Margaret volvió a bajar la escalera y salió a la calle… Se encontró con una oscuridad absoluta.
La negrura era aterradora. Se quedó de pie ante la puerta y miró a su alrededor, con los ojos abiertos de par en par, sin ver nada. Notó una sensación extraña en el estómago, como si estuviera mareada.
Cerró los ojos y recreó en su mente el panorama habitual de la calle. Detrás de ella se alzaba Obington House, donde Catherine vivía. Lo normal sería que brillaran luces en varias ventanas y que la luz situada sobre la puerta arrojara un vivo resplandor. A su izquierda, en la esquina, había una pequeña iglesia estilo Wren, cuyo pórtico siempre estaba iluminado. Una hilera de farolas bordeaba la acera; cada una proyectaba un diminuto círculo de luz; y la calzada estaría iluminada por autobuses, taxis y coches.
Abrió los ojos de nuevo y no vio nada.
Daba miedo. Imaginó por un momento que no había nada a su alrededor: la calle había desaparecido y ella se encontraba en el limbo, cayendo en el vacío. De repente, se sintió muy mareada. Luego, se controló y visualizó la ruta a la casa de tía Martha.
Tiro hacia el este desde aquí, pensó, me desvío a la izquierda por la segunda bocacalle y la casa de tía Martha está al final de la manzana. Sería bastante fácil, incluso en la oscuridad.
Anhelaba algún tipo de alivio: un taxi iluminado, la luna llena o un policía que la ayudara. Su deseo se cumplió al cabo de un momento: un coche se acercaba. Sus tenues luces laterales parecían ojos de gato en las tinieblas, y Margaret pudo ver de repente la línea del bordillo hasta la esquina de la calle.
Se puso a caminar.
El coche pasó de largo y sus luces rojas traseras se perdieron en la oscura distancia. Margaret pensaba que le faltaban tres o cuatro pasos para llegar a la esquina cuando perdió pie al rebasar el bordillo. Cruzó la calle y localizó la acera opuesta sin tropezar. Esto le dio ánimos y caminó con más confianza. De pronto, algo duro la golpeó en el rostro con brutal violencia.
Lanzó un grito de dolor y pánico entremezclados. El pánico la cegó por un instante y quiso dar media vuelta y correr. Se tranquilizó con un gran esfuerzo. Se llevó la mano a la mejilla y se acarició la parte dolorida. ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Qué podía haberla golpeado a la altura de la cara en mitad de la acera? Extendió ambas manos. Palpó algo casi de inmediato, y apartó las manos del susto; después, apretó los dientes y las alargó de nuevo. Tocó algo frío, duro y redondo, como un plato de enorme tamaño que flotara a media altura. Lo exploró con detenimiento, comprendiendo que se trataba de una columna redonda con una ranura rectangular y una parte superior que sobresalía. Cuando supo por fin lo que era, lanzó una carcajada, a pesar de su cara dolorida. Había sido atacada por un buzón.
Pasó de largo y siguió andando con las manos extendidas frente a ella.
Al cabo de un rato perdió pie en otro bordillo. Recobró el equilibrio y experimentó cierto alivio: había llegado a la calle de tía Martha. Se desvió a la izquierda.
Se le ocurrió que tal vez tía Martha no oyera el timbre. Vivía sola; nadie más podía responder. Si sucedía eso, Margaret tendría que regresar al edificio de Catherine y dormir en el pasillo. Aceptaba lo de dormir en el suelo, pero otro paseo por la oscuridad la aterrorizaba. Lo más sencillo sería enroscarse ante la puerta de tía Martha y esperar a que amaneciera.
La casita de tía Martha estaba al final de un bloque muy largo. Margaret se acercó poco a poco. La ciudad estaba oscura, pero no en silencio. Se oía un coche de vez en cuando a lo lejos. Los perros ladraban cuando pasaba frente a sus puertas y un par de gatos maullaron, indiferentes a su presencia. En una ocasión, oyó la música de una fiesta prolongada. Más adelante, captó los sonidos apagados de una pelea doméstica tras unas cortinas. Se descubrió anhelando encontrarse en el interior de una casa, arropada por lámparas, un hogar encendido y una tetera.
La manzana parecía más larga de lo que Margaret recordaba. Sin embargo, era imposible que se hubiera equivocado; había doblado a la izquierda en la segunda bocacalle. Pese a todo, la sospecha de que se había perdido creció en su fuero interno. Su sentido del tiempo la había traicionado. ¿Cuánto llevaba andando por la manzana, cinco minutos, veinte, dos horas o toda la noche? De repente, ni siquiera tuvo la seguridad de que había casas en las cercanías. Igual estaba en pleno Hyde Park, tras cruzar la entrada por pura chiripa. Empezó a albergar la sensación de que la oscuridad que la rodeaba estaba poblada de seres, capaces de ver por la noche como los gatos, a la espera de que cayera al suelo para abalanzarse sobre ella. Un chillido empezó a formarse en su garganta, pero lo reprimió.
