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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Noche cerrada en Bergen (35 page)

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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Jamás había visto a Lukas sonreír.

Ahora le parecía un gato ahogado, y la sonrisita torcida parecía estúpida.

—Hola —dijo él, alargando la mano antes de reflexionar y retraerla nuevamente—. Empapada y fría. Disculpe.

—Podemos sentarnos en mi coche. Está caliente.

Lukas se sentó, obediente.

—Bien —dijo Yngvar cuando se desplomó pesadamente en el asiento del conductor y apoyó las manos en el volante—. ¿Qué tipo de ejercicio era ése?

Lukas tenía todavía la sonrisita, un gesto adolescente que intentaba restar importancia a la situación y que indicaba que no tenía la menor idea de lo que debía decir.

—No —dijo—. Sólo quería... Cuando yo era pequeño..., antes de que nos mudáramos a Stavanger, lo hice algunas veces. Subir hasta allí. Para hacerme el valiente, quizá. Mi madre se aterró cuando lo descubrió. Era... divertido.

—Mmm... —asintió Yngvar—. Entiendo.

Tamborileó con los dedos en el volante.

—¿Y eso debiera aclarar el que rondando los treinta tratases de hacer lo mismo en un día lluvioso de enero, un par de semanas después de que tu madre haya muerto y mientras tu padre está a punto de romperse en pedazos?

Comenzó a granizar con violencia. El martilleo sobre el vehículo era ensordecedor. Yngvar utilizó la pausa para arrancar el vehículo y poner la calefacción al máximo. No había entendido mucho de las explicaciones de uso cuando el hombre de AVIS trató de explicárselas, por lo que mantuvo el pie en el pedal del freno y aceleró.

—Lukas, no tengo ganas de... —Resopló y se volvió a medias en el estrecho asiento—. No tengo ganas de seguir tratándote como si fueses de porcelana, ¿de acuerdo? —Fijó sus ojos en los de aquel hombre—. Eres un adulto, padre de tres hijos y tienes una buena educación. Ya hace un tiempo desde que tu madre murió. A decir verdad, estoy bastante harto de que no respondas a lo que te pregunto.

—Pero ya he respondido a todo lo que usted...

—¡Cállate! —rugió Yngvar inclinándose hacia él—. Se habla mucho de mi paciencia, Lukas. Algunos piensan que soy demasiado amable. Amable hasta la estupidez, dicen a veces. Pero si crees por un instante que voy a dejar que te vayas de aquí antes de que me expliques de qué va todo este asunto, te equivocas de cabo a rabo.

Las ventanillas se empañaban. Lukas estaba callado.

—¿Qué hacías allí arriba? —repitió Yngvar.

—Bajaba del altillo.

Yngvar golpeó tan fuerte el volante con los nudillos que éste tembló.

—¿Qué hacías en el altillo y por qué coño no podías bajar las escaleras como hace todo el mundo?

—No tiene nada que ver con la muerte de mi madre —murmuró Lukas apartando la vista—. Se trata de otra cosa. Algo... personal.

Los dientes le empezaban a castañetear, y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Eso voy a decidirlo personalmente —gruñó Yngvar—. Y ahora tienes veinte segundos para darme una buena respuesta. Si no lo haces, te aseguro que te encerraré hasta que empieces a cooperar.

Lukas lo miró con una mezcla de incredulidad y algo que empezaba a parecer miedo.

—Tenía que buscar algo —susurró casi inaudible.

—¿Qué?

—Algo..., algo que...

Hundió el rostro en las manos.

—Un retrato —afirmó, más que preguntó Yngvar—. Una fotografía.

Lukas dejó de respirar.

—La que solía estar en el dormitorio de tu madre —dijo Yngvar—. La que estaba allí cuando yo os visité al día siguiente del crimen, pero que después desapareció.

