicieron más ridículas: a lo mejor era un vagabundo o alguien que mataba por placer; quizá se trataba de un asesino a sueldo que conseguía órganos para el mercado negro; puede que fuera un culto demoníaco que utilizaba a las víctimas en ritos indescriptibles. La gente quería que la explicación fuese tan espectacular y llamativa como los propios asesinatos, pero la verdad era mucho más aterradora: el verdadero terror no lo provocan los monstruos gigantes, sino gente de aspecto inocente. Personas como el señor Crowley.

Personas como yo.

Porque nunca nos verás venir.

CONTINUARÁ…

Acabas de leer el inicio de la Trilogía John Wayne Cleaver y seguro que te has quedado con ganas de más…

A continuación avanzamos las primeras páginas de Mr. Monster, el segundo volumen.

www.trilogiajohnwaynecleaver.com

Mr. Monster

Dan Wells

2º Trilogía John Wayne Cleaver

Mr. Monster

Dan Wells

2º Trilogía John Wayne Cleaver

Prólogo

Yo maté un demonio. No sé si técnica o realmente se trataba de un demonio —no soy exactamente lo que llamarías una persona religiosa—, pero sé que mi vecino de enfrente era algún tipo de monstruo con colmillos y garras y todo eso. Cambiaba de un estado a otro y mató a mucha gente, y de haberse enterado de que yo sabía quién era, también me habría matado a mí. Así que, a falta de una palabra mejor, lo llamé demonio; y como nadie más podía matarlo, lo maté yo. Creo que fue lo correcto. Al menos las muertes dejaron de sucederse.

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