Se obligó a pensar. ¿Cabía la posibilidad de que se hubiera equivocado? Sabía que había perdido pie en el bordillo de una bocacalle, pero recordó que también existían callejones. Igual se había internado por uno de ellos. A estas alturas, ya podía haber recorrido más de un kilómetro en dirección contraria.
Intentó recordar la embriagadora sensación de excitación y triunfo que la había asaltado en el tren, pero se había esfumado, y ahora se sentía sola y asustada.
Decidió parar y quedarse inmóvil. Así no le ocurriría nada malo.
Permaneció quieta durante mucho tiempo, hasta que fue incapaz de calcular cuánto. Tenía miedo de moverse, un miedo que la paralizaba. Pensó que continuaría de pie hasta que se desmayara de agotamiento o hasta la mañana.
Entonces, apareció un coche.
Sus tenues luces laterales proporcionaban una iluminación muy escasa, pero en comparación con el pozo de negrura anterior parecía la luz del día. Comprobó que se hallaba en mitad de la carretera, y corrió a la acera para apartarse del camino del coche. Estaba en una plaza que creyó reconocer. El coche pasó de largo, dobló una esquina y ella lo siguió, confiando en distinguir una señal que la orientara. Llega a la esquina y vio el coche al final de una calle corta y estrecha flanqueada por tiendas pequeñas, una de las cuales era una sombrerería de la que su madre era cliente; comprendió que se encontraba a escasos metros de Marble Arch.
Estuvo a punto de llorar de alivio.
Se paró en la siguiente esquina y esperó a que otro coche iluminara el camino. Después, se internó en Mayfair.
Pocos minutos más tarde se detuvo frente al hotel Claridge. El edificio estaba a oscuras, por supuesto, pero pudo localizar la puerta, preguntándose si debía entrar.
No creía tener bastante dinero para pagar la habitación, pero recordó que la gente no abonaba la cuenta hasta abandonar el hotel. Podía tomar una habitación por dos noches, salir por la mañana como si fuera a regresar más tarde, alistarse en el STA y llamar después al hotel para dar instrucciones de que enviaran la cuenta al abogado de su padre.
Contuvo el aliento y abrió la puerta.
Como la mayoría de los edificios públicos que permanecían abiertos por la noche, el hotel había dispuesto una doble puerta, como una esclusa de aire, para que los huéspedes entraran y salieran sin que las luces del interior se vieran desde fuera. Margaret cerró la puerta exterior a su espalda, atravesó la segunda y accedió a la luz reconfortante del vestíbulo. La invadió una tremenda oleada de alivio. Había regresado a la normalidad: la pesadilla quedaba atrás.
Un joven portero de noche dormitaba ante el mostrador. Margaret carraspeó, y el muchacho se despertó, sorprendido y confuso.
—Necesito una habitación —dijo Margaret.
—¿A estas horas de la noche? —preguntó el joven con poca delicadeza.
—El apagón me sorprendió —explicó Margaret—. No puedo volver a casa.
El portero empezó a despejarse. —¿No lleva equipaje?
—No —respondió Margaret, con aire de culpabilidad, pero se apresuró a añadir—: Claro que no. No me he quedado tirada en la calle a propósito.
El portero la miró de una forma extraña. Margaret pensó que no podía negarle lo que pedía. El joven tragó saliva, se frotó la cara y fingió consultar un libro. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? El empleado tomó una decisión y cerró el libro.
—El hotel está completo.
—Oh, vamos, han de tener algo…
—Se ha peleado con su viejo, ¿verdad? —preguntó el portero, guiñándole un ojo.
Margaret apenas podía creer lo que estaba ocurriendo.
—No puedo volver a casa —repitió, como si el hombre no la hubiera entendido la primera vez.
—Yo no puedo solucionarlo —replicó él—. La culpa es de Hitler —añadió, en una repentina demostración de ingenio. Era bastante joven.
—¿Dónde está su superior? —preguntó Margaret. El empleado pareció ofenderse.
—Yo soy el responsable hasta las seis.
Margaret paseó la vista a su alrededor.
—Tendré que sentarme en el salón hasta las seis.
—!No puede hacer eso! —exclamó el portero, como atemorizado—. ¿Una joven sola, sin equipaje, pasando la noche en el salón? Mi empleo peligrará.
—No soy una joven —dijo Margaret, irritada—. Soy lady Margaret Oxenford.
Detestaba utilizar su título, pero se trataba de una situación desesperada.
Sin embargo, no sirvió de nada. El portero le dirigió una mirada severa e insolente.
—¿De veras? —preguntó.
Margaret estaba a punto de cubrirle de improperios cuando vio su reflejo en el cristal de la puerta, dándose cuenta de que tenía un ojo morado. De propina, tenía las manos sucias y el vestido roto. Recordó que se había golpeado con el buzón y sentado en el suelo del tren. No era de extrañar que el portero le negara la habitación. Desesperada, protestó:
—¡No puede echarme a la calle en medio del apagón!
—No puedo hacer otra cosa —respondió el portero.
