La Academia de Policía fue la primera acción de protesta de Silje Sørensen que tuvo un propósito.
Cuando en su primer año de servicio la pusieron a trabajar bajo la legendaria Hanne Wilhelmsen, comprendió rápidamente que su terca e insurrecta elección de carrera sería su felicidad. La disfrutaba enormemente. La mayor parte de lo que sabía de la labor policial lo había aprendido de su renuente e insociable mentora. Pese a que Hanne Wilhelmsen se hacía cada vez más impopular con su estilo obstinado, Silje no había dejado de admirarla nunca. Cuando la inspectora Wilhelmsen fue derribada a balazos durante una dramática acción policial en Nordmarka y quedó luchando entre la vida y la muerte, Silje la cuidó como si se tratase de su hermana. Que Hanne les hubiese vuelto luego la espalda a los pocos amigos que le quedaban en la grande y vetusta Central de Policía en Grønlandsleiret era algo a lo que Silje nunca se acostumbró.
Silje estaba orgullosa de su oficio, pero desalentada por los límites dentro de los que estaba forzada a operar.
Decidió empezar por acomodar los casos según su seriedad. Colocó en una pila separada los asuntos menores de cuchilladas y peleas de bar por cuestiones sin importancia que no tuviesen como secuela heridas graves.
«Probablemente éstos se salven», pensó con desánimo intentando olvidar que muchos de los casos incluían a conocidos delincuentes. Su sobreseimiento sería altamente provocador para las víctimas. Así se habían vuelto las cosas. De todas maneras y conforme a todas las directivas tanto de la Fiscalía del Estado como de la Dirección de Policía, ella estaba muy segura al decidir que lo serio debía preceder a lo menos importante. Tal vez la gente tenía problemas para entender la idea que la Policía tenía de lo que era serio, pero las cosas eran como eran.
Al cabo de una hora escasa, los casos estaban separados en cinco pilas.
Silje se bebió el último trago de café tibio antes de tomar tres de las pilas y colocarlas en el armario que tenía detrás.
Quedaban dos.
La más pequeña era la de los casos de asesinato. Tres carpetas. La primera era bastante delgada, la segunda era casi igual. La tercera era tan grande que tuvo que atarla con cuatro gomas elásticas para mantenerla cerrada.
De pronto se puso de pie y caminó hasta el tablero de corcho que colgaba en la pared, directamente frente a su lugar de trabajo. Recorrió rápidamente con la vista cada una de las notas colgadas en el tablero. Cogió una y la colocó sobre el escritorio Arrojó las notas restantes en el enorme cesto de papeles que tenía al lado. Sacó tres hojas A4 del armario. Cabían con justeza una al lado de la otra en la parte superior del tablero.
«Runar Hansen», escribió en la primera con un rotulador rojo.
«19.11.08.»
En la siguiente escribió: «Hawre Ghani».
«24.11.08.»
Mordió la tapa del rotulador y pensó, antes de agregar unos signos de interrogación: «¿24.11.08?».
Todavía no era posible decir con precisión cuándo habían matado a Hawre Ghani, pero en todo caso era seguro que fue asesinado. Los forenses habían hallado claras pruebas de estrangulación, a pesar del estado lamentable del cadáver. Que el muchacho se hubiese colgado por sí mismo con un alambre hasta que la cabeza casi se le separase del cuerpo para después arrojarse al mar, era poco probable. Para el instituto, el momento de la muerte era sólo indicativo, pero hasta ahora la investigación mostraba que no había signos de que el muchacho estuviese vivo tras desaparecer con un cliente el lunes 24 de noviembre, en las cercanías de la estación central de Oslo. Desde luego que todas las cámaras de vigilancia se habían comprobado, pero en vano. Esto estaba en línea con la declaración de un muchacho de la calle, Martin Setre; el tipo los había abordado en la entrada.
«Astuto cretino», pensó Silje, y suspiró desanimada.
«Marianne Kleive», escribió en la última hoja.
«19.12.07.»
Tapó el rotulador y retrocedió dos pasos. Sintió el borde del escritorio detrás de sí y se sentó sobre él.
Tres asesinatos. Ninguno de ellos aclarado.
Runar Hansen era su mala conciencia. No quiso ni echar un vistazo dentro de la carpeta delgada. En lugar de eso miró el nombre, el nombre anónimo de un yonqui al que mataron y robaron en el parque Sofienberg sin que a nadie, aparentemente, le preocupara. Todo lo que se hizo con relación a Runar Hansen fue una rápida investigación del lugar del hecho, horas después de que lo encontrasen. Un informe de autopsia y una pequeña noticia en el
Aftenposten.
Además de dos interrogatorios de testigos que no pudieron atestiguar nada, aparte de que Runar Hansen no tenía un lugar de residencia fijo, carecía de trabajo y tenía una hermana que se llamaba Trude.
