—¡Mamá! ¿Es que no puedes...?
Inger Johanne cerró la boca, forzó una sonrisa y miró a su hija menor, Ragnhild. Pronto iba a cumplir cinco años y observaba con curiosidad a su padre, que estaba a punto de devorar el ojo restante.
—¿Está bueno, papá?
—Tiene gusto a ojo de pescado —dijo Kristiane golpeando el tenedor rítmicamente contra el plato—. Eso es obvio. Ojos de pescado con chaleco atado.
—No des esos golpes —dijo la abuela afablemente—. ¿No puedes ser la niña dulce de tu abuela y dejar de hacer ese ruido?
—Hay gente que dice que el pescado es bueno —dijo Ragnhild—. Y algunos peces creen que las personas son buenas. Es justo. El tiburón, por ejemplo. ¿Celebran la Navidad los tiburones, papá? ¿Reciben, como regalo, niñitas, para comérselas?
Se rio con ganas.
—No sólo los tiburones comen personas —dijo Kristiane, a quien como de costumbre se le escapaba el humor de su hermana menor.
Como por milagro, parecía que lo ocurrido el sábado no la había afectado físicamente: todo había acabado en unos pequeños estornudos y una nariz tapada. Las posibles secuelas psíquicas eran más difíciles de determinar. Hasta ahora no había dicho palabra al respecto. El único pequeño cambio que Inger Johanne creía haber detectado era que en aquellos cuatro días desde la boda de su hermana la letanía de textos memorizados era más extensa de lo habitual. Como siempre, Yngvar miraba todo desde un punto de vista positivo: su hija había entrado también en un periodo en el que preguntaba más. Razonaba. Se mostraba curiosa y ya no solamente repetitiva.
—Muchísimos tipos de peces tienen una dieta complicada —dijo despacio la niña, fijando la vista en algún lugar lejano—. En ciertas condiciones, comerían carne humana otra vez si tuvieran oportunidad.
—Ahora hablemos de algo más agradable —propuso la abuela.
—¿Qué es lo que más os gustaría tener?
—Eso ya lo sabes, abuela. Ya hace mucho le dimos la lista de lo que deseamos. El hombre muerto que sacaron de la bahía el fin de semana, por ejemplo, la noche que mamá se enfadó tanto conmigo porque yo...
Inger Johanne lanzó una mirada implorante a Yngvar.
—La abuela tiene razón —dijo él—. Es Nochebuena y podemos hablar de algo...
—Había estado en el agua durante mucho tiempo —dijo Kristiane, y tragó antes de empujar más comida sobre el tenedor—. Salía en el periódico. Y entonces se hinchó todo. Como un globo. Eso pasa porque el cuerpo humano es sal, y atrae toda el agua del entorno. Lo llaman «ósmosis». Cuando dos líquidos de valor osmótico diferente, o de diferente balance salino, están separados por una membrana porosa, como por ejemplo las paredes de las células en las personas, el agua la traspasa para igualar...
La abuela se puso pálida. El abuelo tenía la boca abierta de asombro, hasta que la cerró con un chasquido audible.
—Esta cría —sonrió—. Es todo un personaje, ¿eh?
—Eso es muy impresionante —dijo Yngvar con tranquilidad, y se secó los labios con una enorme servilleta blanca—. Pero la abuela y mamá tienen razón. La muerte no es precisamente algo sobre lo que uno suela...
—Pero Yngvar —lo interrumpió su hijastra—, ¿eso quiere decir que un cadáver se hincha más si permanece más tiempo en el agua dulce que en el mar?
—¿Qué es un cadáver, mamá? —Ragnhild había agarrado la cabeza de pescado intacta del plato de su padre. Ahora se la colocaba sobre la nariz y miraba a través de las cuencas vacías de los ojos—.
¡Uuheeeaaa!
—gruñó, y se rio—. ¿Qué es un cadáver?