Margaret se preguntó cuál sería la reacción del hombre si se sentaba sin acceder a moverse. De hecho, es lo que tenía ganas de hacer: le dolían todos los huesos y estaba extenuada. Sin embargo, había pasado tantas vicisitudes que no le quedaban fuerzas para un enfrentamiento. Además, era tarde y estaban solos. Era imposible saber qué haría el hombre si le daba una excusa para ponerle las manos encima.
Dio media vuelta con cansados movimientos y salió a la noche, desalentada y amargada.
Apenas se había alejado unos pasos del hotel cuando deseó haber ofrecido mayor resistencia. ¿Por qué sus intenciones siempre eran más firmes que sus acciones? Ahora que se había rendido, se sentía lo bastante airada como para desafiar al portero. Estuvo a punto de regresar sobre sus pasos, pero continuó andando: le pareció lo más sencillo.
No tenía a dónde ir. No sería capaz de encontrar el edificio de Catherine; no había logrado localizar la casa de tía Martha; no podía confiar en los demás parientes e iba demasiado sucia para conseguir una habitación de hotel.
Tendría que vagar hasta que se hiciera de día. Hacía buen tiempo; no llovía y el aire de la noche era apenas un poco fresco. Si continuaba moviéndose ni siquiera sentiría frío. Veía bien por donde iba. Había muchos semáforos en el West End, y pasaba un coche cada uno o dos minutos. Oía música procedente de los clubs nocturnos y de vez en cuando veía a gente de su clase que llegaba a casa tras una fiesta nocturna en sus coches conducidos por chóferes, las mujeres ataviadas con espléndidos vestidos y los hombres con frac. Observó con curiosidad en otra calle a tres mujeres solitarias, una de pie ante una puerta, otra apoyada en una farola y otra sentada sobre un coche. Todas fumaban y, en apariencia, esperaban a alguien. Se preguntó si serían lo que mamá llamaba Mujeres Perdidas.
Empezaba a sentirse cansada. Todavía llevaba los zapatos de estar por casa con los que se había marchado. Obedeciendo a un impulso, se sentó en el escalón de una puerta, se quitó los zapatos y frotó sus doloridos pies.
Levantó la vista y divisó la vaga silueta de los edificios que se alzaban en la acera opuesta. ¿Se hacía de día por fin? Quizá encontraría un café que abriera temprano. Desayunaría y esperaría a que abrieran las oficinas de reclutamiento. No había comido casi nada desde hacía dos días, y se le hizo la boca agua de pensar en tocino y huevos fritos.
De pronto, un rostro blanco osciló frente a ella. Lanzó un débil grito de miedo. El rostro se acercó y vio a un hombre joven vestido de etiqueta.
—Hola, preciosa —saludó.
Margaret se puso de pie a toda prisa. Odiaba a los borrachos; carecían de toda dignidad.
—Váyase, por favor —dijo. Intentó hablar con firmeza, pero su voz tembló.
El hombre se aproximó más con paso inseguro.
—Pues dame un beso.
—¡Por supuesto que no! —exclamó ella, horrorizada.
Dio un paso atrás, tropezó y dejó caer sus zapatos. La pérdida de sus zapatos la hizo sentirse muy vulnerable. Se giró en redondo y se agachó para recogerlos. El hombre emitió una risita obscena y, ante el horror de la joven, deslizó su mano entre los muslos de Margaret, manoseándola con penosa torpeza. Ella se incorporó al instante, sin encontrar los zapatos, y se apartó de él.
—¡Aléjese de mí! —chilló, mirándole a la cara.
—Estupendo, adelante —dijo el hombre, volviendo a reír—, me gusta un poco de resistencia.
El hombre la agarró por los hombros con sorprendente agilidad y la atrajo hacia él. Le arrojó a la cara su nauseabundo aliento alcohólico y la besó en la boca sin más preámbulos.
Era atrozmente desagradable, y Margaret pensó que iba a desmayarse, pero la abrazaba con tal fuerza que apenas podía respirar, ni mucho menos protestar. La joven se debatió sin el menor resultado, mientras él babeaba sobre ella. Después, quitó una mano de su hombro y le aferró un pecho. Se lo estrujó con brutalidad, hasta que Margaret jadeó de dolor. Sin embargo, gracias a que tenía un hombro libre, pudo soltarse a medias de él y empezar a chillar.
Lanzó un sonoro y prolongado chillido.
—Muy bien, muy bien, no te lo tomes así, no quería hacerte daño —le oyó vagamente decir, con voz preocupada, pero estaba demasiado asustada para atender a razones y continuó gritando. De la oscuridad surgieron rostros: un transeúnte vestido de obrero, una Mujer Perdida con cigarrillo y bolso, y una cabeza asomada a una ventana de la casa que se alzaba detrás de ellos. El borracho desapareció en la noche. Margaret dejó de gritar y se puso a llorar. Después, oyó el sonido de unas botas que corrían y distinguió el estrecho haz de una linterna camuflada y el casco de un policía.