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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (22 page)

BOOK: Noche Eterna
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Le pregunté, un tanto vacilante, si conocía a la ex esposa de Stanford Lloyd, una muchacha llamada Claudia Hardcastle.

—Te refieres a su primera esposa. No, nunca la conocí. Creo que el matrimonio se separó muy pronto. Después del divorcio, Lloyd volvió a casarse, pero el segundo matrimonio también acabó en divorcio.

Cuando regresé al hotel, me encontré con un telegrama. Me pedía que fuera a un hospital en California. Un amigo mío, Rudolf Santonix, me reclamaba. Agonizaba y quería verme antes de morir.

Cambié el pasaje para una fecha posterior y cogí un avión a San Francisco. Cuando llegué, estaba en las últimas. Los médicos dudaban mucho de que fuera a recuperar el conocimiento, pero había reclamado mi presencia con verdadera desesperación. Me senté en la habitación y contemplé la cáscara del hombre que conocía. Siempre había tenido aspecto de enfermo, algo así como una extraña transparencia, como un ser muy delicado y frágil. Ahora tenía el aspecto de una figura de cera. Mientras le miraba, pensé: «Quiero que me hable. Necesito que me diga algo. Quiero me diga algo antes de morir.»

Me sentí muy solo, terriblemente solo. Ahora había escapado de mis enemigos, estaba con un amigo. En realidad, mi único amigo. Él era la única persona que sabía algo de mí, excepto mamá pero no quería pensar en mamá.

Un par de veces hablé con la enfermera. Le pregunté si no se podía hacer algo, pero ella meneó la cabeza y me respondió sin comprometerse:

—Quizá recupere el conocimiento, o quizá no.

Así que continué sentado. Entonces, por fin, Santonix se movió en la cama y exhaló un suspiro. La enfermera le ayudó con mucha suavidad a incorporarse. Me miró, pero me resultó imposible saber si me había reconocido o no. Sólo me miraba como si pudiera ver a través de mi cuerpo algo que estaba más allá. Súbitamente, se produjo un cambio en la mirada. Pensé: «Me conoce, me ve». Dijo algo con voz muy débil. Me acerqué a la cama y me incliné para escucharle, pero sus palabras no tenían ningún sentido. Luego, sufrió una convulsión. Echó la cabeza hacia atrás y gritó:

—¡Maldito idiota! ¿Por qué no escogiste el otro camino?

Un segundo después estaba muerto.

No sé a qué se refería o si él mismo entendió lo que había dicho.

Así acabó mi relación con Santonix. Me pregunto si me hubiera escuchado si le hubiese dicho algo. Me hubiera gustado decirle que la casa que había construido para mí era lo mejor que tenía en el mundo. Lo que más me importaba. Es curioso que una casa pueda llegar a ser tan importante. Supongo que debe tratarse de algo simbólico, algo que deseas. Algo que deseas tanto que no sabes del todo cómo es. Pero él sí había sabido lo que era y me lo había dado. Yo lo tenía y ahora regresaría a mi casa.

Mi casa. Era lo único en lo que pensaba cuando subí al barco. Eso y aquel terrible cansancio del principio.

Después una ola de felicidad que surgía de lo más profundo. Regresaba a casa. Regresaba a mi hogar.

El mar es la casa del marino como el monte es el hogar del cazador.

Capítulo XXIII

Sí, eso era lo que estaba haciendo. Ahora todo había acabado. El final de la lucha, el último combate, la última etapa del viaje.

Los tiempos de mi revoltosa juventud parecían muy lejanos. Los días del «Yo quiero, yo quiero», pero no había pasado tanto tiempo. Menos de un año.

Tendido en la litera lo recordé todo paso a paso.

El encuentro con Ellie, las citas en Regents Park, la boda en el ayuntamiento. La casa, Santonix dirigiendo las obras. La casa acabada. Mía, toda mía. Era yo, yo que estaba donde quería estar. Donde siempre había querido estar. Tenía todo lo que había deseado y ahora regresaba a casa para disfrutarlo.