—Un cadáver es una persona muerta —dijo Kristiane—. Y cuando las personas muertas permanecen en el mar durante mucho tiempo, se las comen. Los cangrejos y los peces.
—Y los tiburones —añadió la hermana menor—. Más que nada los tiburones.
—¿Se comieron el cadáver? —preguntó el abuelo con genuino interés—. El periódico no decía nada acerca de eso. ¿Es éste uno de tus casos? ¡Cuéntanos, Yngvar! Hasta donde entendí del
Aftenposten
de hoy, todavía no se sabe nada acerca de quién es.
—No, es un caso de Oslo, y yo no sé más que lo que dicen los periódicos. Como sabes, trabajo en Kripos. —Le ofreció a su suegro una sonrisa tensa—. Además de en algunos aspectos técnicos, pocas veces ayudamos al distrito policial de Oslo. Y lo mismo sucede con las investigaciones. Colaboración internacional. Cosas así. Tal como ya dije otras veces, de hecho. Y ahora cambiemos de tema, ¿vale?
Yngvar se puso de pie con decisión y comenzó a retirar los platos. Se hizo el silencio en torno a la mesa. Sólo el ruido que hacían los cubiertos y el servicio al colocarlos en el lavavajillas se mezclaba con las voces del coro de los Sølvguttene
[1]
que llegaba desde el apartamento de abajo. Inger Johanne sintió repulsión al arrojar al bote de basura los restos de pescado que quedaban en los platos.
Como de costumbre, había salido tarde a buscar el costillar de cerdo. Cuando llegó a la carnicería de Strøm-Larsen esa misma mañana, a eso de las diez, ya estaba todo vendido. Nadie tenía noticia del pedido telefónico que ella juraba haber hecho hacía más de dos semanas. La persona que la atendió lo lamentaba y expresó la mayor simpatía ante la incómoda situación (por no dramatizar) que se planteaba, pero costillares de cerdo no les quedaba ni uno. El propietario no pudo contenerse de realizar una observación: la comida de Nochebuena debía estar en casa con cierta antelación a la cena misma. La idea de servir a su madre un costillar barato comprado en Rimi o en Maxi le pareció a Inger Johanne peor que ofrecerle bacalao.
—Debí haber comprado el maldito cerdo en Rimi y haber jurado que era de Strøm-Larsen —le susurró a Yngvar colocando el último plato en la máquina—. ¡No ha comido casi nada!
—Torpe de su parte —respondió Yngvar también en un susurro—. ¡No te preocupes!
—¿Podemos ventilar un poco? —preguntó la madre de pronto y en voz alta—. Ninguna crítica al bacalao, por supuesto, es sano y rico ¡pero el olor de un costillar de cerdo recién asado da el verdadero ambiente navideño!
—Pronto va a oler a café —dijo Yngvar, divertido—. ¿Tomamos café con el postre, no?
Los Sølvgutrene ya cantaban
Deilig er Jorden
en el piso de abajo. Ragnhild entonó y corrió hacia el televisor para encenderlo.
—¡Ahora no, Ragnhild!
Inger Johanne trató de sonreír mientras la miraba desde detrás de la columna que servía de muro bajo de separación con la cocina.
—No vemos televisión en Nochebuena, ¿sabes? Tampoco mientras comemos.
—Personalmente, me parece muy buena idea —añadió la abuela—. De todas maneras hemos cenado demasiado temprano. Es agradable escuchar a los Sølvguttene antes de cenar. Hay mucha Navidad en esas voces tan preciosas. Los niños sopranos son simplemente de las cosas más bellas que conozco. Ven, Ragnhild, ahora vamos a buscar el canal adecuado con la abuela.
Una copa de vino tinto cayó con estrépito al suelo de la cocina.
—¡No pasa nada, no pasa nada! —gritó Yngvar, y se rio.
Inger Johanne se apresuró hacia el baño.
—El alma pesa veintiún gramos —dijo Kristiane.
—¡Oh! ¿Es cierto?