La granizada era ahora un aguacero. Gotas enormes caían sobre el parabrisas. El mundo fuera del coche era borroso y sin contornos. Estaban allí sentados como dentro de un capullo, e Yngvar sintió que un enojo extraño y poco común se escurría de él con la misma facilidad con que había llegado.

—¿Cómo lo supo?

—No lo sabía. Lo adiviné. ¿Lo encontraste?

—No.

Yngvar suspiró y trató una vez más de hallar una posición en la que le fuera posible relajarse.

—¿Quién está en el retrato?

—No lo sé. Es la verdad. En serio que no lo sé.

—Pero tienes una teoría —dijo Yngvar.

Otra vez se hizo el silencio entre ellos. Un automóvil avanzaba hacia donde estaban y sus faros delanteros convirtieron el parabrisas en un caleidoscopio de oro y gris claro antes de que la penumbra volviese al interior del coche.

Lukas no dijo nada.

—Lo digo muy en serio —dijo Yngvar, despacio—. Voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para complicarte la vida si no empiezas de inmediato a mostrarte más comunicativo.

—Creo que tengo una hermana en algún lado. Quizá la loto es de mi hermana. De mi hermana mayor.

«Una hija», pensó Yngvar, tal como venía pensando desde hacía varios días.

Una hija desaparecida. Una hija que quizá, de todos modos, no había desaparecido.

—Gracias —dijo casi inaudible—. Hubiese querido que encontraras la foto.

—Pero no lo hice. Probablemente mi padre se desprendió de ella. ¿Qué hubiera hecho usted con ella, si yo la hubiese encontrado?

Por primera vez desde que se había topado con Lukas, Yngvar sonrió. Se pasó los dedos por el cabello y sacudió despacio la cabeza.

—Si tuviésemos una foto, Lukas, encontraríamos rápidamente a tu hermana. Si todavía vive y no lo hace muy lejos de Noruega. Si es tu hermana. Eso no lo sabemos. No sabemos siquiera si la foto tiene o no algo que ver con el asesinato de tu madre. ¡Pero te aseguro que hubiera intentado averiguarlo!

—Pero ¿qué harían ustedes...? ¿Cómo podrían utilizar una foto anónima para...?

—Tenemos enormes bases de datos. Programas de gran capacidad. Y si no lo lográsemos con la mejor tecnología del mundo, entonces... —El pie sobre el freno estaba a punto de dormírsele, por lo que puso el vehículo en la primera marcha y apagó el motor—. Aunque tuviese que ir puerta por puerta por todo Bergen y pegar carteles por todo el país con mis propias manos, o llamar a cada canal de televisión y a cada periódico, la... encontraría. Tenlo por seguro.

Lukas asintió.

—Eso es lo que pensaba —dijo—. Es exactamente lo que pensaba. ¿Puedo irme? Tengo el coche aquí delante, en el camino.

Los ojos de Yngvar se achicaron cuando volvieron a atrapar la mirada de Lukas.

—Sí, pero no te olvides de lo que te he dicho. Desde ahora tendré tolerancia cero para los secretos, ¿de acuerdo?

—Vale —asintió Lukas, y abrió la portezuela—. Hablamos.

Ya fuera, se volvió apoyándose de nuevo en el coche.

—Gracias por no haberme llamado a gritos ante mi padre —dijo.

—Bien —dijo Yngvar, y lo despidió agitando la mano antes de poner otra vez el motor en marcha, salir al camino y comenzar a alejarse despacio.

Lukas trotó hasta su coche. Se llevaba una mano al estómago todo el tiempo, ahí donde podía sentir los bordes de la fotografía que por el momento no planeaba compartir con nadie.

En todo caso no todavía.

—La escuela no ha terminado todavía —dijo Kristiane, seguramente por quincuagésima vez, cuando finalmente llegaron a casa—. La escuela no ha terminado todavía.

—No —contestó Inger Johanne con calma—. Pero tengo algo muy importante que hablar contigo, mi niña. Por eso te he recogido más temprano hoy.