Antes de abandonar Nueva York, había escrito una carta y la había enviado por correo aéreo para que el destinatario la recibiera antes de mi llegada. Se la había escrito a Phillpot. No sé porqué, pero tenía la sensación de que Phillpot, a diferencia de otros, lo entendería.

Me resultaba más fácil escribirle que decírselo en persona. En cualquier caso, él tenía que saberlo. Todos tendrían que saberlo. Estaba seguro de que algunos probablemente no lo comprenderían, pero él sí. Él había sido testigo de lo muy unidas que habían estado Ellie y Greta, lo mucho que Ellie dependía de Greta.

No dudaba de que él se daría cuenta de que yo también dependía de ella, que me sería imposible vivir solo en la casa donde había vivido con Ellie, a menos que hubiera alguien allí para ayudarme. No sé sí lo expresé correctamente, pero hice todo lo que pude.

«Quiero —escribí— que sea usted el primero en saberlo. Ha sido usted muy bueno con nosotros y creo que es la única persona que lo comprenderá. No puedo enfrentarme a la idea de vivir solo en el Campo del Gitano. Lo he estado pensando todo el tiempo que llevo aquí, en Estados Unidos, y he decidido que, tan pronto como llegue a casa, le pediré a Greta que se case conmigo. Ella es la única persona con la que podré hablar de Ellie. Ella lo entenderá. Quizá no quiera casarse conmigo, pero creo que aceptará. De esa manera todo volverá a ser como si los tres continuáramos juntos.»

Escribí la carta tres veces hasta conseguir expresar exactamente lo que deseaba decir. Phillpot la recibiría dos días antes de mi regreso.

Salí a cubierta cuando avistamos Inglaterra. Miré cómo nos acercábamos a la costa y pensé: «Ojalá Santonix estuviera aquí conmigo». Lo deseé desde el fondo de mi corazón. Nada me hubiese hecho más feliz que hacerle saber que todo se estaba convirtiendo en realidad. Todo lo que había planeado, todo lo que había pensado, todo lo que había querido.

Me había librado de Estados Unidos. Me había quitado de encima a todos los tramposos, a los mentirosos y a todos aquellos a los que detestaba y que seguramente también me detestaban por haber sido un pobretón y ser todavía un paleto. Regresaba triunfante. Volvía al bosque de pinos y a la serpenteante y peligrosa carretera que subía por el Campo del Gitano hasta la casa en la cumbre de la colina. ¡Mi casa! Regresaba a las dos cosas que más deseaba: la casa con la que siempre había soñado, la que había planeado tener, la que deseaba por encima de todo lo demás, y una mujer maravillosa. Siempre había tenido muy claro que algún día conocería a una mujer maravillosa. La había encontrado y nos habíamos conocido. Desde el momento en que la vi supe que yo le pertenecía, que era absolutamente suyo y para siempre. Ahora, por fin, iba a su encuentro.

Nadie me vio llegar a Kingston Bishop. Oscurecía cuando llegué en el tren. Salí de la estación y tomé por un camino lateral. No quería encontrarme con nadie del pueblo, aquella noche no. El sol se había puesto cuando comencé a subir por la carretera del Campo del Gitano. Le había avisado a Greta de la hora de mi llegada. Estaba en casa esperándome. ¡Por fin! Se habían acabado los subterfugios, los engaños y aquella historia que tanto me desagradaba. Recordé, riéndome por dentro, el papel que había interpretado. Una actuación magnífica desde el primer momento. Aparentar que Greta no me gustaba, manifestar mi rechazo a que viniera a quedarse con Ellie. Sí, había sido muy cuidadoso. Seguramente, todo el mundo se lo había creído a pie juntillas. Recordé la falsa pelea que organizamos para que Ellie nos escuchara.