El abuelo empinó por quinta vez un vaso de acquavit, lleno hasta el borde.
—Sí —dijo Kristiane con seriedad—. Cuando uno se muere, se hace veintiún gramos más ligero. Pero uno no la puede ver. No puede ver, no puede reír, no puede nada.
—¿Ver qué?
—El alma. Uno no puede ver que se va.
—Kristiane —dijo Yngvar desde la cocina—. Ahora lo digo en serio: ya basta. No hablemos más de la muerte ni de esas cosas, ¿vale? Además eso del alma es una tontería. No existe algo que se llame alma. Es sólo una expresión religiosa. ¿Quieres un poco de té con miel junto con el postre?
—
Dam-di-rum-ram
—dijo Kristiane sin variar el tono.
—¡Oh, no...!
Inger Johanne regresaba del baño. Se agachó junto a su hija, en cuclillas.
—Mírame, mi vida. Mírame.
La cogió con cuidado por la barbilla.
—Yngvar preguntó si querías té. Té con miel. ¿Quieres?
—
Dam-di-rum-ram.
—No puede ser apropiado darle té a la criatura cuando está en ese... estado, ¿no? ¡Ven con la abuela, así escuchamos a estos muchachos tan buenos! ¡Ven aquí, niña mía!
Yngvar estaba en la cocina; la abuela no podía verlo. Llamó con un gesto a Inger Johanne mientras con los labios formaba palabras mudas:
—
Nooo leee haagas caaasoo.
Haz como si no la oyeras.
—
Dam-di-rum-ram
—dijo Kristiane.
—Te doy todo lo que quieras —susurró Inger Johanne—. Lo que más, más quieras.
Inger Johanne sabía que era inútil. Kristiane decidía por sí misma dónde estaba. En el transcurso de catorce años de convivencia con una niña tan apegada que a veces tenía problemas para distinguir lo que era ella y lo que era la niña, todavía no encontraba respuesta a qué era lo que hacía que su hija pasase de un estado al otro. Aprendieron algunas señales, ella, Yngvar e Isak, el padre de Kristiane. Rutinas y costumbres, comestibles que debían evitar y alimentos que le provocaban reacciones, medicinas que probaron y que dedujeron juntos que no funcionaban; ya habían recorrido algunos caminos que hacían que la vida con Kristiane fuera algo más fácil. Pero la mayor parte del tiempo su hija transitaba por su propio paisaje, con su propio mapa y tras su antojo incomprensible.
—Mamá te quiere más alto que el cielo —susurró Inger Johanne despacito; sus labios hacían cosquillas en las orejas de su hija, y ésta sonrió.
—Viene papá —dijo.
—Sí. Papá viene pronto. En cuanto termine de cenar en casa de los abuelos, viene a ver a su nena.
Su mirada carecía de expresión. Parecía como si los ojos se moviesen independientemente el uno del otro, e Inger Johanne se asustó. Solían estar fijos en algo que nadie podía ver.
—La señora estaba...
—Se llama Albertine —la interrumpió Inger Johanne—. Albertine dormía.
—Hacía tanto frío. No te encontraba, mamá.
—Pero yo te encontré. Al final.
Inger Johanne estaba tan concentrada en la chiquilla que no se percató de la presencia de su madre. Lo primero que sintió fue su perfume, uno que le había regalado su hermana, y que costaba más de lo que Inger Johanne gastaba durante todo un año en cosméticos e higiene personal.
«Vete», trató de decirle con todo su ser. Se encogió de hornillos y se corrió un poquito hacia un lado, todavía en cuclillas.
—Kristiane —dijo ella, serena y decidida—. Ahora tienes que venir con la abuela. Lo primero que haremos será abrir el regalo rojo con lazo rosa. Es para ti. Dentro hay una caja con una cerradura. Si abres la caja y destrabas otra cerradura, encontrarás un microscopio. Tal como el que querías. Ahora me das la mano, así...