En la investigación del asesinato de Hawre Ghani, en todo caso, sucedía algo. Los retratos robot habían circulado internamente. Habían decidido que todavía no era el momento de publicar las semblanzas. Según su experiencia, eso provocaría un torrente de pistas. Las características del hombre eran tan comunes que se habría producido un auténtico alud de reconocimientos indudables. En cambio, Knut Bork trabajaba todavía en el ambiente de la prostitución. Por su parte, ella había ordenado una nueva y completa revisión de la vida del muchacho desde que llegó a Noruega, para hacerse, a ser posible, un cuadro todavía más preciso del desafortunado destino de Hawre Ghani.
El caso de Marianne Kleive estaba en boca de todos.
La muerte de la maestra de primaria de cuarenta y dos años tenía todos los ingredientes para constituirse en un buen caso para los medios. Las imágenes privadas que el
VG
obtuvo sólo dos horas después de que el caso se hiciese público mostraban a una mujer inusualmente bella. Cabello claro, grueso y ondulado, una figura delgada de piernas largas y estampa atlética. Precisamente el tipo de lesbiana que los medios adoraban. Tenía algo de Gro Hammerseng, pensó Silje, que colgó bajo el nombre en el tablero la primera hoja que había arrancado del
VG
algunos días atrás. Y si su pareja Synnøve Hessel no era precisamente famosa, sí que tenía una posición tan central en el ambiente del cine noruego que permitía que los periódicos utilizaran la vendedora frase «conocida y premiada» al referirse a la afligida viuda de la víctima, quien era bastante fotogénica, incluso en cazadora y con el cabello revuelto a 5.208 metros sobre el nivel del mar, en el campamento Base Norte en Nepal.
Que el asesinato hubiera sucedido en el venerable hotel Continental también ayudaba. Dos días después del hallazgo del cadáver, el
VG
empleó toda una página para hablar de un hombre llamado Fritjof Hansen, a quien el hotel utilizaba para trabajos menores. Fue él quien halló el cadáver, y solamente gracias a su ardor entusiasta por la serie de televisión
CSI,
mantuvo a todos alejados del lugar hasta que la Policía llegó y pudo asegurar la zona. En la fotografía aparecía sentado en una mecedora con una lata de medio litro de cerveza y una bolsita de patatas fritas, y parecía llevar todas las penas del mundo sobre sus hombros.
A veces, Silje Sørensen deseaba que los medios de información no existieran. A veces odiaba la libertad de prensa.
Agarró la taza de café.
Estaba vacía.
Arrugó la frente y pasó la mirada de un nombre a otro. Destapó el rotulador con los dientes, caminó hacia delante y escribió «
PARQUE
S
OFIENBERG
» bajo el nombre y la fecha de la muerte de Runar Hansen. Bajo el nombre de Hawre escribió «
PROSTITUTO
»
,
y al final, directamente sobre el retrato de Marianne Kleive bajo el sol brillante de Gaustatoppen, vestida con el sostén de un bikini, vaqueros recortados y grandes botas de montaña, escribió «
EN PAREJA
».
Cuando su trasero encontró nuevamente el escritorio, golpearon a la puerta.
Se quitó la tapa del rotulador de la boca y gritó:
—¡Entre!
Knut Bork obedeció.
—¡Hola! —dijo agitado—. Pensé que podría...
—Estar aquí —dijo Silje Sørensen—. Ponte a mi vera.
El oficial Bork encogió los hombros e hizo lo que ella le indicaba.
—¿Qué haces? ¿Qué es esto?
Él señaló el tablero con la cabeza.
—Éstos son los tres asesinatos de los que me ocupo por el momento —dijo Silje.
—Tres son demasiados.
—Tenía cuatro. Entregué uno. ¿Ves algo destacable en ellos?
—¿Destacable? Para eso tengo que hojear las carpetas y...
—No. Tú conoces los casos, Knut. Pero mira solamente eso que está ahí colgado.
El arrugó la frente sin decir nada.
—¡Mira lo que he escrito bajo los nombres, vamos!
—Parque Sofienberg —leyó él—. Prostituto. En pareja.
Todavía no veía ninguna conexión entre las palabras.
—¿Por qué es famoso el parque Sofienberg? —preguntó ella.
—¡Ah, sí! Ese conductor de ambulancia que...
—No. Sí, también por eso. Pero ¿qué más? No estoy pensando en el área del parque que queda al oeste de la iglesia de Sofienberg, sino en la que queda detrás. Hacia el este.
—Sexo homosexual —dijo él, enseguida—. Compra y venta e intercambio. No es un lugar al que iría de noche.
—Exactamente —dijo Silje sonriendo levemente—. Ahí fue donde encontraron a Runar Hansen. Lo mataron una noche desapacible y lluviosa de noviembre, en algún momento entre la medianoche y las doce y media. Eso es casi todo lo que hicimos en el caso. Averiguar cuando lo mataron a golpes, digo.
—
¿Era marica?