Greta me había calado perfectamente desde el primer momento. Nunca nos habíamos hecho falsas ilusiones uno respecto al otro. Tenía la misma mentalidad, los mismos deseos que yo. ¡Queríamos el mundo y no nos conformábamos con menos! Queríamos estar en la cumbre, satisfacer todas nuestras ambiciones, tenerlo todo y no negarnos nada. Recordé cómo le había abierto mi corazón cuando nos conocimos en Hamburgo. Le había explicado mis ansias frenéticas por las cosas. No tuve necesidad de disimular mi codicia ante Greta porque ella la compartía plenamente.

—Para tener todo lo que quieres de la vida —me dijo Greta—, necesitas dinero.

—Sí, y no sé de dónde voy a sacarlo.

—Puedes estar seguro de una cosa: no lo conseguirás trabajando. No eres de esa clase —añadió Greta.

—¡Trabajar! —exclamé—. ¡Tendría que trabajar durante años y años! No quiero esperar. No quiero ser anciano. ¿Conoces la historia de un tipo llamado Schliemann? Trabajó de sol a sol, ahorrando hasta el último céntimo para amasar una fortuna y poder hacer así realidad el sueño de su vida: excavar y encontrar las tumbas de Troya. Logró su sueño, pero tuvo que esperar hasta los cuarenta años. No quiero esperar hasta ser un viejo con un pie en la tumba. Quiero tenerlo todo ahora cuando soy joven y fuerte. Tú también, ¿verdad?

—Sí, además sé como podrás conseguirlo. Es muy fácil. Me pregunto cómo es que no lo has pensado tú mismo. Conquistar a las chicas se te da bastante bien, ¿no es así? Es algo que he comprobado personalmente.

—¿Crees que me interesan las chicas? ¿Qué me han interesado en algún momento? Sólo hay una chica a la que quiero y eres tú. Lo sabes. Te pertenezco. Lo supe desde el instante que te vi. Sabía que en algún momento conocería a alguien como tú. Ahora que te he encontrado te pertenezco.

—Sí, creo que me perteneces.

—Los dos queremos conseguir las mismas cosas de la vida.

—Te repito que es fácil. Lo más sencillo del mundo. Lo único que debes hacer es casarte con una muchacha rica, una de las más ricas del mundo. Yo puedo ayudarte a conseguirlo.

—¡No me vengas con fantasías!

—Nada de fantasías. Será fácil.

—No, a mí no me vale. No quiero ser el marido de una mujer rica. Ella me compraría cosas, iríamos aquí y allá, y me tendría en una jaula de oro, pero no es eso lo que quiero. No quiero ser un esclavo.

—No tienes por qué serlo. Precisamente la esclavitud no necesita durar mucho. Sólo lo necesario. Las esposas también se mueren, ¿lo sabías?

La miré con los ojos bien abiertos.

—Ahora te has quedado de piedra —manifestó Greta.

—No, no estoy asombrado.

—Ya me pareció que no lo estarías. Tengo la impresión de que quizá tú ya... —Me miró con una expresión interrogante, pero no estaba dispuesto a responderle. Todavía tenía algunas reservas. Hay algunos secretos que no quieres contar a nadie. No es que fueran secretos muy importantes, pero no me gusta recordarlo. Por encima de todo, no me gusta recordar el primero. Una estupidez, algo pueril, pero, sobre todo, nada importante. Estaba loco por un elegante y carísimo reloj que le habían regalado a un chico, un amigo mío de la escuela. Costaba mucho dinero. Se lo había regalado un padrino rico. Sí, yo lo quería, pero nunca pensé que se me presentaría la oportunidad de tenerlo. Entonces llegó el día en que fuimos a patinar juntos. El hielo no resistió el peso. No es que lo hubiese previsto de antemano. Sencillamente sucedió. El hielo se rajó. Me acerqué patinando. Había caído por el agujero y se aferraba al hielo con verdadera desesperación, aunque el hielo le cortaba las manos. Desde luego, me acerqué dispuesto a ayudarle, pero cuando llegué a su lado y vi el brillo del reloj pensé: «Supongamos que se hunde y se ahoga». Me pareció que era algo muy sencillo.