—La escuela no ha terminado todavía —repitió Kristiane subiendo las escaleras como una muñeca mecánica—. La escuela termina a las cuatro, y entonces iré a casa de papá. Hoy vivo en casa de papá. La escuela termina a las cuatro.

Inger Johanne la siguió sin decir nada más. Cuando llegaron a la sala, abrió los brazos y le aclaró:

—¡Mamá y Kristiane tendrán un día de ositos hoy! ¡Las dos solas! ¿Quieres chocolate caliente con crema?


Dam-di-rum-ram
—dijo Kristiane, y comenzó a menearse despacio de lado a lado sobre el sofá.

Inger Johanne se acercó hasta su hija y se sentó a su lado. Le levantó el jersey y la camiseta por encima de la cintura del pantalón y dejó que sus dedos bailasen con cuidado sobre la espalda tierna y angosta. Kristiane sonrió y se recostó sobre su falda. Estuvieron así sentadas varios minutos hasta que Kristiane empezó a cantar.

—«Hazte una corona de flores, ven luego a jugar y a bailar, el violín suena tan bello en la arboleda.»

—Bonita canción —susurró Inger Johanne.

—«No te quedes sentada grande y pesada, piensa que tú también eres joven...»

Se quedaron calladas.

—Una bonita canción de primavera —dijo Inger Johanne—. Una canción de primavera en enero. Eres tan inteligente, niña mía.

—Si cantas sobre la primavera, ella viene.

La risa de Kristiane era fina como el cristal. Inger Johanne dejó que su dedo índice se deslizase por la perceptible columna de su hija, todo el camino hacia abajo desde el cuello.

—Hace cosquillas —sonrió Kristiane—. Hazlo más.

—¿Recuerdas la boda de la tía Marie?

—Sí, sí. ¿Dónde está
Sulamitt?


Sulamitt
se rompió, tesoro. Te acuerdas.

Cuando tenía un año, a Kristiane le regalaron un pequeño carro de bomberos rojo. Ella decidió que el cochecito era un gato y lo llamó
Sulamitt.
La siguió fielmente durante más de ocho años. Al final las ruedas se cayeron y perdió el color. La escalera del techo se había perdido hacía tiempo, los faros delanteros estaban ciegos y el pequeño
Sulamitt
no parecía ni gato ni carro de bomberos cuando Yngvar, sin querer, pasó sobre él con el coche en la entrada de la casa.

Kristiane había estado inconsolable.


Sulamitt
era un gato precioso —dijo ahora—. ¿Puedo tener un nuevo gato, mamá?

—Tenemos a
Jack
—contestó Inger Johanne—. A él no le gustan mucho los gatos, ¿sabes?

—Yo soy la niña invisible —dijo Kristiane.

Inger Johanne dejó que sus dedos flotasen como mariposas sobre la delgada piel de la espalda de Kristiane.

—A veces nadie me ve.

—¿Cuándo? —preguntó Inger Johanne en un susurro.


Sulamitt,
sulamatt, sulatullamitt en bandeja.

—¿Fue en la boda de Marie cuando nadie te vio?

—Más. Más cosquillas, mamá.

—¿Dijiste algo entonces? ¿Aunque nadie te veía?

Inger Johanne trataba desesperadamente de averiguar qué había dicho Kristiane realmente esa noche en el hotel, cuando ella misma había estado aterrada, indignada e incapacitada para poder acordarse de algo.

—Mataron a una señora allí —dijo Kristiane, y se sentó repentinamente al lado de su madre—. Marianne Kleive. Maestra de primaria. ¡Casada con la conocida y premiada autora de documentales Synnøve Hessel! Las mujeres se pueden casar entre sí en Noruega. Los hombres también.

La voz había regresado de improviso a su monotonía de misa.

—Lees demasiados periódicos —sonrió Inger Johanne, y estrechó a su hija contra el hueco de su hombro.

—Muy querida; se la añora profundamente.

—¿Has comenzado a leer las esquelas?