Inger Johanne estaba todavía agachada, con las manos apoyadas en los delgados muslos de Kristiane.
—Microscopio —dijo Kristiane—. Del griego
micron,
«pequeño» y
skopein,
«mirar».
—Exacto —dijo la abuela—. Ven ahora.
Los Sølvguttene ya no cantaban. Ragnhild apagó el televisor. Lo mismo hicieron los vecinos del piso de abajo. De la cocina salía olor de café, y afuera estaba tan silencioso como solía estarlo únicamente esa noche del año, cuando las iglesias estaban vacías, las campanas silenciadas y no había nadie yendo o viniendo de algún sitio.
Las manos largas y estrechas de la abuela se deslizaron dentro de las de Kristiane.
—Abuela —dijo la niña, y sonrió—, quiero mi microscopio.
Sin embargo, Kristiane seguía mirando a su madre. Fijaba la mirada en ella y la mantuvo así hasta que finalmente siguió a su abuela obedientemente hasta el sofá, para abrir un regalo cuyo contenido ya conocía.
Inger Johanne se incorporó con orgullo y se quedó de pie.
Sintió una extraña caricia de felicidad, que desapareció antes de que pudiese reconocerla.
Para Eva Karin Lysgaard, la felicidad era una expresión tangible.
La felicidad se hallaba en su fe en Jesucristo. Desde la vez que encontró al Salvador durante un paseo en el bosque, a los dieciséis años, experimentaba cada día la jubilosa sensación de su cercanía. Hablaba con El siempre, y a menudo recibía respuesta. Ahora era una mujer de sesenta y dos años y aun en la pena, que naturalmente a su edad ya experimentado, Jesús estaba con ella, con seguridad y apoyo y con infinito amor.
Eran casi las once de la noche del día del cumpleaños del Señor.
Eva Karin Lysgaard tenía un trato con Jesús. Un pacto con su marido, Erik, y con el Señor. Cuando a ella y a Erik la vida se les tornó oscura, encontraron una forma de evitar todo lo que era difícil. No fue el camino más simple, les llevó tiempo encontrarlo, y sería para siempre algo entre ella, Erik y el Salvador.
Ahora estaba allí. En camino.
El viento soplaba desde la bahía y sabía a sal. Tras muchas de las ventanas de las casitas pintorescas brillaba todavía un resplandor suave; para la mayoría la Nochebuena no terminaba aún.
Tropezó con el cordón al doblar la esquina de Forstandersmauet, pero se recuperó enseguida. Las gafas se le empañaban y estaban mojadas, le era difícil ver con claridad. No importaba. Aquél era su camino, lo había recorrido ya muchas veces.
Se detuvo por un instante, asombrada.
Oía pasos detrás.
Llevaba más de veinte minutos caminando y no había visto todavía otro ser viviente que un gato callejero y las gaviotas, que chillaban sobre la bahía.
—¿Obispo Lysgaard?
Se volvió hacia la voz.
—¿Sí? —preguntó sonriendo.
Había algo en la voz del hombre, algo desconocido. Duro, quizá. Diferente, de todos modos.
—¿Quién es? ¿Hay algo en lo que pueda ayudarle?
En el instante en que él la acuchilló, ella entendió que se había equivocado. En los dieciséis segundos que transcurrieron entre que fue consciente de que iba a morir y su muerte, no opuso ninguna resistencia. No dijo nada y se dejó caer sobre la calle con el desconocido sobre ella. El hombre con el cuchillo le pareció irrelevante. Era ella quien se había equivocado. Durante todos estos años en que creyó que tenía a Jesús a su lado, en su vana creencia de que Él la había perdonado y aceptado, vivió en una mentira mayor de lo que podría soportar en caso de seguir viviendo.
Y en el instante de la muerte, cuando ya no hubo más que ver y toda la sensación de existir cesó, se preguntó qué era lo que Él, el de la vida eterna, no había aceptado: si la mentira o el pecado.