Creo que fue algo inconsciente que le desabrochara la pulsera, cogiera el reloj y después le sumergiera la cabeza en lugar de intentar sacarlo del agua. No tuve más que mantenerlo debajo de la superficie. Tampoco podía resistirse mucho porque la capa de hielo se lo impedía. Las personas que vieron el accidente acudieron en nuestra ayuda. ¡Creían que yo intentaba salvarlo! Tuvieron que forcejear bastante para sacarlo del agua. Intentaron revivirlo con la respiración artificial, pero era demasiado tarde. Escondí mi tesoro en un lugar donde guardaba cosas así. Cosas que no quería que mamá viera, porque entonces me preguntaba dónde las había conseguido. Un día encontró el reloj mientras ponía orden en el cajón de los calcetines. Me preguntó si aquél no era el reloj de Pete. Le respondí que no, que era uno muy parecido que le había cambiado a un compañero de la escuela.

Mamá siempre me ponía nervioso, tenía la sensación de que sabía demasiadas cosas de mí. Me sentí muy inquieto cuando ella encontró el reloj. Creo que sospechaba. Desde luego, no podía saberlo, nadie lo sabía. Pero me miraba de una manera muy curiosa. Todo el mundo creía que había intentado salvar a Pete. Me parece que ella no se lo creía. Es más, creo que ella lo sabía. Quería ignorarlo, aunque el problema era que sabía demasiadas cosas de mí. Algunas veces me sentía culpable, pero se me pasaba en seguida.

Después ocurrió de nuevo cuando estaba haciendo el servicio militar, mientras hacíamos el período de instrucción. Un tipo llamado Ed y yo habíamos ido a un garito. No tuve suerte y perdí todo el dinero que llevaba. En cambio, Ed salió forrado. Cambió las fichas y nos volvimos de regreso al campamento. Ed tenía los bolsillos llenos de billetes. Entonces una pareja de matones apareció en una esquina y vinieron a por nosotros. Llevaban navajas y sabían usarlas. A mí me hicieron un corte en un brazo, pero Ed se llevó la peor parte. Cayó al suelo. En aquel momento aparecieron unas personas. Los matones se dieron a la fuga. Comprendí que debía actuar sin perder un segundo. ¡Fui muy rápido! Tengo unos reflejos excelentes. Me envolví la mano con un pañuelo, saqué la navaja de la herida de Ed y le asesté un par de navajazos mortales. El pobre soltó un gemido y se murió. Desde luego, por un segundo tuve miedo, pero después me di cuenta de que no pasaría nada. ¡Me sentí muy orgulloso de mí mismo por pensar y actuar tan rápido! Pensé: «Pobre Ed, siempre fue un tonto!». No tardé nada en vaciarle los bolsillos y hacerme con el dinero. No hay nada como tener buenos reflejos y aprovechar las oportunidades. El problema es que no abundan las ocasiones. Supongo que algunas personas se asustan cuando saben que han matado a alguien, pero yo no me asusté. Esta vez no.

Claro que es una cosa que uno no quiere hacer muy a menudo. Se hace cuando realmente vale la pena. No sé como Greta se dio cuenta de que yo era así. Sin embargo, lo sabía. No me refiero a que sabía que yo había asesinado a dos personas, pero creo que sabía que la idea de matar no me escandalizaría.

—¿De qué va ese plan tan fantástico, Greta?

—Puedo ayudarte. Puedo ponerte en contacto con una de las chicas más ricas de Estados Unidos. Digamos que más o menos está a mi cuidado. Vivo en su casa y tengo mucha influencia sobre ella.

—¿Crees que se fijará en alguien como yo? —No me lo creía ni por un momento. ¿Por qué una muchacha millonaria que podía escoger a cualquier hombre rico y atractivo se iba a fijar en un pelagatos como yo?

BOOK: Noche Eterna
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