—Una cruz significa que el muerto era cristiano. Una estrella de David que era judío. ¿Qué quiere decir el pájaro, mamá?

Kristiane levantó por fin la mirada, que rozó la de su madre.

—Que uno desea paz para el que falleció —susurró Inger Johanne.

—Yo quiero un pájaro en mi esquela.

—Tú no vas a morir.

—Alguna vez me moriré.

—Como todos.

—Tú también, mamá.

—Sí. Yo también. Pero falta mucho.

—Eso no lo puedes saber.

Se quedaron calladas. Sólo susurraban. Estaban sentadas bien juntas en el sofá, la madre con el brazo como un cinturón de seguridad sobre la frágil niña de catorce años mientras la luz del día se derramaba sobre el suelo de la sala, casi cegándolas. Ella podía sentir los pechitos asomando en la criatura, las señales inescapables de que también Kristiane se volvería adulta, a pesar de que la pubertad hubiese llegado con retraso.

—No —dijo finalmente Inger Johanne—. No lo puedo saber. Pero creo que falta mucho todavía. Estoy sana, Kristiane, y no soy particularmente vieja. ¿Alguna vez has visto a una persona muerta?

—Tú vas a morirte antes que yo, mamá.

—Sí, eso espero. Ninguna madre quiere morir después de sus hijos.

—¿Quién me cuidará entonces?

Desde sólo horas después de que Kristiane naciese, e Inger Johanne fuera la única en comprender que algo malo le sucedía a su hijita, ella se había hecho la misma pregunta. Una y otra vez.

—Entonces serás mayor, mi vida. Podrás cuidarte sola.

—Nunca podré cuidarme sola. No soy como las otras niñas. Voy a una escuela especial. Yo soy autista.

—Tú no eres autista, tú eres...

Inger Johanne se enderezó de improviso en el sofá y colocó una mano bajo la barbilla de Kristiane.

—No eres como las otras niñas. Es cierto. Eres simplemente tú. Yo te quiero precisamente por lo que eres. ¿Y sabes qué, mi vida?

Se sonrieron. La mirada de Kristiane se enfocó.

—Yo tampoco soy del todo como los demás. En realidad creo que en el fondo todos nos sentimos así. Ninguno de nosotros se siente exactamente igual al otro. Y siempre habrá alguien que te cuidará. Ragnhild, por ejemplo. Amund también. ¡Es tu sobrino!

Kristiane soltó su risa tierna y cristalina.

—¡Son menores que yo!

—Sí, pero cuando yo muera, serán adultos. Ellos podrán cuidarte.

—Yo vi una persona muerta. El alma pesa veintiún gramos. Pero uno no la ve cuando se va.

Inger Johanne no dijo nada. Tenía todavía la mano bajo la barbilla de su hija, pero la mirada de Kristiane se había encerrado nuevamente allí donde nada llegaba del todo, y su voz era otra vez plana y mecánica cuando continuó:

—Marianne Kleive, cuarenta y dos años, murió el 19 de diciembre de 2008. La obispo Eva Karin Lysgaard, muy querida y profundamente extrañada, nos dejó abruptamente la Nochebuena de 2008. El entierro tendrá lugar más tarde. La cruz significa que era cristiana.

—Basta —susurró Inger Johanne, y la atrajo bruscamente hacia sí—. Ya está.

Eran las doce, y una nube ocultó el cegador sol de enero. Inger Johanne cerró los ojos mientras se aferraba a su hija meciéndola de un lado a otro.

—Yo soy la niña invisible —susurró Kristiane.

Miedo

Quizá no debía haber tenido hijos.

Sólo pensarlo hizo que los jugos gástricos le corroyesen el duodeno. Levantó las rodillas y colocó ambas manos allí donde cuando era más joven podía sentir que terminaban las costillas y comenzaba el abdomen. Ahora todo estaba flojo, aunque yaciese de espaldas, una panza fofa y demasiado grande con un dolor punzante detrás de una capa de grasa.

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