—No tengo idea. Pero una cosa por ahora: quédate con la fama del lugar. ¿Ves a lo que me refiero?
Lo miró. Un atisbo de asombro le cubrió los ojos cuando entendió el punto.
—Demonios —dijo él acariciándose la barba rala y rubia—. ¡Es raro que LLH no dijera nada!
La Asociación Nacional de Lesbianas y Homosexuales trataba desde hacía tiempo que el Departamento de Justicia tomase en serio la violencia contra los homosexuales. Silje Sørensen siempre pensó que el problema era que los asaltos contra homosexuales pocas veces se diferenciaban de manera significativa de todas las otras agresiones que ocurrían entre borrachos. Contra mujeres. Contra hombres. Contra heterosexuales y contra homosexuales. La gente bebía. Se volvía agresiva. Golpeaba, acuchillaba, violaba y mataba. Por cada víctima homosexual, Silje podía contar cien víctimas heterosexuales. No lograba entender por qué molestaban tanto con la cuestión. Pero esto era llamativo.
—Runar Hansen está en un parque conocido por la compra, venta e intercambio de sexo homosexual —dijo ella despacio—. Hawre Ghani desaparece con un hombre que es cliente de prostitución masculina. Marianne Kleive está casada con una mujer. Todos mueren de manera distinta, en lugares diferentes, y ninguno había tenido que ver con el otro durante el tiempo que vivieron. Hasta donde sabemos. Pero... —Achicó los ojos—. Bajo mi responsabilidad tengo tres investigaciones de asesinato independientes, y las tres tienen, posiblemente, algo que ver con los homosexuales. ¿Cuáles son las posibilidades de eso?
—Jodidamente altas —dijo Knut, y comenzó a morderse la uña de un pulgar—. ¿Qué coño es esto? Y en serio, Silje, ¿por qué nadie vio esa posible relación antes?
Ella no contestó. Se quedaron quietos en silencio mirando el tablero. Mucho tiempo.
—A nadie le preocupa el primer caso —dijo ella de pronto—. Del segundo nadie sabe nada. Es decir, la gente pudo haber leído en los periódicos algo acerca de un cadáver hallado en la bahía, y también se ha mencionado que resultó ser un solicitante de asilo. Pero nada más. En cuanto a Marianne Kleive, el caso. Dudó durante tanto tiempo que él completó la frase: —El caso es tan especial y absurdo que nadie reparó en que se trata de una lesbiana.
Silje caminó hasta el tablero. Descolgó las hojas blancas y el recorte del periódico, los arrugó y los arrojó a la papelera. Knut Bork se quedó inmóvil con los brazos cruzados sobre el pecho mientras ella rodeaba el escritorio y se sentaba.
—Esto —dijo ella con decisión—. Esto queda entre tú y yo. Por ahora. Todo puede ser una coincidencia, y como toda coincidencia puede ser solamente el azar, o ser...
—Algo verdaderamente sospechoso —completó Knut; su pulgar había comenzado a sangrar.
Por segunda vez en tres semanas, Inger Johanne estaba totalmente sola en casa. Se sentía un tanto asustada. El apartamento parecía siempre tan distinto sin los ruidos habituales de las niñas. Se movía despacio sobre el suelo para evitar hacer ruido ella misma.
—Contrólate —murmuró para sí, y colocó un CD que Line Skytter había compilado y grabado para ella como regalo de Navidad.
Kristiane se quedaría con Isak hasta el viernes, y Ragnhild estaba en casa de sus abuelos maternos, como cada miércoles, y se quedaba a dormir allí.
Durante varias horas intentó hablar con Yngvar, pero siempre le respondía el contestador. Probablemente estaba en una reunión. Cuando por fin se hizo de noche, inquieta y llena de angustia, concluyó que tenía que hablar con él. No había lugar para más dudas, como esa noche, en la que había cambiado de opinión varias veces. Ahora había tomado una decisión y el haberlo hecho le permitía pensar con un poco más de claridad sobre todo el asunto.
Si sólo hubiese sabido lo que Kristiane había presenciado.
Algo había visto, pero ¿qué? No le pareció aconsejable presionar más a su hija. Quizá más tarde, pensó mientras caminaba descalza y de puntillas sin saber del todo qué ponerse encima.
La música que Line había reunido no era precisamente del gusto de Inger Johanne. Fue hacia el aparato y redujo el volumen de Kurt Nilsen en medio del estribillo de una balada.
Debía comer algo, pero no tenía hambre.
La reunión de Yngvar era larga: hacía ya tres horas desde que había dejado el primer mensaje en el que le pedía que la llamase.
Por supuesto, podía ponerse a trabajar.
O leer.
Quizá ver una película.
Cogió el teléfono y tecleó el número de Isak sin pensarlo. Él contestó de inmediato.
—Hola, soy Inger Johanne.
—Hola. —Supo que sonreía al otro extremo de la línea.